– Y ya ves, todo por gusto -dijo Fushía-. Me he sacrificado más que cualquiera, nadie ha arriesgado tanto como yo, viejo. ¿Es justo que acabe así, Aquilino?

– Son cosas de Dios, Fushía -dijo Aquilino-. A nosotros no nos toca juzgar eso.

Una calurosa madrugada de diciembre arribó a Pinta un hombre. En una mula que se arrastraba penosamente, surgió de improviso entre las dunas del sur: una silueta con sombrero de alas anchas, envuelta en un poncho ligero. A través de la rojiza luz del alba, cuando las lenguas del sol comienzan a reptar por el desierto, el forastero descubriría alborozado la aparición de los primeros matorrales de cactus, los algarrobos calcinados, las viviendas blancas de Castilla que se apiñan y multiplican a medida que se acercan al río. Por la densa atmósfera avanzó hacia la ciudad, que divisaba ya, a la otra orilla, reverberando como un espejo. Cruzó la única calle de Castilla, desierta todavía y, al llegar al Viejo Puente, desmontó. Estuvo unos segundos contemplando las construcciones de la otra ribera, las calles empedradas, las casas con balcones, el aire cuajado de granitos de arena que descendían suavemente, la maciza torre de la catedral con su redonda campana color hollín y, hacia el norte, las manchas verdosas de las chacras que siguen el curso del río en dirección a Catacaos. Tomó las riendas de la mula, cruzó el Viejo Puente y, golpeándose a ratos las piernas con el fuete, recorrió el jirón principal de la ciudad, aquel que va, derecho y elegante, desde el río hasta la plaza de Armas. Allí se detuvo, ató el animal a un tamarindo, se sentó en la tierra, bajó las alas de su sombrero para defenderse de la arena que acribillaba sus ojos sin piedad. Debía haber realizado un largo viaje: sus movimientos eran lentos, fatigados. Cuando, acabada la lluvia de arena, los primeros vecinos asomaron a la plaza enteramente iluminada por el sol, el extraño dormía. A su lado yacía la mula, el hocico cubierto de baba verdosa, los ojos en blanco. Nadie se atrevía a despertarlo. La noticia se propagó por el contorno, pronto la plaza de Armas estuvo llena de curiosos que, dándose codazos, murmuraban acerca del forastero, se empujaban para llegar junto a él. Algunos se subieron a la glorieta, otros lo observaban encaramados en las palmeras. Era un joven atlético, de hombros cuadrados, una barbita crespa bañaba su rostro y la camisa sin botones dejaba ver un pecho lleno de músculos y vello. Dormía con la boca abierta, roncando suavemente; entre sus labios resecos asomaban sus dientes como los de un mastín: amarillos, grandes, carniceros. Su pantalón, sus botas, el descolorido poncho estaban en jirones, muy sucios, y lo mismo su sombrero. No iba armado.

Al despertar, se incorporó de un salto, en actitud defensiva: bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban llenos de zozobra la multitud de rostros. De todos lados brotaron sonrisas, manos espontáneas, un anciano se abrió camino hasta él a empellones y le alcanzó una calabaza de agua fresca. Entonces, el desconocido sonrió. Bebió despacio, paladeando el agua con codicia, los ojos aliviados. Había un murmullo creciente, todos pugnaban por conversar con el recién llegado, lo interrogaban sobre su viaje, lo compadecían por la muerte de la mula. Él reía ahora a sus anchas, estrechaba muchas manos. Luego, de un tirón arrebató las alforjas de la montura del animal y preguntó por un hotel. Rodeado de vecinos solícitos, cruzó la plaza de Armas y entró a La Estrella del Norte: estaba lleno. Los vecinos lo tranquilizaron, muchas voces le ofrecieron hospitalidad. Se alojó en casa de Melchor Espinoza, un viejo que vivía solo, en el malecón, cerca del Viejo Puente. Tenía una pequeña chacra lejana, a orillas del Chira, a la que iba dos veces al mes. Aquel año, Melchor Espinoza obtuvo un récord: hospedó a cinco forasteros. Por lo común, éstos permanecían en Piura el tiempo indispensable para comprar una cosecha de algodón, vender unas reses, colocar unos productos; es decir, unos días, unas semanas cuando más.

El extraño, en cambio, se quedó. Los vecinos averiguaron pocas cosas sobre él, casi todas negativas: no era tratante de ganado, ni recaudador de impuestos, ni agente viajero. Se llamaba Anselmo y decía ser peruano, pero nadie logró reconocer la procedencia de su acento: no tenía el habla dubitativa y afeminada de los limeños, ni la cantante entonación de un chiclayano; no pronunciaba las palabras con la viciosa perfección de la gente de Trujillo, ni debía ser serrano, pues no chasqueaba la lengua en las erres y las eses. Su dejo era distinto, muy musical y un poco lánguido, insólitos los giros y modismos que empleaba, y, cuando discutía, la violencia de su voz hacía pensar en un capitán de montoneras. Las alforjas que constituían todo su equipaje debían estar llenas de dinero: ¿cómo había atravesado el arenal sin ser asaltado por los bandoleros? Los vecinos no consiguieron saber de dónde venía, ni por qué había elegido Piura como destino.

Al día siguiente de llegar, apareció en la plaza de Armas, afeitado, y la juventud de su rostro sorprendió a todo el mundo. En el almacén del español Eusebio Romero compró un pantalón nuevo y botas; pagó al contado. Dos días más tarde, encargó a Saturnina, la célebre tejedora de Catacaos, un sombrero de paja blanca, de esos que pueden guardarse en el bolsillo y luego no tienen ni una arruga. Todas la mañanas, Anselmo salía a la plaza de Armas e, instalado en la terraza de La Estrella del Norte, convidaba a los transeúntes a beber. Así se hizo de amigos. Era conversador y bromista, y conquistó a los vecinos celebrando los encantos de la ciudad: la simpatía de las gentes, la belleza de las mujeres, sus espléndidos crepúsculos. Pronto aprendió las fórmulas del lenguaje local y su tonada caliente, perezosa: a las pocas semanas decía que para mostrar asombro, llamaba churres a los niños, piajenos a los burros, formaba superlativos de superlativos, sabía distinguir el clarito de la chicha espesa y las variedades de picantes, conocía de memoria los nombres de las personas y de las calles, y bailaba el tondero como los mangaches.

Su curiosidad no tenía límites. Mostraba un interés devorador por las costumbres y los usos de la ciudad, se informaba con lujo de detalles sobre vidas y muertes. Quería saberlo todo: quiénes eran los más ricos, y por qué, y desde cuándo; si el prefecto, el alcalde y el obispo eran íntegros y queridos y cuáles eran las diversiones de la gente, qué adulterios, qué escándalos conmovían a las beatas y a los curas, cómo cumplían los vecinos con la religión y la moral, qué formas adoptaba el amor en la ciudad.

Iba todos los domingos al Coliseo y se exaltaba en los combates de gallos como un viejo aficionado, en las noches era el último en abandonar la cantina de La Estrella del Norte, jugaba a las cartas con elegancia, apostando fuerte, y sabía ganar y perder sin inmutarse. Así conquistó la amistad de comerciantes y hacendados y se hizo popular. Los principales lo invitaron a una cacería en Chulucanas y él deslumbró a todos con su puntería. Al cruzarlo en la calle, los campesinos lo llamaban familiarmente por su nombre y él les daba palmadas rudas y cordiales. Las gentes apreciaban su espíritu jovial, la desenvoltura de sus maneras, su largueza. Pero todos vivían intrigados por el origen de su dinero y por su pasado. Empezaron a circular pequeños mitos sobre él: cuando llegaban a sus oídos, Anselmo los celebraba a carcajadas, no los desmentía ni los confirmaba. A veces recorría con amigos las chicherías mangaches y terminaba siempre en casa de Angélica Mercedes, porque allí había un arpa y él era un arpista consumado, inimitable. Mientras los otros zapateaban y brindaban, él hora tras hora, en un rincón, acariciaba las hebras blancas que le obedecían dócilmente y, a su mando, podían susurrar, reír, sollozar.

Los vecinos deploraban solamente que Anselmo fuera grosero y mirase a las mujeres con atrevimiento cuando estaba borracho. A las sirvientas descalzas que atravesaban la plaza de Armas en dirección al Mercado, a las vendedoras que, con cántaros o fuentes de barro en la cabeza, iban y venían ofreciendo jugos de lúcuma y de mango y quesillos frescos de la sierra, a las señoras con guantes, velos y rosarios que desfilaban hacia la iglesia, a todas les hacía propuestas a voz en cuello, y les improvisaba rimas subidas de color. «Cuidado, Anselmo», le decían sus amigos, «los piuranos son celosos. Un marido ofendido, un padre sin humor lo retará a duelo el día menos pensado, más respeto con las mujeres». Pero Anselmo respondía con una carcajada, levantaba su copa y brindaba por Pinta.