Изменить стиль страницы

Remontó el Tíber, el río de Roma, navegando despacio para que se difundiera la noticia. Desembarcó sosteniendo la tosca urna de barro con las cenizas de su madre bajo la púrpura imperial, como Agripina había hecho con las cenizas de Germánico. Una inmensa multitud, emocionada e indignada, esperaba en silencio en las orillas, y al igual que había sucedido en el caso de Germánico, lo saludó con un súbito y apasionado grito coral. Después formó un espontáneo e interminable cortejo, iluminando por miles de antorchas, y caminó con él hasta el mausoleo de Augusto.

Las cenizas de Nerón también fueron colocadas allí dentro. La doliente austeridad de la ceremonia se transformó, para la gente de Roma, en una firme acusación contra el bando senatorial que había apoyado a Tiberio. Del otro hermano, Druso, que había muerto en la cárcel subterránea del Palatino, no quedaba nada que enterrar.

«Nunca sabré -pensaba él, inmóvil durante el rito, sintiendo encima los ojos de todos hasta el punto de que le faltaba aire- cómo era su rostro en los últimos días. Mis recuerdos son de años antes, ellos todavía no habían sufrido todo ese dolor.» No quedaba nada para hacer un retrato, ni siquiera aquellas macabras imagines, las máscaras de cera que hacían a los muertos y a las que debemos la dramática, realista y despiadada viveza de muchos bustos romanos, tan distinta de la aséptica, mitológica escultura griega. El rostro de sus hermanos y de su madre solo sobrevivía en la memoria amorosa de quienes los habían conocido. Y decidió, angustiado, que convocaría inmediatamente a los mejores escultores, al día siguiente, antes de que los recuerdos se disolvieran, como todas las cosas humanas.

Finalmente, gracias a esas tardías exequias imperiales, toda Roma se enteraba de cómo habían vivido aquellos condenados su muerte secreta, con largas agonías entre la desesperación y la soledad.

Mientras tanto, los veloces correos imperiales, las mucho más veloces señales ópticas e incluso las palomas mensajeras, que recorrían cientos de millas en un día, habían llevado hasta los últimos confines la noticia de la elección, suscitando el entusiasmo. Rápidamente, todas las ciudades, desde Assos, en la Tróade, hasta Aritium, en Lusitania, juraron fidelidad; aparecieron entusiastas placas conmemorativas desde la pequeña Sestino, en Umbría, hasta Akraiguia, en la apartada Beocia, o Argos, capital de la histórica Liga Panhelénica; se celebraron fiestas populares en Acaya, Fócida, Lócrida, Eubea; se esculpieron estatuas en Olimpia, Delfos, Mileto, Corinto, Alejandría, en Egipto, y en Tarraco, en Iberia. Las legiones destacadas en las largas fronteras del Rin, del Danubio y del Éufrates recuperaron confidencialmente el antiguo nombre, Calígula, como cuando, de pequeño, acompañaba a su padre.

En las provincias orientales y en los estados colindantes, que después de la benévola sensatez de Germánico habían sufrido el opresivo dominio de Tiberio, despertaron esperanzas de tiempos distintos. Embajadores de todas las provincias, de todas las ciudades, de todos los estados sometidos o aliados, de Tracia, Ponto, Armenia y Cilicia le recordaron que lo habían visto de pequeño con su maravilloso padre. «Una oleada de festejos como jamás se había visto en el imperio», se escribió. Pero nadie imaginaba que era también un presagio de tragedia, porque en Roma, en cambio, muchos empezaron a estar molestos.

Mensis Julius

Una nube de siervos, guardeses e intendentes corrió al monte Palatino y se afinó en preparar los palacios abandonados para recibirlo. Lo escoltaron, como primera etapa, a la Domus Tiberiana, que él no había pisado nunca. Abrieron la gran puerta de bronce, y le pareció que en el interior todo estaba oscuro. Distinguió dos confusas filas de columnas, sombras de estatuas, una especie de escalinata. Tuvo la sensación de que lo envolvía un olor horrible, tóxico, que se agarraba a la garganta. Nada más dar un paso, lo asaltó la idea de que abajo, en algún punto, se abría la cárcel donde había muerto su hermano Druso y con un gesto se negó a continuar. Los cortesanos pensaron que lo paralizaba el odio; pero no era eso, sino el terror de revivir la experiencia de Pandataria.

A pocos pasos de allí, su mirada encontró la sepulcral residencia de Livia, la Noverca, donde había estado recluido un año.

– Cerrad todas esas puertas -ordenó, y pasó de largo.

Luego le abrieron los legendarios y modestos aposentos privados de Augusto. Él los recorrió con la mezcla de orgullosa familiaridad y de doliente rencor que ese recuerdo llevaba aparejado. Sintió alivio al salir.

– Hay que conservar estas estancias intactas para la historia -dijo.

Por fin entró gloriosamente en el soberbio palacio imperial, sede oficial del poder en la época de Augusto. Caminar por la espléndida inmensidad de las salas, que él no había visto nunca, producía una triunfal sensación de posesión, como entrar en una ciudad conquistada. Sin embargo, al mismo tiempo le caía encima aquel silencio vacío de décadas. Y el peso de los recuerdos se filtraba por las paredes como si fuese agua.

De pronto, todos los ojos se clavaron ansiosamente en él, y quien no podía acercarse preguntaba a los demás. Viejos y expertos funcionarios imperiales -todo el ordenadísimo aparato construido por Augusto y reforzado por la vigilante dureza de Tiberio- dijeron que enseguida había intentado conocer lo máximo. posible de la eficiente máquina que mantenía unido el imperio. Había escuchado, preguntado, leído, reflexionado; y sonreído. Y todos profetizaron de consuno que su gobierno sería tranquilo y maleable.

El día que bajó del Palatino y se dirigió a la Curia para el primer acto público fundamental, el discurso programatico, el bochorno estaba estancado sobre las colinas de Roma y el viento del mar no llegaba a lamerlo. Era el primer día de julio, el implacable mensís Julius. En los sencillos tiempos de la República, como el año empezaba en marzo, lo habían llamado simplemente Quintilis, quinto mes. «Pero con julio César -había escrito cáusticamente alguien- la divinidad de la estirpe Julia se extendió también sobre los meses.» (Y pasados los siglos se sigue llamando julio, luglio, juillet, July.)

Entre los senadores que llegaban a la Curia en pequeños grupos despreocupados, conversando, de golpe cundió un inesperado miedo. En la escalera de la sala, un temeroso funcionario susurraba a algunos influyentes optimates que el joven emperador había preguntado por las actas de los procesos incoados por Augusto contra Julia y sus amigos, y por Tiberio contra la familia de Germánico y sus partidarios. Esos procesos habían sido un siniestro asunto secreto y solo se habían publicado -y no siempre- las sentencias.

– Pero hemos encontrado muy pocos documentos -balbucía aquel hombre-, y desordenados.

La noticia paralizó a los que la oían en mitad de la escalera, y con angustiada esperanza se preguntaron unos a otros si esas actas habrían sido destruidas por una providencial orden de Tiberio. Sin embargo, los que habían conocido al anterior emperador de cerca replicaron que este no había destruido nunca nada.

– Decía que, para matar a un hombre, son más útiles tres líneas que un puñal.

Subían despacio, cambiando impresiones. Y surgían las sospechas.

– ¿Quién se ha movido por estos palacios, por los archivos del Capitolio, desde el alba en que se tuvo conocimiento de la muerte ele Tiberio hasta el momento en que elegimos a Cayo César? ¿En manos de quién han acabado los documentos del tremendo proceso contra Agripina y su hijo Nerón? ¿Y los del proceso contra Druso, contra el tribuno Silio, y contra Tacio Sabino, y contra…?

Entre los jueces y los testigos de aquellos crueles procesos figuraban prestigiosos y respetados senadores que ahora, mientras tomaban solemnemente asiento en los escaños, se descubrían peligrosamente inermes. «Estamos expuestos al chantaje de hábiles adversarios desconocidos», pensaban. Y algún otro profetizaba: