Sin embargo, abandonándose a él en aquella villa tan refinada que parecía irreal, la pobre chiquilla no sabía que entre todos le estaban dejando pocos meses de vida.
«El niño ha intentado nacer antes de tiempo», sentenció el médico. Pero ella, demudada, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo, en los intervalos entre los gritos cada vez más débiles y jadeantes, suplicaba a todos, a los médicos impotentes, a las expertas comadronas con las manos inútilmente ensangrentadas, a los sacerdotes que la rociaban con brebajes mágicos murmurando fórmulas escritas por los etruscos seis siglos antes. El último recuerdo de ella fueron sus ojos aterrorizados y su mano, bañada en sudor que se estaba helando, que Cayo estrechó y soltó y que lo atrapó, se le agarró, no se despegaba, hasta que de pronto se abrió, en un enésimo grito, y Cayo huyó al muelle en la noche mientras una parte de él, su primer hijo, moría asfixiado dentro de ella.
– Ya no oigo su corazón -fue a susurrarle desesperado el médico, que con uno de sus instrumentos sobre el vientre hinchado de ella, había escuchado el latido de aquella otra pequeña y egoísta vida que intentaba liberarse.
Ella murió mientras Cayo miraba cómo la noche se alejaba despacio del cielo en el mar occidental; en el mismo momento, la animula de ella, pequeña necia inocente, caía en la oscuridad. ¿Qué dioses, como sugerían los sacerdotes, la recibirían y la cogerían de la mano para hacerla cruzar el terrible río subterráneo hasta la otra orilla? Meneó la cabeza: no había ni ríos ni dioses esperando en aquella oscuridad. Y ella, por culpa de aquellos despiadados planes de poder, no había llegado a los quince años. Sintió náuseas.
El padre de ella, junio Silano, no lloró; no porque fuera un viejo y fuerte senador, sino porque estaba furioso por el poder que había perdido. Había puesto todas sus esperanzas en aquel matrimonio y en el heredero que nacería, había arrastrado en esos planes a la mayoría de los senadores, y ahora ya no era el tutor de Cayo y lo miraba cota odio.
Los médicos, que después de muerta le abrieron el vientre, dijeron que era un precioso varón. Habría podido convertirse, quién sabe cuándo, en emperador. Todos fueron a verlo cuando, lavado y peinado, la pequeña boca entreabierta en busca del aire que no había encontrado, fue depositado junto al cuerpo martirizado de su inútil e inocente madre en la suntuosa pira bañada en perfumes.
– Había pensado llamarlo Antonio César Germánico -dijo bruscamente Cayo, sorprendiendo con esa elección a los que escuchaban.
Se preguntó si podían haberse formado embriones de pensamiento en aquella cabecita. «¿A qué mente se habría parecido la suya? ¿A la impulsiva, sanguinaria, autodestructiva del generoso Marco Antonio? ¿A la límpida, ecuánime, tranquilizadora de Germánico?»
El viejo Tiberio, en Capri, no dijo nada. Quizá ni siquiera se sentía demasiado decepcionado, pues también él, en unos meses, había advertido con fastidio el alcance del celo ambicioso y la injerencia del senador Silano.
El senador, en efecto, miró largo rato en la pira realmente imperial el humo de su poder perdido. No soplaba viento alguno y la hoguera tardó en consumirse un tiempo insoportable. Sertorio Macro también miraba, más ceñudo de lo que correspondía a su papel, pues aquella boda había sido maquinada por él; y aquel niño muerto -sacrificando a la madre, quizá se pudiera salvarlo, había dicho demasiado tarde aquel incauto médico- habría sido, en sus manos y las de Silano, el precioso heredero de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico, incluso de julio César, en sucesivos decenios.
La pira se consumió y la apagaron. Las cenizas de lo que había estado allí encima fueron diligentemente guardadas en una urna de bronce, todavía tibias, indisolublemente unidas. Y al día siguiente Tiberio reclamó la presencia de Cayo en Capri. La protección se había desvanecido; el futuro era totalmente imprevisible.
Las estancias secretas
En la teatral y helada grandiosidad de Villa Jovis, Tiberio desaparecía cíclicamente, durante horas o durante días, en refugios inaccesibles. Mensajeros, embajadores, tribunos, prefectos y procónsules esperaban en tierra firme que él enviase la señal para recibirlos.
La villa, en esos períodos, era invadida por murmuraciones y un inquieto nerviosismo. Galerías secretas, decoradas con pinturas claramente pornográficas; refinados códices en los que las invenciones explícitamente eróticas de Elefantis -la escritora más imaginativa y desinhibida de aquellos siglos- estaban asimismo explícitamente ilustradas; y el lecho en el que destacaba el célebre y escandaloso cuadro de Atalanta y Meleagro, que había costado -se exageraba- un millón de sestercios; y pequeñas salas, donde unos pocos privilegiados se reunían para asistir a los juegos eróticos colectivos de jovencísimos esclavos; y una caprichosa piscina excavada en la roca, con la profundidad estrictamente necesaria para que chapotearan los niños. «Está bañándose con sus pececillos», decían, riendo morbosamente, los cortesanos. Y alguien suavizaba con hipocresía los relatos diciendo que lo mismo habían hecho Sócrates, y luego Platón, y Alcibíades, y Alejandro.
Tiberio era ya un viejo y desesperado pederasta, se decía, incapaz de liberarse de otro modo de su retorcido pasado. Su decadencia física avanzaba. En su vicio, se volvía cerebralmente contemplativo; con exasperación que rayaba en la angustia, buscaba visual y mentalmente estímulos que poblaran su inerte soledad. Ordenaba a sus jovencísimos compañeros que representaran ante él los más licenciosos y perversos mitos de la antigüedad. «La cultura siempre sirve para algo», había comentado alguien. Pero el juego resultaba cada vez más pesado y decepcionante, y él no renunciaba porque no le quedaba casi nada más para sentirse vivo.
Aquellos muchachos aparecían de repente, caprichosamente acicalados, con los personajes -griegos o sirios en su mayoría- que controlaban sus idas y venidas, y eran engullidos en esas estancias; e igual de repentinos eran los embarcos de los que se marchaban. «Las sphintriae de Tiberio», comentaban los marineros. Y puesto que unas costumbres escandalosas constituyen una lectura bastante más satisfactoria que una minuciosa genealogía imperial, además de ser una poderosa arma del odio, célebres escritores de siglos sucesivos no encontraron nada mejor que esos comentarios de la Suburra [1] para describir, en sus solemnes libros, las escenas que en realidad nunca habían visto.
La borrachera de Herodes
Uno de aquellos días, mientras Cayo estaba sentado en el pórtico y Helikon le preparaba los códices, pasó deprisa, y de forma totalmente inesperada, el prefecto de las cohortes pretorianas, Sertorio Macro. Había llegado de Roma a Miseno con una de sus veloces galopadas, recorriendo decenas y decenas de millas y deteniéndose solo para cambiar los caballos exhaustos; luego había embarcado en la rápida liburna de los correos imperiales y se había hecho llevar a toda marcha a Capri. Desapareció en los aposentos privados de Tiberio. Y no se vio a nadie más.
En cambio, poco después apareció, bajando de forma inesperada precisamente aquella reservadísima escalera, el esclavo Calixto, aquel al que Tiberio había relegado a las peores tareas. Llevaba ropa nueva y limpia. Pasó por delante de ellos atareado, como si no viese nada, pero había visto que no había nadie más y se detuvo en seco. Susurró que el joven Herodes, príncipe de Judea, rehén desde hacía años en casa de Antonia, había sido encarcelado.
– Estaba borracho, y dijo en público que espera que llegue pronto el día en que tú, Cayo César, ocupes el lugar de Tiberio.