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– Tienes suerte de que no haya sido peor -dice-. No hay fractura, pero los tejidos han sido dañados. Lo sentirás cuando los analgésicos ya no te hagan efecto. Ponte hielo dos veces al día. Luego tendrás que volver para que podamos echarle otra mirada.

La doctora despide un olor terrenal, como de sudor y jabón. Al recordar el botiquín de medicamentos que almacené después del accidente, se me ocurre que ahora sacará un bloc de recetas, pero no lo hace.

– Hay alguien que quiere hablar contigo -me dice en cambio.

En ese momento, debido al tono agradable en que lo dice, me imagino a un amigo en el pasillo, tal vez Gil, que ha regresado de los clubes, o incluso mi madre, que ha venido desde Ohio. De repente me doy cuenta de que ignoro cuánto tiempo ha pasado desde que me sacaron a rastras del subsuelo.

Pero en el umbral aparece una cara distinta, una cara que nunca he visto antes. Es una mujer, pero no es la doctora, y definitivamente no es mi madre. Es pesada y pequeña; lleva una falda redonda y negra que le llega a las pantorrillas y unas medias negras y opacas. La blusa blanca y la chaqueta roja le dan un aire maternal, pero lo primero que se me ocurre es que es una administradora de la universidad.

La doctora y la mujer intercambian miradas, luego intercambian posiciones: una entra y la otra sale. La mujer de las medias negras se detiene a poca distancia de la cama y le hace un gesto a Paul, pidiéndole que se acerque. Hablan sin que pueda oír lo que dicen, y luego, inesperadamente, Paul me pregunta si estoy bien, espera a que se lo confirme, y se va con un hombre que está junto a la puerta.

– Agente -dice la mujer-, ¿le importaría cerrar la puerta al salir?

Para mi sorpresa, el agente asiente y cierra la puerta, dejándonos a solas.

La mujer se acerca al lado de la cama, moviéndose como un pato, deteniéndose para echar una mirada a la cama que hay al otro lado de la cortina.

– ¿Cómo te encuentras, Tom? -Se sienta en la silla donde estaba Paul, y la silla desaparece. Tiene mejillas de ardilla; cuando habla, parece tenerlas llenas de nueces.

– No muy bien -digo con recelo. Inclino mi lado derecho hacia ella para mostrarle el vendaje.

– ¿Puedo traerte algo?

– No, gracias.

– Mi hijo estuvo aquí el mes pasado -dice distraídamente mientras se busca algo en el bolsillo de la chaqueta-. Para una apendectomía.

Estoy a punto de preguntarle quién es cuando se saca una pequeña cartera de cuero del bolsillo del pecho.

– Tom, soy la detective Gwynn. Quisiera que habláramos acerca de lo que ha sucedido hoy.

Abre la cartera para enseñarme la insignia, después se la vuelve a meter en el bolsillo.

– ¿Dónde está Paul?

– Hablando con el detective Martin. Me gustaría hacerte algunas preguntas acerca de Bill Stein. ¿Sabes quién era?

– El que murió anoche.

– Fue asesinado. -La detective deja que un silencio puntúe la última palabra-. ¿Lo conocía alguno de tus compañeros de habitación?

– Paul lo conocía. Trabajaban juntos en el Instituto de Estudios Avanzados.

La detective saca un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.

– ¿Conoces a Vincent Taft?

– Más o menos -digo, intuyendo algo más grande en el horizonte.

– ¿Has estado en su despacho esta mañana?

La presión se acumula en mis sienes.

– ¿Por qué?

– ¿Te has peleado con él?

– Yo no lo llamaría pelea.

Ella toma nota.

– ¿Estuvisteis en el museo anoche, tú y tu compañero de habitación?

La pregunta parece tener mil consecuencias posibles. Trato de recordar. Paul se cubrió las manos con los puños de la camisa cuando tocó las cartas de Stein. Nadie hubiera podido reconocernos las caras en la oscuridad.

– No.

La detective mueve los labios como hacen algunas mujeres para arreglarse el pintalabios. Soy incapaz de interpretar su lenguaje corporal. Al final, saca una hoja de papel de una carpeta y me la pasa. Es una fotocopia del registro que Paul y yo firmamos frente al guardia del museo. La fecha y la hora aparecen junto a nuestros nombres.

– ¿Cómo entrasteis a la biblioteca del museo?

– Paul tenía el código -digo, dándome por vencido-. Bill Stein se lo dio.

– El escritorio de Stein era parte de la escena del crimen. ¿Qué estabais buscando?

– No lo sé.

La detective me regala una mirada de simpatía.

– Creo que tu amigo Paul -dice- te ha metido en más problemas de los que crees.

Espero a que le ponga un nombre al asunto, un nombre legal, pero no lo hace. En cambio, dice:

– Es tu nombre el que aparece en la hoja de seguridad, ¿no es cierto? -Levanta el papel y me lo quita-. Y has sido tú quien ha agredido al profesor Taft.

– No lo he…

– Es curioso que tu amigo Charlie fuera quien trató de reanimar a Bill Stein.

– Charlie es estudiante de…

– ¿Pero dónde estaba Paul Harris?

Durante un momento desaparece la fachada. Una cortina se alza sobre sus ojos, y la matrona amable ha desaparecido.

– Tienes que comenzar a preocuparte por ti mismo, Tom.

No logro saber si es una amenaza o un consejo.

– Tu amigo Charlie está en el mismo barco -dice-. Si sobrevive. -Espera un instante para que sus palabras surtan efecto-. Sólo dime la verdad.

– Eso he hecho.

– Paul Harris salió del auditorio antes de que se acabara la conferencia del profesor Taft.

– Sí.

– Y sabía dónde estaba el despacho de Stein.

– Trabajaban juntos. Sí.

– ¿Fue idea suya que os introdujerais en el museo de arte?

– Paul tenía las llaves. No «nos introdujimos».

– Y fue idea suya hurgar en el escritorio de Stein.

Mejor no seguir contestando. No hay respuestas correctas en este momento.

– Cuando salisteis del despacho del profesor Taft, Paul huyó de la policía del campus, Tom. ¿Por qué lo hizo?

Pero no entendería las explicaciones, no quiere entenderlas. Sé bien adónde se dirige todo esto, pero sólo puedo pensar en lo que ha dicho de Charlie.

Si sobrevive.

– Es un estudiante de Sobresalientes, Tom. Y así es conocido en el campus. Y luego el profesor Taft descubrió lo del plagio. ¿Quién crees que se lo dijo a Taft?

Un ladrillo tras otro, como si se tratara de construir una pared entre dos amigos.

– William Stein -dice, consciente de que ya he perdido todo interés en ayudarla-. Imagina cómo se habrá sentido Paul, la furia que debe haber sentido.

De repente llaman a la puerta. Antes de que ninguno pueda decir una palabra, la puerta se abre.

– ¿Detective? -dice otro agente.

– ¿Qué pasa?

– Hay alguien aquí que quiere hablar con usted.

– ¿Quién?

Echa una mirada a la tarjeta que lleva en la mano.

– Un decano de la Universidad.

La detective permanece un instante sentada, luego se levanta y se dirige a la puerta.

Cuando se ha ido, se produce un tenso silencio en la habitación. Después de un rato, cuando ha pasado tiempo suficiente y no ha regresado, me incorporo en la cama y busco mi camisa. Estoy harto de los hospitales, y soy capaz de cuidarme el brazo por mi cuenta. Quiero ver a Charlie; quiero saber qué le han dicho a Paul. Veo que mi chaqueta cuelga del perchero. Comienzo a desplazarme con cautela para salir de la cama.

En ese instante, la puerta se abre. La detective Gwynn está de vuelta.

– Puedes irte. La oficina del decano se pondrá en contacto contigo. -Tan sólo puedo especular acerca de lo que ha ocurrido allá fuera. La mujer me entrega su tarjeta y me mira de cerca. Pero quiero que pienses en lo que te he dicho, Tom.

Le indico que así lo haré. Parece que le gustaría añadir algo más, pero decide callarse. Sin decir otra palabra, se da la vuelta y se va.

Cuando la puerta se cierra, otra mano la abre. Me paralizo esperando ver entrar al decano, pero esta vez es una cara amable. Gil ha llegado, y trae regalos. Lleva en la mano izquierda exactamente lo que necesito en este momento: una muda de ropa limpia.