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Leo permanecía solo en medio de la habitación. Los hombres no le miraban, no se cuidaban de su presencia, como si fuera un mueble más, el último que deberían abrir. Leo estaba medio sentado y medio apoyado en una mesa; las dos manos sobre el borde, los hombros encorvados, las largas piernas tendidas hacia adelante. En medio del silencio se oía el crepitar de la leña en el fuego, el apagado ruido de los objetos a medida que los soldados iban echándolos al suelo, y el crujido de los papeles que Andrei iba examinando.

– Siento no poder ofrecerle el descubrimiento de los planos secretos para hacer volar el Kremlin y el Gobierno soviético, camarada Taganov -dijo Leo.

– Ciudadano Kovalensky -dijo Andrei como si no le hubiera visto nunca-, está usted hablando con un representante de la G. P. U.

– ¿Cree tal vez que lo he olvidado?

Un soldado hundió su bayoneta en una almohada, y volaron por la habitación, como si fueran copos de nieve, montoncitos de blancas plumas. Andrei abrió un armario, y platos y copas tintinearon mientras él iba dejándolos cuidadosamente sobre la alfombra. Leo abrió su petaca de oro y se la tendió a Andrei.

– No, gracias -repuso éste.

Leo encendió un cigarrillo. La cerilla tembló entre sus dedos. Se quedó sentado sobre el borde de la mesa, moviendo una pierna, mientras el humo iba subiendo lentamente en una esbelta columna azulada.

– Es el superviviente -dijo Leo-, el mejor de todos. Con todo, no siempre los filósofos tienen razón. Una tendencia a la reflexión trascendental puede enturbiar nuestra percepción de la realidad. A propósito, ¿cuáles son sus convicciones filosóficas, camarada Taganov? Nunca hemos discutido este punto, y este momento me parece tan indicado para ello como otro cualquiera. -Le aconsejo que guarde silencio -dijo Andrei.

– Y el consejo de un representante de la G. P. U. -dijo Leo- equivale a una orden, ¿no es cierto? Comprendo que hay que saber respetar la dignidad y la grandeza de la autoridad en cualquier momento y en cualquier circunstancia, por mucho que ello hiera el orgullo de la persona afectada.

Andrei abrió otro armario. Emanaba de él un perfume francés. Andrei vio vestidos femeninos.

– ¿Qué sucede, camarada Taganov? -preguntó Leo. Andrei tenía en la mano un traje encarnado. Era un vestido sencillo, con un cinturón y botones de charol y un cuello de niña con un gran lazo de corbata. Andrei, sosteniéndolo con las dos manos, lo miraba estupefacto. La tela, entre sus dedos, se fruncía en dos rizos. Luego sus ojos se movieron lentamente y su mirada pasó revista a todo el armario. Vio un traje de terciopelo negro que conocía bien, un abrigo con cuello de pieles, una blusa blanca.

– ¿De quién son estos trajes? -preguntó.

– De mi amante -replicó Leo, mirando de hito en hito a Andrei y dando a sus palabras todo el desprecio de la ironía y toda la infamia de la obscenidad.

La cara de Andrei era inexpresiva: miraba el vestido con ojos absortos, y sus cejas parecían dos medias lunas negras excavadas sobre sus mejillas. Luego lo desplegó lentamente, con cuidado, con cierta vacilación, como si fuese de frágil vidrio, y volvió a colgarlo en el armario.

Leo sonrió malévolamente, con una mirada sombría y contrayendo los labios:

– Una desilusión, ¿no es así, camarada Taganov? Andrei no contestó. Sacó los vestidos uno a uno y con calma, sin precipitarse, fue pasando los dedos por los bolsillos, por los pliegues que olían a perfume francés.

– Le repito a usted que no se puede pasar, ciudadana -se oyó gritar al guardia al otro lado de la puerta. Luego se oyó ruido de una breve lucha, como si un brazo hubiera empujado a un lado a alguien.

Una voz gritó, y no era una voz de mujer, sino el gemido de un animal en la agonía: -¡Dejadme pasar, dejadme pasar!

Andrei miró a la puerta, se dirigió lentamente hacia y ella y la abrió.

Andrei Taganov y Kira Argounova quedaron frente a frente. Andrei preguntó lentamente, y las sílabas fueron cayendo iguales y mesuradas como gotas de agua. -¿Vive usted aquí, ciudadana Argounova?

– Sí -contestó ella con la cabeza muy erguida, sin el menor temblor en la voz, mirándole fijamente.

Luego entró en la estancia y se apoyó en la pared, mientras un soldado volvía a cerrar la puerta.

Andrei Taganov se volvió lentamente, con el hombro derecho encorvado, tendiendo todos los músculos de su cuerpo en el esfuerzo de moverse, como si entre las paletillas llevase un cuchillo clavado y debiese andar con cuidado para no sacudirlo. Su brazo izquierdo colgaba de su cuerpo con naturalidad, algo doblado por el codo, con la muñeca vuelta hacia el cuerpo y los dedos semice-rrados como si tuviese entre ellos algo que no quisiera dejar caer. -Registrad aquel cuartito y esos baúles -dijo volviéndose hacia los soldados.

Luego volvió al armario abierto, y sus pasos crujieron en el silencio, como la leña de la chimenea.

Kira seguía adosada a la pared con el sombrero en la mano. Luego el sombrero se le cayó.

– Lo siento, querida -dijo Leo-. Creía que a tu regreso todo esto habría terminado.

Ella no miraba a Leo, sino a la alta figura en chaqueta de cuero y la funda de la pistola colgaba a su cintura.

Andrei se dirigió a la cómoda en que ella guardaba su ropa interior; la abrió, y Kira vio pasar por sus manos la camisa de batista negra, y vio sus encajes arrugados entre los dedos fuertes y serenos de Andrei.

– Registrad el diván -ordenó Andrei-. Levantad la alfombra. Kira seguía apoyada en la pared, con las rodillas temblando, todo el peso de su cuerpo concentrado sobre sus caderas, como si las piernas no pudieran sostenerla.

– Nada más -dijo Andrei, a los soldados, y cerró cuidadosamente el último cajón, sin hacer ruido.

Luego tomó la cartera que había dejado encima de la mesa y, dirigiéndose a Leo, le dijo, moviendo apenas los labios: -Ciudadano Kovalensky, queda usted detenido. Leo se encogió de hombros y tomó su abrigo en silencio. Su boca se plegaba hacia abajo con aire despectivo, pero él mismo se dio cuenta de que le temblaban los dedos. Levantando la cabeza, dijo a Andrei, en su tono más insolente:

– Estoy seguro, camarada Taganov, de que es la orden que cumple usted más a gusto.

Los soldados cogieron de nuevo sus fusiles, apartando a uno y otro lado los objetos que habían dejado por el suelo. Leo se acercó al espejo, se arregló la corbata, se alisó los cabellos con la meticulosa precisión de un hombre elegante que se viste para una cita, vertió unas gotas de agua de colonia en su pañuelo, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo superior de la americana. Andrei le estaba aguardando. Al salir, Leo se detuvo delante de Kira.

– ¿No me dices adiós, Kira? -Y tomándola entre sus brazos la besó largamente.

Andrei seguía aguardándole.- Sólo quiero pedirte un favor, Kira -dijo Leo-; espero que me olvidarás.

Kira no contestó.

Un soldado abrió la puerta y salió. Andrei salió detrás de él, y luego Leo. El otro soldado cerró la puerta.

Capítulo trece

Leo había quedado preso en una celda de la G. P. U. y Andrei había vuelto a casa. Al atravesar el jardín, un camarada del Partido que corría al Centro del distrito le preguntó:

– Esta noche lees tu informe sobre la situación del campo, ¿no?

– Sí.

– A las nueve, ¿no? Lo aguardamos con impaciencia, camarada Taganov. Hasta las nueve, pues.

– Hasta las nueve.

Atravesó lentamente la espesa capa de nieve del jardín y subió la larga escalinata oscura hasta su oscura habitación. Una de las ventanas del palacio, se veía iluminada, y un cuadrado amarillo se rellenaba en el pavimento, Andrei se quitó la gorra, la chaqueta de cuero, la pistola. Se quedó junto a la chimenea, pisoteando distraídamente los carbones grises. Puso un leño sobre el carbón y encendió una cerilla. Luego tomó una de las cajas de embalaje que le servían de muebles y se sentó al lado del fuego, con las manos abandonadas sobre las rodillas. En la oscuridad, los reflejos del fuego daban a sus manos y a su rostro un vivo color rosado.