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Me miró, destrozada hasta un punto que le resultaba vergonzoso, y yo sólo podía pensar en una cosa. Hubo una noche, poco después del accidente, en que acusé a mi madre de no preocuparse por mi padre. «Si lo hubieras amado -le dije-, lo habrías apoyado en su trabajo.» La expresión de su rostro (no puedo ni siquiera describirla) me reveló que no había nada más vergonzoso en el mundo que lo que acababa de decir.

– Te quiero -le dije a Katie, dando un paso hacia ella para que pudiera apoyar su cara en mi camisa y ser invisible durante un instante-. Lo siento mucho.

Y fue en ese momento, creo, que la marea empezó a cambiar. Mi estado terminal, el adulterio que había creído llevar en los genes, empezó a perder fuerza sobre mí. El triángulo comenzaba a derrumbarse. En su lugar quedaron dos puntos, una estrella binaria, separados por la distancia más pequeña posible.

Siguió un embrollo de silencios, todas las cosas que Katie necesitaba decir pero sabía innecesarias, todo lo que yo quería decir pero no sabía cómo.

– Se lo diré a Paul -le dije. Era lo mejor, lo más honesto que podía hacer-. Dejaré de trabajar en el libro.

Redención. Percatarse de que no era mi intención dar pelea, de que por fin me había dado cuenta de lo que realmente le convenía a mi felicidad, fue suficiente para que Katie hiciera algo que tenía guardado para después, cuando yo hubiera vuelto al redil definitivamente. Me besó. Y ese instante de contacto, como el rayo que le dio al monstruo la segunda vida, generó un nuevo comienzo.

Esa noche no vi a Paul; la pasé con Katie, y acabé por informarle a él de mi decisión a la mañana siguiente, en Dod. Tampoco él pareció sorprendido. Me había visto sufrir tanto con Colonna, que imaginaba que arrojaría la toalla a la primera señal de alivio. Charlie y Gil lo habían persuadido de que era lo mejor que se podía hacer, de todas formas, y no me lo reprochó. Tal vez pensó que volvería. Tal vez había avanzado tanto con los acertijos que se creyó capaz de resolverlos solo. Fuera lo que fuese, cuando por fin le hablé de mis razones -la lección de Jenny Harlow y el grabado de Carracci- se mostró de acuerdo. Por su expresión era evidente que sabía más que yo de Carracci, pero nunca me corrigió. Paul, que tenía más razones que cualquiera para considerar una interpretación mejor que otra, y para saber que entre la correcta y las demás hay una diferencia inmensa, se portó con generosidad ante mi forma de ver las cosas, igual que lo había hecho siempre. Era más que su forma de demostrar respeto, me parece; era su forma de demostrar amistad.

– Es mejor amar algo que pueda corresponderte -me dijo.

No necesitó añadir nada más.

Así pues, lo que comenzó como la tesina de Paul volvió a ser la tesina de Paul. Al principio parecía que lograría terminarla por su cuenta. El cuarto acertijo, que me había derrotado estrepitosamente, Paul lo resolvió en tres días. Sospecho que ya antes tenía su propia teoría, pero me la había ocultado porque sabía que de todas formas yo no hubiera aceptado sus consejos. La respuesta estaba en un libro titulado Hierogliphica, de un hombre llamado Horapollo. El libro salió a la luz en la Italia renacentista en la década de 1420; su autor se decía capaz de resolver los eternos problemas de interpretación de los jeroglíficos egipcios. Horapollo, a quien los humanistas recibieron como una especie de antiguo sabio egipcio, era en realidad un erudito del siglo v que escribía en griego y probablemente no sabía de jeroglíficos más de lo que sabe un esquimal de veranos. Algunos de los símbolos de su Hierogliphica incluyen animales que ni siquiera son egipcios. De todas formas, en medio del fervor humanista por todo nuevo conocimiento, el texto fue extremadamente popular, al menos en los pequeños círculos donde la popularidad extrema y las lenguas muertas no se excluían mutuamente.

La lechuza, según Horapollo, es un símbolo de la muerte, «pues la lechuza desciende súbitamente sobre los cuervos más jóvenes en medio de la noche, tal como desciende la muerte sobre los hombres». El águila de pico curvo, escribió Horapollo, representa un viejo muriendo de hambre, «pues cuando el águila envejece, curva su pico y muere de hambre». El escarabajo ciego, finalmente, es un jeroglífico que representa a un hombre muerto de insolación, «pues el escarabajo muere cuando el sol lo ciega». A pesar de lo críptico que pueda parecer el razonamiento de Horapollo, lo cierto es que Paul supo inmediatamente que había llegado a la fuente correcta. Y pronto vio lo que los tres animales tenían en común: la muerte. Aplicando la palabra latina, mors, como clave, descubrió el cuarto mensaje de Colonna.

Tú que tan lejos has llegado estás en compañía de los filósofos de mi época, que en tu época son quizás polvo del tiempo, pero en la mía fueron gigantes de la humanidad. Pronto he de entregarte la carga de lo restante, pues hay mucho que contar y temo que mi secreto se propague con demasiada facilidad. Pero antes, por deferencia a tus logros, te ofrezco los inicios de mi historia, y así sabrás que no te he conducido en vano hasta aquí.

Hay en la tierra de mis hermanos un predicador que ha cubierto con gran pestilencia a los amantes del conocimiento. Lo hemos combatido con todo nuestro ingenio, con toda nuestra influencia, pero este hombre sólo ha levantado a nuestros compatriotas en contra nuestra. En las plazas, desde los pulpitos, los arenga, y los hombres vulgares de todas las naciones se alzan en armas para embestirnos. Igual que Dios, por celos, echó abajo la torre de la llanura de Shinar, que los hombres construyeron para llegar al cielo, así Él levanta el puño contra nosotros que intentamos algo semejante. Hace mucho tiempo tuve la esperanza de que los hombres desearan liberarse de su ignorancia, igual que el esclavo desea liberarse de su esclavitud. Es ésta una condición que no conviene a nuestra dignidad y es contraria a nuestra naturaleza. Sin embargo, descubro ahora que la raza de los hombres es cobarde, una perversión como la lechuza de mi acertijo, la cual, aunque pueda disfrutar del sol, prefiere la oscuridad. Tras la terminación de mi cripta, lector, dejarás de oír de mí. Ser príncipe entre gentes como éstas es ser un pordiosero en un castillo. Este libro será mi único hijo; quiérase que viva largo tiempo y que te sirva bien.

Paul se detuvo a duras penas a contemplar el texto y siguió con el quinto y último acertijo, que había encontrado mientras yo todavía me peleaba con el cuarto: «¿Dónde se encuentran la sangre y el espíritu?».

– Es el asunto filosófico más viejo del libro -me dijo, mientras yo me entretenía en la habitación preparándome para una noche con Katie.

– ¿Qué asunto?

– La intersección de mente y cuerpo, la dualidad entre la carne y el espíritu. La vemos en Agustín, en Contra Manichaeos. La vemos en la filosofía moderna. Descartes pensó que podía ubicar el alma en los alrededores de la glándula pineal, en el cerebro.

Continuó en ese sentido, pasando las páginas de un libro de Firestone y farfullando filosofía, mientras yo preparaba las cosas.

– ¿Qué lees? -le pregunté, sacando mi copia del Paraíso perdido para llevármela conmigo.

– Galeno -dijo Paul.

– ¿Quién?

– El segundo padre de la medicina occidental después de Hipócrates.

Lo recordaba bien. Charlie había estudiado a Galeno en clase de Historia de la Ciencia. Según los estándares del Renacimiento, sin embargo, Galeno ya no era ningún niño: había muerto mil trescientos años antes de la publicación de la Hypnerotomachia.

– ¿Para qué?

– Creo que el acertijo es sobre anatomía. Colonna debió creer que había un órgano en el cuerpo donde se encontraban la sangre y el espíritu.

Charlie apareció en la puerta con los restos de una manzana en la mano.

– ¿De qué habláis, aficionados? -dijo al oír que se hablaba de medicina.

– Un órgano como éste -dijo Paul, ignorándolo-. La rete mirabile. -Señaló un diagrama del libro-. Una red de nervios y vasos sanguíneos en la base del cerebro. Galeno pensaba que era aquí donde los espíritus de la vida se transformaban en espíritus animales.