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En el fondo del despacho de Martial, director de policía, un indicador chino, hércules paternal, preguntaba:

– ¿Nada más, señor jefe?

– Trabaje también para desorganizar el sindicato -respondía Martial, vuelto de espaldas-. ¡Y hágame el favor de acabar con ese trabajo estúpido! Merecería usted que se le pusiese en la calle: ¡la mitad de sus hombres revientan de complicidad! Yo no le pago para mantener cuadrillas de revolucionarios que no se atreven a decir francamente que lo son: la policía no es una fábrica de facilitar coartadas. A todos los agentes que trafiquen con el Kuomintang, échelos usted a la calle, y que yo no tenga que volver a decírselo. ¡Y procure usted comprender, en lugar de mirarme como un idiota! ¡Si yo no conociera la psicología de mi gente mejor que usted la de la suya, estaríamos frescos!

– Señor…

– Arreglado. Entendido. Clasificado. Lárguese cuanto antes. Buenos días, señor Ferral.

Acababa de volverse: una carita militar de amplias facciones regulares e impersonales, menos significativas que sus hombros.

– Buenos días, Martial. ¿Qué hay?

– Para guardar la vía férrea, el gobierno se ve obligado a inmovilizar millares de hombres. No se puede hacer nada contra un país entero, ¿sabe?, a menos que se disponga de una policía como la nuestra. La única cosa con la cual el gobierno puede contar es con el tren blindado y con sus instructores blancos. Es una cosa seria.

– Una minoría soporta aún a una mayoría de imbéciles. En fin; bien está.

– Todo depende del frente. Aquí van a tratar de sublevarse. Y tal vez les cueste caro, porque apenas están armados.

Ferral no podía hacer más que escuchar y esperar, que era lo que más detestaba en el mundo. Las negociaciones entabladas por los jefes de los grupos anglosajones y japoneses, por él y por algunos consulados, con los intermediarios de que rebosan los grandes hoteles de las concesiones, continuaban sin conclusión. Aquella tarde, quizá…

En manos del ejército revolucionario Shanghai, sería preciso que el Kuomintang eligiese al fin entre la democracia y el comunismo. Las democracias tienen siempre buenos clientes. Y una sociedad puede obtener beneficios sin apoyarse en los tratados. Por el contrario, sovietizada la ciudad, el Consorcio Francoasiático -y con él todo el comercio francés de Shanghai- se derrumbaría; Ferral suponía que las potencias abandonarían a sus nacionales, como había hecho Inglaterra en Han-Kow. Su objeto inmediato consistía en que la ciudad no fuese tomada antes de la llegada del ejército; en que los comunistas no pudiesen hacer nada solos.

– ¿Cuántas tropas hay además del tren blindado?

– Dos mil hombres de policía y una brigada de infantería, señor Ferral.

– ¿Y de revolucionarios capaces de hacer otra cosa que no sea charlar?

– Armados, algunos centenares apenas… En cuanto a los demás, no creo que merezca la pena hablar de ellos. Como aquí no hay servicio militar, no saben servirse de un fusil: no lo olvide usted. Esos muchachos, en febrero, eran dos o tres mil, contando a los comunistas… Son, sin duda, un poco más numerosos ahora.

Pero, en febrero, el ejército del gobierno no estaba destruido.

– ¿Cuántos le seguirán? -continuó Martial-. Porque, vea usted, señor Ferral, que con eso no adelantamos mucho. Hay que conocer la psicología de los jefes… La de los hombres la conozco un poco. El chino, ya ve usted…

Algunas veces -pocas- Ferral miraba al director como lo hacía en aquel momento, lo que bastaba -para hacerle callar. Expresión menos de desprecio y de irritación que de juicio: Ferral no decía con su voz cortante y un poco mecánica: «¿Va a durar esto mucho tiempo?»; pero lo expresaba. No podía soportar que Martial atribuyese a su perspicacia los informes de sus indicadores.

Si Martial se hubiese atrevido a ello, él habría respondido: «¿Qué es lo que eso puede importarle?» Estaba dominado por Ferral, y sus relaciones con él habían sido establecidas mediante órdenes a las que no tenía más remedio que someterse; humanamente, incluso, lo consideraba más fuerte que él; pero no podía soportar aquella insolente indiferencia, aquella manera de reducirle al estado de máquina, de negárselo todo en cuanto pretendía hablar como un individuo, y no transmitirle los informes. Los parlamentarios en misión le habían hablado de la acción de Ferral, antes de su caída, en los Comités de la Cámara. Con cualidades que prestaban a sus discursos su claridad y su fuerza, hacía en las sesiones tal empleo de ellas, que sus colegas le detestaban más cada año: tenía un talento único para refutarles su existencia. Cuando un Jaurès o un Briand le conferían una vida personal de la que ellos estaban tan frecuentemente privados, le daban la ilusión de hacer llamada a cada uno de ellos, de querer convencerlos, de atraerlos a una complicidad en la que los hubiese reunido una común experiencia de la vida y de los hombres. Ferral levantaba toda una arquitectura de hechos y terminaba con: «Frente a tales condiciones, señores, sería, pues, de toda evidencia absurdo…» Obligaba o pagaba. Martial comprobaba que aquello no habría cambiado.

– ¿Y por la parte de Han-Kow? -preguntó Ferral.

– Hemos recibido informaciones esta noche. Allí hay 220 000 obreros sin trabajo, con los cuales se puede hacer un nuevo ejército rojo…

Desde hacía semanas las existencias de tres de las compañías que Ferral controlaba se pudrían al lado del suntuoso muelle: los coolies se negaban a realizar todo transporte.

– ¿Qué noticias hay acerca de las relaciones de los comunistas con Chiang Kaishek?

– Ahí está su último discurso -contestó Martial-. Yo apenas creo en los discursos, ¿sabe?

– Yo, sí. En éste, al menos. Poco importa.

El timbre del teléfono. Martial cogió el receptor.

– Es para usted, señor Ferral.

– ¿Quién es?… Sí.

– …

– Le tienden un lazo para desorientarle. Es hostil a la intervención; esta convencido. Sólo se trata de saber si es preferible atacarle como pederasta o afirmar que está pagado. Eso es todo.

– …

– Bien entendido que no es ni lo uno ni lo otro. Además, no me gusta que uno de mis colaboradores me crea capaz de atacar a un hombre a propósito de una tara sexual que realmente presentase. ¿Me toma usted por un moralista? Adiós.

Martial no se atrevía a preguntarle nada. Que Ferral no le pusiese al corriente de sus proyectos, no dijese lo que esperaba de sus conciliábulos con los miembros más activos de la cámara de comercio internacional y con los jefes de las grandes asociaciones de comerciantes chinos, le parecía a la vez insultante y frívolo. Sin embargo, si es vejatorio para un director de policía no saber lo que hace, lo es más aún perder el puesto. Ahora bien: Ferral, nacido en la República como en una reunión de familia, con la memoria repleta de los semblantes benevolentes de los antiguos señores que eran Renan, Berthelot y Victor Hugo; hijo de un gran jurisconsulto; catedrático, por oposición, de historia a los veintisiete años; director a los veintinueve, de la primera historia colectiva de Francia, diputado muy joven (servido por la época que había hecho a Poincaré y a Barthou ministros antes de los cuarenta años); presidente del Consorcio Francoasiático; Ferral, a pesar de su caída política, poseía en Shanghai una potencia y un prestigio por lo menos iguales a los del cónsul general de Francia, del cual era, además, amigo. El director, pues, era con él respetuoso y cordial. Le tendió el discurso.

He gastado 18 millones de piastras en todo, y he tomado seis provincias en cinco meses. Que los descontentos busquen, si quieren, otro general en jefe que gaste tan poco y haga tanto como yo…

– Con toda evidencia, la cuestión del dinero estaría resuelta mediante la toma de Shanghai -dijo Ferral-. Las aduanas le darían 7 millones de piastras al mes, casi lo que hace falta para cubrir el déficit del ejército.