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– Sí, pero se dice que Moscú ha transmitido a los comisarios políticos la orden de que hagan batirse a sus tropas delante de Shanghai. La insurrección aquí podría entonces acabar mal…

– ¿Para qué esas órdenes?

– Para hacer derrotar a Chiang Kaishek, destruir su prestigio y sustituirle por un general comunista, a quien correspondería entonces el honor de la toma de Shanghai. Es casi seguro que la campaña contra Shanghai ha sido emprendida sin el asentimiento del Comité Central de Han-Kow.

Los mismos informadores afirman que el estado mayor rojo protesta contra ese sistema…

Ferral era interesado, aunque escéptico. Continuó la lectura del discurso:

Abandonado por gran número de sus miembros; muy incompleto, el Comité Central ejecutivo de Han-Kow entiende, sin embargo, que es la autoridad suprema del Partido Kuomintang… Sé que Sun-Yat-Sen ha admitido a los comunistas como auxiliares del Partido. No he hecho nada contra ellos, y con frecuencia he admirado sus bríos. Pero ahora, en lugar de contentarse con ser auxiliares, se las dan de maestros y pretenden gobernar el Partido con violencia e insolencia. Les advierto que me opondré a esas pretensiones exageradas, que sobrepasan cuanto fue estipulado al admitírseles…

Emplear a Chiang Kaishek resultaba posible. El gobierno presente no significaba nada, sino a causa de su fuerza (la perdía con la derrota de su ejército) y del miedo que los comunistas del ejército revolucionario inspiraban a la burguesía. Muy pocos hombres tenían interés en su mantenimiento. Detrás de Chiang estaba un ejército victorioso y toda la pequeña burguesía china.

– ¿Nada más? -preguntó en voz alta.

– Nada, señor Ferral.

– Gracias.

Bajó la escalera, se encontró a la mitad con una Minerva castaña en traje de sport, con una soberbia máscara inmóvil. Era una rusa del Cáucaso, que pasaba por ser la querida de Martial.

«Quisiera saber la cara que pones cuando gozas», pensó.

– Perdón, señora.

Siguió adelante, con una inclinación subió en su auto, que comenzó a hundirse entre la multitud, contra la corriente, esta vez. El claxon aullaba en vano, impotente contra la fuerza del éxodo, contra el bullir milenario que levantan ante si las invasiones. Modestos comerciantes, como balanzas, con los dos platillos al aire y los balancines enloquecidos, calesines y carretillas dignas de los emperadores de Tang, enfermos y jaulas. Ferral avanzaba contra todos los ojos a los que la angustia hacía mirar hacia adentro; si su vida agrietada debía derrumbarse que fuera en aquella baraúnda, entre aquellas desesperaciones despavoridas que llegaban a golpear los cristales de su auto. Como si, herido, hubiese meditado sobre el sentido de su vida, amenazado en sus empresas, meditaba sobre ellas, y sentía, además, en qué punto era vulnerable. Ni por pienso había elegido el combate; se había visto obligado a emprender sus negocios chinos para facilitar salidas nuevas a su producción de la Indochina. Jugaba aquí una partida de espera: apuntaba a Francia. Y ya no podía esperar mucho tiempo.

Su mayor debilidad procedía de la ausencia de Estado. El desarrollo de tan vastos negocios era inseparable de los gobiernos. Desde su juventud -todavía en el Parlamento había sido presidente de la Sociedad de Energía Eléctrica y de Aparatos, que fabricaba el material eléctrico del Estado francés; después había organizado la transformación del puerto de Buenos Aires-, siempre había trabajado para ellos. Integro, con esa integridad orgullosa que rechaza las comisiones y recibe los pedidos, había esperado de las colonias de Asia el dinero que necesitaba después de su caída; porque no quería jugar de nuevo, sino cambiar las reglas del juego. Apoyado en la situación personal de su hermano, superior a su función de director del Movimiento General de Fondos; habiendo permanecido a la cabeza de uno de los poderosos grupos financieros franceses, Ferral había hecho aceptar al Gobierno General de la Indochina -sus mismos adversarios no tenían inconveniente en suministrarle medios para que abandonase Francia- la ejecución de 400 millones de trabajos públicos. La República no podía rehusar al hermano de uno de sus más altos funcionarios la ejecución de aquel programa civilizador; éste fue excelente, y sorprendió en aquel país, donde hasta la combinación reina en unión de la indolencia. Ferral sabía obrar. Una buena acción nunca se pierde: el grupo pasó a la industrialización de la Indochina. Poco a poco, fueron apareciendo: dos establecimientos de crédito (financiero y agrícola); cuatro sociedades de cultura: heveas, culturas tropicales, algodonerías y azucareras, controlando la transformación inmediata de sus materias primas en productos manufacturados; tres sociedades mineras: carbón de hulla, fosfatos y minas de oro, y un anexo de «explotación de salinas»; cinco sociedades industriales: alumbrado y energía, electricidad, fábricas de vidrio, fábrica de papel e imprentas; tres sociedades de transportes: en caballería, de remolque y tranvías. En el centro, la sociedad de trabajos públicos, reina de aquel pueblo de esfuerzos, de rencor y de papel, madre o comadrona de casi todas aquellas sociedades hermanas, ocupadas en vivir mediante provechosos incestos, supo hacerse adjudicar la construcción del ferrocarril del Centro de Annam, cuyo trazado -¿quién lo hubiera creído?- atravesó la mayor parte de las concesiones del grupo Ferral. «Esto no iba mal», decía el vicepresidente del consejo de administración a Ferral, quien callaba, ocupado en colocar sus millones formando escala para subir a ella y vigilar París.

Hasta con el proyecto de una nueva sociedad china en cada bolsillo, no pensaba más que en París. Volver a Francia lo bastante rico para comprar la agencia Havas o tratar con ella; reanudar el juego político, y, una vez llegado prudentemente al ministerio, jugarse la unión del ministerio y de una opinión pública comprada contra el Parlamento. Allí estaba el poder. Pero ahora ya no se trataba de tales sueños: la proliferación de sus empresas indochinas había embargado por completo al grupo Ferral en la penetración comercial de la cuenca del Yang-Tsé; Chiang Kaishek marchaba sobre Shanghai con el ejército revolucionario; la multitud, cada vez más densa, se aglomeraba a sus puertas. No había ni una de las sociedades poseídas o intervenidas en China por el Consorcio Francoasiático que no fuera afectada; las de construcciones navales, en Hong-Kong, por la inseguridad de la navegación; todas las demás -trabajos públicos, construcciones, electricidad, seguros y bancos-, por la guerra y por la amenaza comunista. Lo que importaban se quedaba en sus almacenes de Hong-Kong o de Shanghai; lo que exportaban, en los de Han-Kow y, a veces, en el muelle.

El auto se detuvo. El silencio -la multitud china es, de ordinario, una de las más ruidosas- anunciaba como un fin del mundo. Un cañonazo. ¿El ejército revolucionario, tan cerca? No; era el cañón de las doce. La multitud se apartó; el auto no arrancó. Ferral agarró el tubo acústico. No obtuvo respuesta: ya no tenía chófer ni ayudante.

Permanecía inmóvil, estupefacto, en aquel auto inmóvil, que la multitud rodeaba pesadamente. El tendero más próximo salió, con un enorme postigo sobre los hombros; se volvió, y faltó poco para que rompiese el cristal del auto: cerraba su almacén. A la derecha, a la izquierda y al frente, otros tenderos, otros artesanos salieron con un postigo cubierto de caracteres sobre los hombros: la huelga general comenzaba.

Aquello no era ya la huelga de Hong-Kong, puesta en marcha lentamente, épica y lúgubre: era una maniobra del ejército. A una distancia tan grande como su vista podía alcanzar, no quedaba ya ni un solo almacén abierto. Había que marcharse cuanto antes; se apeó y llamó a un pousse. El coolie no le respondió; corría a grandes zancadas hacia su coche de alquiler, tan solo, a la sazón, sobre la calzada, como el auto abandonado: la multitud iba a refluir hacia las aceras. «Temen a las ametralladoras», pensó Ferral. Los niños, dejando de jugar, huían por entre las piernas de la gente, a través de la actividad pululante de las aceras. Silencio, lleno de vidas, a la vez lejanas y muy próximas, como el de un bosque saturado de insectos; la llamada de un crucero ascendió, se perdió después. Ferral caminaba hacia su casa tan de prisa como podía con las manos en los bolsillos y los hombros y el mentón echados hacia adelante. Dos sirenas reanudaron juntas, una octava más alto, el grito de la que acababa de extinguirse, como si un animal enorme, envuelto en aquel silencio, hubiese anunciado así su proximidad. La ciudad entera estaba en acecho.