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Subió hasta la planicie donde se alzaba la villa que él no había visto nunca. Los demás, excepto los principales del séquito, se pusieron en marcha a pie. Pero, al llegar a la cuesta que conducía al promontorio, reconoció la entrada de la villa -la imagen que había permanecido viva en las palabras de su madre- y desmontó de inmediato.

Continuó subiendo a pie. Durante todo el tiempo que su madre había estado recluida, había evocado, con la apasionada rabia de haber olvidado muchas cosas, la descripción hecha por ella. Y le había servido para mitigar el suplicio de la separación, para ilusionarse con la imagen de ella en el delicado jardín, entre los muros que protegían de los vientos, las pequeñas estancias caprichosas, las escaleras cubiertas que descendían hasta el mar, las ternas rodeadas por una columnata, la terraza que miraba el cielo nocturno.

Esos sueños habían sido tranquilizadores, pero lo habían engañado. Lo que vio fue un jardín seco, el pórtico de las termas atestado de inmundicias, las piscinas vacías y sucias, los mosaicos medio arrancados. Algunas estatuas habían caído de los pedestales, o quizá las habían derribado. En las innumerables fuentes y cascadas no corría una sola gota de agua. El tribuno caminaba un paso detrás de él, el séquito se dispersaba, la pequeña guarnición avanzaba aterrorizada.

Entró en el edificio. Pasaba de una habitación a otra sin decir nada y mirando a su alrededor. Vio cerraduras forzadas, puertas colgando de los goznes, basura acumulada. No había un solo mueble de los que habría podido imaginar. Solo bancos, mesas desvencijadas, montones de paja, viejas cortinas amontonadas. Entrevió al apacible Helikon, que había conseguido embarcar con el séquito, inclinarse sobre un montón de andrajos y sacar, con sus finos dedos, un jirón de seda teñida.

¿Qué había sucedido allí dentro durante seis años, con la inhumana guarnición vigilando a una sola prisionera indefensa? No quedaba ni una bagatela, ni un adorno, ni una copa, ni un vaso, nada. En el arranque de la escalera que descendía hacia el mar, se pudría una vieja barrera de madera que había servido para impedir a la prisionera bajar. Otras barreras cerraban escrupulosamente todos los accesos a los jardines, a los pórticos, a las terrazas. Él caminaba en un silencio total; sus pasos quedaban marcados en el polvo.

¿Qué le habían hecho, qué había pensado, dónde había llorado, dónde había buscado un púdico escondrijo, dónde había intentado conciliar el sueño? ¿Qué rincón había escogido para morir? Nada le ofrecía un indicio, salvo el hecho de que gran parte de las habitaciones estaban cerradas o condenadas. La prisionera no había visto ni el cielo ni el mar desde allí arriba. Había estado sepultada esperando que muriese. Él caminaba, ordenaba por señas que le abrieran las puertas, que apartaran los montones de madera podrida y de muebles rotos. Y seguía adelante.

Los antiguos verdugos se apresuraban a despejar el paso, limpiaban con las manos el espacio que el nuevo emperador iba a pisar, y de vez en cuando él, al caminar, rozaba con los zapatos la cara de aquellos miserables arrodillados. Y nadie reaccionaba.

Él no había pedido, y seguía sin pedir, información. Hubiera querido golpear las paredes con los puños para que las piedras hablasen. Su silencio incrementaba el terror de ellos. En una pequeña estancia, debía de ser una alcoba, vio unas manchas marrones, alargadas, en una pared; parecían salpicaduras, podía ser sangre.

Hubiera querido gritar, pero siguió andando como si no hubiera visto nada. Nadie se atrevía a acercarse, ni siquiera el dulce Helikon, que permanecía a distancia. Él, de habitación en habitación, estaba hablando con su madre como se habla con los muertos: lamentos sin remedio, preguntas que no obtienen respuesta. «¿Conseguiste de algún modo saber que yo estaba vivo? ¿Sabías que tus otros dos hijos varones estaban uno en Pontia y el otro sepultado en la cárcel del Palatino? ¿Te acuerdas de lo desesperado que estaba tu Germánico, nuestro padre, por abandonarnos, mientras el veneno que lo quemaba por dentro le dejaba íntegra la mente?

¿Es posible que os encontrarais de algún modo aquí, donde si hay algo no son sino sombras? ¿Percibes, sabes, ves de algún modo que yo estoy aquí ahora, que mi primer pensamiento imperial, con todo el orbe a mis pies, ha sido este?»

Con una furia completamente interior, impasible, se decía a sí mismo lo infantilmente que se había ilusionado todas las mañanas mirando la inalcanzable isla. ¿Había imaginado ella que él estaba mirándola? Había llegado demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Llegó al fondo de la última sala, se detuvo y se volvió. Los guardianes, aterrorizados, se quedaron lejos de él.

– ¿Dónde la enterrasteis? -preguntó.

Ellos creyeron, con alivio, darle una respuesta que lo calmaría, porque se oyó un coro de voces confusas diciendo que, por iniciativa propia, habían erigido una pira y encendido la hoguera fúnebre, y recogido diligentemente las cenizas y los huesos pensando que un día… Balbucían buscando su mirada, y casi sonreían, esperando signos de conformidad. Y el centurión que había torturado a su madre -él no conseguía mirarlo a la cara, solo vio que tenía unas manos recias, grandes y sucias- lo guió hasta un cuartito donde, en un nicho vacío, había una urna tosca, de barro, como las de los cementerios pobres. Debía de estar allí, abandonada, desde hacía años.

Él recogió la urna en silencio y notó que era muy ligera. La estrechó entre los brazos y, en medio de aquel silencio, esquivando con gestos a los que querían ayudarlo, bajó a pie al puerto. Detrás de él, un militar llevaba de las riendas al dócil caballo. Entrevió a Helikon, que seguía sujetando aquel jirón de seda: era de varios colores y estaba tejida con hilos de oro.

Subió a bordo con la urna en las manos, rechazando con un gesto las ayudas, y la depositó suavemente, en medio del mismo silencio, mientras los hombres de la escolta presentaban los honores militares y los marineros callaban, alineados a lo largo de las amuradas. Luego llamó al tribuno, que lo había seguido hasta aquel momento, y le ordenó en voz baja que hiciera vigilar la isla: ninguno de los hombres que la ocupaban debía salir de ella, nada de lo que había debía ser tocado. Las órdenes sobre lo que había que hacer después llegarían al día siguiente.

El tribuno, un férreo septentrional que había combatido bajo las órdenes de Germánico en el Rin, lo miró con sus serenos ojos de hielo y asintió en silencio. Sus pensamientos eran exactamente iguales. A aquellos carceleros que permanecían aterrorizados en el muelle, ya estaban esperándolos las prisiones subterráneas del terrible Tullianum. Hablarían, contarían aquella agonía día a día, palabra por palabra, se acusarían desesperadamente unos a otros y al final suplicarían morir de inmediato.

El emperador ordenó levar anclas. Decidió que en aquel muelle del que se alejaba construiría un cenotafio, un monumento a la reclusión de su madre. Mandó poner proa a la isla de Pontia, donde el general Agripa, a quien le gustaban las islas, los promontorios y las grutas en el mar, había construido otra pequeña y refinada residencia. El no la había visto nunca, ni siquiera tenía imágenes mentales de ella. Solo sabía que allí había estado desterrado y se había quitado la vida Nerón, su hermano mayor.

En la devastada villa de Pontia vivía también la guarnición de guardia. Al igual que en Pandataria, allí recuperó, guardadas en una urna desvencijada, las cenizas de Nerón. Aquel peso de nada era su fortísimo y alegre hermano mayor, más alto que su padre; el que, cuando se habían visto por primera vez, lo había levantado del suelo con ímpetu y, riendo sonoramente, se lo había echado sobre el hombro como si fuese un cachorro.

Todos estaban sorprendidos de que, al ver todo aquello, no dijera nada. Solo hablaba, en susurros, con el tribuno encargado de su seguridad; y este, silenciosamente también, como en Pandataria, asentía.