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– ¿Qué hay, Tom?

– Paul ha ido a ver a Taft.

– ¿Qué? Pensaba que iba a hablar de Stein con el decano.

– Tenemos que encontrarlo. ¿Puedes buscar que alguien te…?

Antes de que pueda terminar la frase, un sonido ahogado interrumpe la llamada, y escucho a Charlie hablando con alguien al otro lado de la línea.

– ¿Cuándo se ha ido Paul? -dice al volver.

– Hace unos diez minutos.

– Voy para allá. Lo alcanzaremos.

El Volkswagen Karmann Ghia modelo 1973 de Charlie llega a la parte posterior de Dod más de quince minutos después. El viejo coche parece un sapo de metal que se ha quedado oxidado en mitad de un salto. Antes de que me agache para sentarme en el asiento del copiloto, Charlie ya ha metido la marcha atrás.

– ¿Por qué has tardado tanto?

– Una periodista llegó cuando ya estaba saliendo -dice-. Quería hablarme de lo de anoche.

– ¿Y?

– Alguien del departamento de Policía le contó lo que dijo Taft en su interrogatorio. -Entramos en Elm Drive, donde pequeñas crestas de nieve fangosa le dan al asfalto una superficie dispareja, como la del océano por la noche-. ¿No me dijiste que Taft conoció a Richard Curry hace mucho tiempo?

– Sí. ¿Por qué?

– Porque le dijo a los policías que sólo conocía a Curry a través de Paul.

Apenas entramos en la zona norte del campus diviso a Paul en el patio que hay entre la biblioteca y el departamento de Historia, caminando hacia McCosh.

– ¡Paul! -grito por la ventanilla.

– ¿Qué haces? -le dice bruscamente Charlie mientras aparca junto al bordillo.

– ¡Lo he resuelto! -dice Paul, sorprendido de vernos-. Todo. Sólo necesito el plano. Tom, no vas a creer esto. Es la cosa más sor…

– ¿Qué? Dímelo.

Pero Charlie no está dispuesto a escuchar.

– No irás a ver a Taft -dice.

– No entiendes. He terminado…

– Escúchame -interrumpe Charlie-. Paul, sube al coche. Nos vamos a casa.

– Tiene razón -digo-. No debiste haber venido solo.

– Iré a ver a Vincent -dice Paul en voz baja, y comienza a caminar en dirección del despacho de Taft-. Sé lo que hago.

Charlie empieza a conducir marcha atrás, manteniéndose junto a Paul.

– ¿Crees que simplemente te dará lo que quieres?

– Es él quien me ha llamado, Charlie. Me ha dicho que lo haría.

– ¿Ha admitido que se lo robó a Curry? -pregunto-. ¿Por qué iba a darte el plano ahora?

– Paul -dice Charlie, parando el coche-. Taft no te dará nada.

Lo dice de tal forma que Paul se detiene.

Charlie baja la voz y explica lo que ha sabido por la periodista.

– Anoche, cuando la policía le preguntó a Taft si se le ocurría quién podía haberle hecho esto a Bill Stein, Taft dijo que se le ocurrían dos personas.

La expresión de Paul empieza a apagarse, el entusiasmo por el descubrimiento a decaer.

– El primero era Curry -dice Charlie-. El segundo eras tú. -Hace una pausa para que el énfasis cale-. Así que no me importa qué te haya dicho por teléfono. Tienes que alejarte de él.

Una vieja furgoneta blanca pasa rugiendo junto a nosotros. Bajo sus ruedas, la nieve cruje.

– Ayudadme, entonces -dice Paul.

– Lo haremos. -Charlie abre la puerta-. Te llevaremos a casa.

Paul se aprieta el abrigo.

– Ayudadme viniendo conmigo. Cuando Vincent me dé el plano, no lo necesitaré más. Charlie lo mira fijamente.

– Pero ¿es que no me has oído?

Sin embargo, hay un aspecto de todo esto que Charlie no comprende. No sabe lo que significa que Taft haya escondido el plano durante todo este tiempo.

– Estoy a punto de tenerlo en mis manos, Charlie -dice Paul-. Lo único que debo hacer es defender lo que he encontrado. ¿Y tú me dices que me vaya a casa?

– Mira -comienza Charlie-, sólo digo que necesitamos…

Pero lo interrumpo.

– Paul, iremos contigo.

– ¿Qué? -dice Charlie entre dientes.

– Vamos. -Abro la puerta del copiloto.

Paul se vuelve. No esperaba esto.

– Si está decidido a ir, con o sin nosotros -le digo a Charlie en voz baja, entrando de nuevo en el coche-, yo voy con él.

Paul comienza a caminar hacia McCosh mientras Charlie reconsidera su posición.

– Si estamos los tres, Taft no puede hacer nada -digo-. Lo sabes.

Charlie exhala lentamente, dejando en el aire una nube de vapor. Al final, abre un espacio en la nieve para el coche y saca la llave del contacto.

Nos abrimos paso aceleradamente entre la nieve hacia el edificio gris, pero tardamos una eternidad en llegar al despacho de Taft. La habitación está en las entrañas de McCosh, donde los pasillos son tan estrechos y las escaleras tan empinadas que tenemos que avanzar en fila india. Es difícil creer que Vincent Taft pueda respirar aquí dentro, no digamos ya moverse. Incluso yo tengo la sensación de ser demasiado grande para el lugar. Charlie debe de sentirse atrapado.

Miro hacia atrás, sólo para asegurarme de que sigue ahí. Su presencia tras nosotros, llenando los umbrales y cubriéndonos las espaldas, me da la confianza necesaria para seguir adelante. Ahora me doy cuenta de lo que antes fui incapaz de admitir: si Charlie no hubiera venido con nosotros, yo no podría haber seguido adelante.

Paul nos conduce por el último pasillo hacia la solitaria habitación del fondo. Como es fin de semana y estamos de vacaciones, la mitad de los despachos están cerrados y a oscuras. Sólo bajo la puerta blanca en la que hay una placa con el nombre de Taft se ve el desbordante resplandor de la luz. La pintura de la puerta está desconchada y en los bordes, donde se une a la jamba, se dobla sobre sí misma. En la parte inferior del panel hay una leve línea que ha perdido el color, la marca de la altura a la que llegó el agua tras una vieja inundación de los conductos de vapor que hay bajo el suelo del sótano. La mancha no ha sido repintada desde la llegada de Taft, hace una eternidad.

Cuando Paul levanta la mano para llamar, nos llega una voz de adentro.

– Llegas tarde -gruñe Taft.

El pomo chirría cuando Paul lo hace girar. Siento que Charlie se me pega a la espalda.

– Venga -susurra, empujándome hacia delante.

Taft está solo, sentado tras un gran escritorio antiguo, hundido en una silla de cuero. Ha puesto su abrigo de tweed sobre el espaldar de la silla y, con las mangas levantadas hasta los codos, corrige las páginas de un manuscrito con un bolígrafo rojo que en su puño parece diminuto.

– ¿Por qué han venido ellos? -pregunta.

– Dame el plano -dice Paul, yendo al grano.

Taft mira a Charlie y luego a mí.

– Sentaos -dice, señalando un par de sillas con dos dedos gruesos.

Echo una mirada alrededor, tratando de ignorarlo. Todas las paredes de este diminuto despacho están cubiertas de anaqueles de madera. En los espacios vacíos de los que se ha extraído un volumen hay un rastro de polvo. Hay un sendero gastado sobre la alfombra: marca el camino de Taft entre su escritorio y la puerta.

– Sentaos -repite Taft.

Paul está a punto de negarse cuando Charlie le da un leve empujón hacia la silla, ansioso por terminar con esto de una vez.

Taft hace una bola con un trapo que lleva en la mano y se limpia con él la boca.

– Tom Sullivan -dice, al notar por fin el parecido.

Asiento, pero no digo nada. Detrás de él, en la pared, hay una picota montada con las mandíbulas abiertas. El único toque de luz o de color de toda la habitación es el rojo del cuero marroquí de los libros encuadernados y el dorado de las páginas.

– Déjalo en paz -dice Paul, inclinándose hacia delante sobre la silla-. ¿Dónde está el plano?

Me sorprende la contundencia con que habla.

Taft chasquea la lengua y se lleva una taza de té a la boca. Tiene una expresión desagradable en los ojos, como si esperara que alguno de nosotros inicie una discusión. Finalmente se levanta de la silla de cuero, se sube aún más las mangas de la camisa, y se dirige pesadamente a un espacio entre las estanterías donde hay una caja fuerte empotrada en la pared. Introduce la combinación con una mano velluda, mueve la palanca y la puerta gira sobre sus bisagras. Mete la mano y saca un cuaderno de cuero.