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– Calixto me ha pedido que te diga -se apresuró a contestar- que ese hombre no se te escapará. Tiberio ha ordenado que lo dejen defendiendo Pandataria porque así no podrá hablar con nadie de esto.

Cayo se levantó y comenzó a andar bajo el pórtico.

– Es mejor que te vayas -le dijo a Helikon.

Del mar occidental llegaba un viento frío. Cayo caminaba arriba y abajo azotado por ese viento, ajustándose la capa. Pensó que debía sobrevivir a toda costa. «Si mi vida acaba, nadie se vengará de todo esto.» Y resurgían las palabras de Druso: «Nadie sabrá nunca lo que ha sucedido realmente». Llegó hasta el fondo del pórtico, giró sobre sus talones, volvió atrás. En su rostro se había formado una sonrisa vacía, sin sentido y sin objeto. Pasó entre los cortesanos y vio que lo miraban con estupor. Se dirigió a su habitación. Llamó a un esclavo y pidió la cena.

«Non damnatione matris, non exilio fratrum rupta voce», escribiría Tácito. «Ni un lamento por la condena de su madre, por la ejecución de sus hermanos.»

Durante unos meses, Tiberio solo apareció ante él fugazmente y de lejos. Recorría todos los días aquel criptopórtico para bajar a las termas, pero parecía que le hubiera leído el pensamiento a Cayo: su escolta era más compacta y cercana, insalvable. Cayo se sentaba al fondo de la galería y esperaba el momento fugaz de esos pocos pasos lejanos. Tiberio caminaba siempre un poco por delante del séquito, sin hablar y sin volverse. Alto, encorvado, manos fuertes. Solo. ¿Qué fuerzas, qué demonios desataba el poder? ¿Qué sentía el que podía manejarlo?

Lo seguía presuroso, para la audiencia de todas las mañanas -menudo, ralos cabellos grises-, el astrólogo Trasilo, que acompañaba a Tiberio desde los años del exilio en Rodas. Iba siempre envuelto, incluso en verano, en un pallium de lana grisácea. «Es por el frío que coge de noche consultando las estrellas», ironizaban algunos. Pero le temían. Él hacía como que no veía a nadie, vivía en una hierática soledad, aunque sin duda era el hombre que conocía todos los secretos del imperio, y antes que cualquier otro. Influía poderosamente en las decisiones imperiales por las vías más irracionales de la psique, pero tan en secreto que nadie podía citar una decisión inspirada por él. Y decían que pasaba horas en su inaccesible estudio, lleno de papiros antiguos, mapas celestes y constelaciones, realizando complicados dibujos, planos y cálculos.

Años atrás, cuando su poder aún no se había consolidado, alguien le había preguntado riendo cómo podían influir los astros en las acciones de los humanos. Y él había respondido: «Eres idiota si crees que, con lo pequeño que eres, no actúan sobre ti las relaciones entre los miles de misteriosos cuerpos celestes que se desplazan sobre tu cabeza, cuando el paso de un solo cuerpo, la luna, mueve con las mareas todo el profundísimo mar, desde aquí hasta las Columnas de Hércules».

Una hora más tarde, Tiberio salía de las termas, subía de nuevo e iba a tumbarse a la exedra, el punto más inaccesible de la villa, sobre un vertiginoso acantilado, el sitio donde, sintiéndose la espalda protegida por el abismo, llegaba incluso a dormirse.

Y eso que contaban que un pobre pescador, de excéntrico temperamento napolitano, había conseguido escalar por la pared de roca hasta allá arriba, escapando a la vigilancia, y saltar a la terraza para ofrecer con orgullo al emperador el más espléndido sparus auratus -es decir, una dorada- que se hubiese pescado jamás en aquel piar. Y Tiberio lo había hecho matar inmediatamente para que no revelase a nadie el camino descubierto.

Años más tarde, Cayo confesó haber cedido al impulso de vengar a los suyos, haber visto por primera vez desierta y sin vigilancia la escalera de servicio, haber llegado increíblemente con un cuchillo, eludiendo a los guardianes, hasta un paso de Tiberio, y haberse detenido absurdamente y bajado el arma ante el viejo dormido.

Había bajado aquella escalera insólitamente vacía y había arrojado el arma a las profundidades por una ventana, con vergüenza y alivio. Y en el último peldaño se había encontrado inesperadamente con Sertorio Macro, que lo había saludado en silencio, sin hacer preguntas.

Dos días después, llegó Helikon y susurró:

– Cuentan que una mujer importante de Roma se ha suicidado. Calixto dice que tú la conoces; se llamaba Plancina. -Pronunció ese nombre con dificultad, con su acento extranjero, pero en los oídos de Cayo sonó como el rugido de una cascada: era la esposa de Calpurnio Pisón, la amiga íntima de la Noverca, la mujer que, en Antioquía, había escondido en su casa a la envenenadora siria.

Cayo permaneció un momento en silencio y luego preguntó: -¿Por qué se ha matado?

La sensación que lo recorrió por dentro al pronunciar aquella palabra era indescriptible.

Helikon miró ingenuamente alrededor.

– Llegó una carta aquí, a las manos del emperador. Nadie pudo leerla, pero lo que había escrito era tremendo. Dicen que el emperador gritó solo, encerrado en su habitación.

Cayo no hizo ningún comentario, sugirió a Helikon que se marchara, fue hasta el fondo del pórtico, miró el mar, en dirección a aquella isla que no era posible ver. En cambio, veía en su mente la pequeña mesa de ébano, marfil y bronce, las manos de Antonia con las pesadas joyas, la hoja de papiro con el texto cifrado. «Nos has vengado tú», dijo en voz baja, como si ella estuviese tan cerca que pudiera oírlo.

Cambio de estrategia

Pasados unos días, Tiberio lo convocó. Una llamada de Tiberio era siempre un momento de irreprimible alarma. Lo guiaron hacia la gran exedra con columnas adonde había subido el día de su llegada. Él acudió, inconsciente de que su cuerpo caminaba, sintiéndose fríamente preparado para la idea de la muerte, casi esperando que fuese sin emociones e inmediata. Pero en el mismo momento el cortesano que lo guiaba le sonrió, y la sonrisa no tenía nada que ver con la idea de la muerte.

Tiberio lo observó acercarse. Cayo buscó su mirada; bajo los párpados hinchados, era inaprensible. En el mismo instante, el emperador tenía casi la misma sensación: el joven que había sobrevivido a la matanza de su familia era indescifrable, o estúpidamente inconsciente, o fuerte y listísimo. Pero, en cualquiera de los dos casos -había pensado durante la noche el emperador-, ese muchacho era el único instrumento posible para su nueva estrategia.

Porque, ahora que Tiberio estaba envejeciendo, una estrategia nueva era indispensable. «Esos seiscientos lobos que se juntan en la Curia», los senadores, se daban cuenta perfectamente de que la respiración del poderoso jefe de la manada se había vuelto jadeante. «Lo sé, intentan darme una dentellada en el cuello», pensaba Tiberio, revolviéndose en su cama solitaria.

Pero de ese resentimiento había surgido, de pronto, una idea sublime, la única que podía unir a todos los populares y a un amplio sector de los optimates en una sumisa y feliz mayoría: casar a la (mica hija del senador más poderoso de los optimates, el riquísimo Junio Silano, con el único hijo vivo del envenenado Germánico.

Cayo se acercó al emperador, se detuvo, se inclinó para coger el borde del manto y rozó la púrpura con los labios, en silencio.

Tiberio, por su parte, observó en silencio la refinada cadencia (le sus gestos. Después dijo:

– El senador Junio Silano tiene una hija. Te casarás con ella.

Y mientras lo decía, sintió el alivio de haber conseguido echar, en medio de aquella manada de lobos, un suculento bocado: un cordero.

Cayo se quedó literalmente petrificado de perplejidad. Enseguida pensó que no se concierta un fastuoso matrimonio para alguien al que se tiene previsto matar. Toda la vida de su cuerpo despertó. Entretanto, Tiberio, con los ojos enrojecidos y semicerrados, lo miraba, atento a su reacción. Sorprender a sus interlocutores en los primeros instantes de indefensión era una vieja habilidad suya.