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El vapor viró 90 grados, llegó sobre el Shang-Tung. La corriente, poderosa a aquella hora, le cogía de través; el vapor, muy alto (estaba al pie de él), parecía partir a toda velocidad en la noche, como un buque fantasma. El maquinista impulsó al motor toda su fuerza: el Shang-Tung pareció aminorar la marcha, inmovilizarse, retroceder. Se acercaron a la escala de saltillo. Katow la agarró al pasar; de un salto, se encontró sobre la escalera.

– ¿El documento? -preguntó el hombre del saltillo.

Katow se lo entregó. El hombre lo transmitió y permaneció en su puesto, con el revólver empuñado. Era preciso, pues, que el capitán reconociese su propio documento; era probable que lo hubiese hecho, cuando Clappique se lo había comunicado. Sin embargo… Bajo el saltillo, el vapor, sombrío, subía y bajaba con el movimiento del río.

Volvió el mensajero. «Puede usted subir.» Katow no se movió; uno de sus hombres, que llevaba galones de teniente (el único que hablaba inglés), abandonó el vapor subió y siguió al marinero mensajero, que le condujo adonde estaba el capitán.

Éste, un noruego rapado, de mejillas barrosas, le esperaba en su camarote, detrás de su pupitre. El mensajero salió.

– Venimos a recoger las armas -dijo el teniente en inglés.

El capitán le miró sin responder, estupefacto. Los generales habían pagado siempre las armas; la venta de éstas había sido negociada clandestinamente, hasta el envío del intermediario Tang-Yen-Ta por el agregado de su consulado, contra una justa retribución. Si no cumplían ya sus compromisos respecto de los importadores clandestinos, ¿quiénes los iban a abastecer? Pero, puesto que no había negocio más que en el gobierno de Shanghai, podía tratarse de salvar las armas.

– Well! Aquí está la llave.

Se registró el bolsillo interior de la americana, tranquilamente, sacó, de pronto, su revólver y lo asestó a la altura del pecho del teniente, del que no le separaba más que la mesa. En el mismo instante, oyó detrás de él: «¡Arriba las manos!» Katow, por la ventana abierta que daba al callejón de combate, le apuntaba. El capitán ya no comprendía nada, porque aquél era un blanco: pero, por lo pronto, no había que insistir. Las cajas de armas no valían lo que su vida. «Un viaje que habrá de pasar a pérdidas y ganancias.» Vería lo que podía intentar con su equipo. Dejó su revólver, que recogió el teniente.

Katow entró y lo registró: no tenía otra arma.

– No valía la pena, absolutamente, tener tantos revólveres a bordo para no llevar más que uno solo consigo -dijo, en inglés. Seis hombres de los suyos entraban detrás de él, uno a uno, en silencio. El andar pesado, el aspecto recio, la nariz al aire de Katow y sus cabellos, de un rubio claro, eran los de un ruso. ¿Escocés? Pero aquel acento…

– Usted no es del gobierno, ¿verdad?

– No te ocupes de eso.

Llevaban al segundo, debidamente atado por la cabeza y por los pies, sorprendido durante su sueño. Los hombres ataron fuertemente al capitán. Dos de ellos se quedaron para vigilarle. Los otros descendieron con Katow. Los hombres del equipo que eran del partido les enseñaron dónde estaban escondidas las armas; la única precaución de los importadores de Macao había consistido en escribir sobre las cajas: «Piezas sueltas.» Empezaron a trasladarlas. Con la escala de saltillo echada, se hizo con facilidad, pues las cajas eran pequeñas. Cuando estuvo la última caja en el vapor, Katow fue a destruir el puesto de T.S.H.; luego pasó adonde estaba el capitán.

– Si tiene usted demasiada prisa por bajar a tierra, le prevengo que lo bajaremos del todo al volver la primera esquina de una calle. ¡Buenas noches!

Pura fanfarronería; pero las cuerdas, que se introducían en los brazos de los prisioneros, le daban fuerza.

Los revolucionarios, acompañados por los hombres del equipo que les habían informado, volvieron al vapor; éste se apartó del saltillo, se dirigió hacia el muelle sin desviarse esta vez. Sacudidos por el vaivén, los hombres se cambiaban de traje, encantados pero ansiosos: hasta que llegasen a la orilla, nada estaba seguro.

Allí los esperaba un camión, con Kyo sentado al lado del chófer.

– ¿Qué hay?

– Nada. Negocios de principiantes.

Terminado el trasbordo, el camión partió, llevándose a Kyo, Katow y cuatro hombres, uno de los cuales había conservado el uniforme. Los demás se dispersaron.

Corría a través de las calles de la ciudad china, con un ronquido que a cada sacudida ahogaba un estrépito de latas: los costados, cerca de los enrejados, estaban provistos de tambores de petróleo. Se detenían en cada tchon importante: tienda, bodega, departamento. Una caja era descargada; fija en un lado, una nota cifrada de Kyo determinaba el reparto de armas, algunas de las cuales debían ser distribuidas a las organizaciones de combate secundarias. Apenas si el camión se detenía unos cinco minutos. Pero tenía que visitar más de veinte puestos.

No tenían que temer más que la traición: aquel camión ruidoso, conducido por un chófer con uniforme del ejército gubernamental, no despertaba desconfianza alguna. Encontraron una patrulla. «Soy el lechero que hace su reparto», pensó Kyo.

El día llegaba.

Parte Segunda 22 de marzo

11 de la mañana

«Esto marcha mal», pensó Ferral. Su auto -el único Voisin de Shanghai, pues el presidente de la Cámara de Comercio francesa no podía emplear un coche americano- corría a lo largo del muelle. A la derecha, bajo los estandartes verticales cubiertos de rótulos: «No más doce horas de trabajo al día.» «No más trabajo para los niños menores de ocho años», millares de obreros de las hilanderías estaban en pie, acurrucados sobre la acera, en un desorden completo. El auto pasó por delante de un grupo de mujeres, reunidas bajo un cartel en que se leía: «Derecho de asiento para las obreras.» Hasta el arsenal estaba vacío: los metalúrgicos se hallaban en huelga. A la izquierda millares de marineros en harapos azules, sin banderas, esperaban, acurrucados, a lo largo del río. La multitud de los manifestantes se perdía, por el lado del muelle, hasta el fondo de las calles perpendiculares; por la parte del río, se agarraba a los pontones y ocultaba el límite del agua. El coche abandonó el muelle y entró en la avenida de las Dos Repúblicas. Apenas avanzaba, empotrado, ahora, en el movimiento de la multitud china, que se volcaba de todas las calles hacia el refugio de la concesión francesa. Como un caballo de carrera adelanta a otro con la cabeza, el pescuezo, el pecho, la multitud «adelantaba» el auto lentamente, constantemente. Carretillas de una rueda, con cabezas de bebé que colgaban entre unos tazones; carretas de Pekín; pousse-pousse; caballitos peludos; coches de mano; camiones cargados con sesenta personas; colchones monstruosos, poblados de todo un mobiliario, erizados de patas de mesa; gigantes que protegían con sus brazos extendidos, de cuyo extremo pendía una jaula con un mirlo, a mujeres pequeñitas, con las espaldas cubiertas de niños… El chófer pudo, por fin, volver a introducirse en una de las calles, también llena de gente, pero donde el estruendo del claxon rechazaba a la multitud a algunos metros delante del auto. Llegó a los vastos edificios de la policía francesa. Ferral subió la escalera casi corriendo.

A pesar de sus cabellos echados hacia atrás, de su indumentaria chinesca, casi de sport, y de su camisa de seda gris, su semblante conservaba algo de 1900, de su juventud. Se sonreía de las gentes «que se disfrazan de capitanes de industria», lo que le permitía disfrazarse de diplomático: no había renunciado más que al monóculo. El bigote caído, casi gris, que parecía prolongar la línea abatida de la boca, daba al perfil una expresión de fina brutalidad; la fuerza estaba en cómo concordaban la nariz respingona y el mentón medio bolsudo, mal afeitado aquella mañana: los empleados de los servicios de distribución de agua estaban en huelga, y el agua calcárea, llevada por los coolies, disolvía mal el jabón. Desapareció en medio de los saludos.