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La elección

Macro llegó a la ciudad en plena noche, tomó una copa de vino y arrancó precipitadamente del sueño a las cohortes pretorianas, tal como había hecho para liquidar a Sejano. Todavía estaba oscuro cuando despertó a los cónsules, los puso sobre aviso y llegó a un acuerdo con ellos antes de que la noticia de la muerte agitase la ciudad. Luego se dirigió a la Curia, adonde los senadores, despertados con sobresalto, acudían jadeando, topándose en todas las esquinas y delante de todos los edificios públicos con inesperados manípulos de pretorianos.

Muchos senadores estaban todavía en la puerta cuando Macro, antes de que nadie hablase, anunció que «tras una larga lucha con la enfermedad, el emperador Tiberio ha expirado ante mis ojos». Y presentó el testamento «que ha sido depositado en mis manos en la habitación imperial».

Verificaron los sellos, abrieron la plica y la leyeron solemnemente. Y nadie salía de su asombro al enterarse de que el emperador muerto declaraba herederos conjuntos de su inmenso patrimonio a Cayo César, el hijo del asesinado Germánico, y a un sobrino suyo adolescente llamado Tiberio Gemelo. Y todos, optimates y populares, comprendieron que era una indicación expresa.

«Un duumviratus de transición», susurraron los optimates, disimulando su entusiasmo: un gobierno débil y dividido, es decir, sometido al peso de su mayoría. Pero entre los populares, que eran minoría, se extendió en cambio una ira impotente. «Roma no soportará a un segundo Tiberio.» Todos sabían que a aquel patrimonio, incalculable de tan vasto, habían ido a parar poco a poco las grandiosas riquezas de Augusto, las pingües propiedades confiscadas a Marco Antonio y a sus partidarios derrotados, las inagotables rentas de la provincia de Egipto. «Pero también han sido vergonzosamente absorbidas las propiedades de Julia, muerta en la miseria en Reggio, y las de sus amigos -gritaron-. Y han sido incluidos los bienes de los condenados por la ley De majestate, las confiscaciones sufridas por Agripina y por sus hijos ejecutados, o sea, incluso el patrimonio de Germánico.» Y el escarnio quizá dolía más que el expolio económico.

Mientras en la Curia bullían los comentarios y los líderes, rodeados por sus seguidores, intentaban preparar sus estrategias, un senador -que no se había sorprendido porque hablaba todos los días con Sertorio Macro- declaró, pensativo:

– Tiberio ha estado mucho tiempo enfermo. Es preciso saber en qué condiciones ha sido redactado ese testamento.

Todos comprendieron que esa duda era como una piedra arrojada contra un avispero.

– El último que ha visto vivo al emperador es el prefecto Macro -añadió el senador.

Sertorio Macro -con sus hombres armados al otro lado de la puerta «como protección y defensa de los senadores»- declaró bajo juramento:

– He estado a su lado día y noche. Este testamento ha sido redactado en condiciones de incapacidad.

Hablaba un latín tosco y plagado de incorrecciones, pero aquellas palabras, sugeridas por un fino jurista, eran exactas y estaban cargadas de consecuencias. En la Curia se extendió una alarmada agitación, y Macro vio que era el momento de presentar a aquel célebre y cotizado médico que había escuchado las balbuceantes palabras de Tiberio en Capri.

– Desde hacía tiempo -declaró este, con la autoridad que le otorgaba la ciencia-, en la gran mente del emperador se habían producido daños irreparables.

Ninguno de los presentes estaba en condiciones de rebatir la afirmación, pues no veían a Tiberio desde hacía años, y un senador intervino para pedir que ese testamento fuera declarado inválido.

Los senadores, desconcertados, discutieron brevemente el asunto, pero al final, lanzando miradas a los movimientos de las cohortes pretorianas y a la multitud que, de todas las regiones de la ciudad, estaba acudiendo al Foro, confirmaron que el testamento era totalmente inválido. El inmenso patrimonio del sobrio e intransigente Tiberio pasó a formar parte de los bienes imperiales y, por lo tanto, destinado en su totalidad a pasar a manos del futuro emperador. El sobrino adolescente no heredaba nada y la escena política quedaba vacía.

A continuación, los seiscientos senadores, supremos guardianes de la República, debían elegir al que -como había sido el caso de Augusto y Tiberio- tendría en sus manos gran parte del delicado poder de gobierno: el princeps civitatis, el emperador. Pero la asamblea estaba desgarrada sin esperanza por los antiguos odios y las facciones contrapuestas: optimates y populares. Se había convertido en una trinchera que continuaría dividiendo durante mucho tiempo, y más o menos del mismo modo, todas las asambleas políticas del planeta.

– Seiscientos lobos -masculló entre dientes Sertorio Macro, mientras se retiraba para dejar que la asamblea celebrara la votación secreta. Aquella manada de lobos, como había dicho con acierto Tiberio «antes de que su mente se oscureciese», estaba agazapada en los escaños, y parecía la ceremonia de una solemne elección-. Pero en realidad es una trampa para arrancarse uno a otro la presa de entre los dientes, como los lobos marsos. -Y esperó al otro lado de la puerta, haciendo formar a sus cohortes.

Mientras tanto, una multitud cada vez más nutrida presionaba alrededor de la Curia, protestando. Tal como Macro había previsto, los senadores oían gritar el nombre del asesinado Germánico y el de su único hijo superviviente, el joven Cayo César.

– Y los pretorianos no intervienen -susurró uno con inquietud.

La preocupación se extendía.

– Se está preparando una revuelta.

Por situaciones similares, en el pasado habían estallado guerras civiles en las que las facciones se habían enfrentado durante años.

Entonces alguien comentó en voz baja que la historia del testamento declarado inválido basándose en el testimonio de Macro -«testimonio armado», puntualizó- demostraba peligrosamente que las cohortes pretorianas, férreas, violentas dueñas de Roma, apoyaban a Cayo. Era el momento propicio para hacer correr de escaño en escaño la noticia de que:

– Mientras nosotros creíamos, por obra del zafio pero temible Sertorio Macro, que Tiberio seguía vivo, ese joven, Cayo, silenciosamente inmóvil en Miseno, ya controlaba la armada del Mediterráneo occidental, la poderosa Classis Praetoria Misenatis.

Y otros añadieron que, con el prestigio de tanta historia familiar, «ese joven» conseguiría fácilmente que las legiones se sublevaran en su favor.

– Es el único hombre en todo el imperio en el que viven juntas la sangre de Augusto y la de Marco Antonio.

La pesadilla de las antiguas matanzas, con los procesos y las listas de proscripciones que las habían seguido, todavía estaba viva, y la experiencia había hecho a los nietos menos sanguinarios que los abuelos. Por eso, en uno y otro partido, cuantos estaban deseosos de volver pacíficamente a casa buscaron un rápido acuerdo.

Desde el exterior, Sertorio Macro oyó que las voces se aplacaban y sonrió para sus adentros, con su cruel experiencia montañesa: así se apagaba el aullido de los lobos cansados cuando la presa escapaba. De hecho, en la Curia estaban diciendo, razonablemente, que la juventud prestigiosa pero inexperta, dócil y, según la opinión generalizada, un poco necia de Cayo César podía convenir a todos. Y, tras algunas inquietas reflexiones, todos se pusieron de acuerdo.

Un solo senador, Lucio Arruntio, perteneciente a una antigua y obstinada familia cremonesa, se levantó y, en el denso silencio de la sala, declaró:

– A vuestro candidato le falta edad para ese enorme poder. Sé que soy el único que tiene valor para decirlo -dijo, mirando alrededor.

Normalmente, sus intervenciones, calculadas y temibles, pillaban a todos por sorpresa. Su voz era un amasijo de sonidos cortantes, siempre grave, con frecuencia irónica. Pero ahora amigos y enemigos lo escuchaban en medio de un silencio irritado, porque, aunque con muchos esfuerzos, por fin se habían puesto de acuerdo.