– Tienes razón.
Macro lo asió de un brazo.
– Hoy, nosotros dos tenemos algo que no tiene nadie más. Yo tengo las cohortes; si voy a Roma, puedo dominarla. Tú tienes el nombre de tu familia, la gloria de tu padre… Además, eres joven, no das miedo…
Se echó a reír. Cayo también rió, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una estúpida dulzura en la mirada. «No sabéis qué es el miedo -pensó-. Tendréis tiempo para verlo.»
– ¿Y si no lo logramos? -preguntó.
– Te matarán. Y a mí también me matarán. Pero si nos sale bien…
– Tienes razón -dijo Cayo con calma.
– ¿Estás de acuerdo? -lo apremió Macro, dominado por la impaciencia. Al ver que él asentía, preguntó-: ¿Voy a Roma?
– Ve -ordenó él. Era su primera orden, y trató de eliminar de la voz la enorme emoción que lo invadía por dentro.
Enia
Nevio Sertorio Macro era un jinete fortísimo, insensible al cansancio. Sus hombres decían que, pese a los tría nomina, debía de llevar sangre bárbara. Escogía animales tan resistentes y pesados como él, sin problemas de cascos o de patas y que no se espantaran en la oscuridad nocturna, pues le gustaba cabalgar durante horas de noche, bajo la luna, con una incierta luz de antorchas resinosas, como los bárbaros escitas. De modo que dejó en Villa Jovis a su joven, vistosa y ordinaria mujer, Enia, bajó al puerto de Capri y embarcó en la acostumbrada liburna para desembarcar en Miseno y ponerse en camino hacia Roma.
En cuanto la liburna dobló el muelle del puerto, Enia se sentó al lado de Cayo en el ya célebre pórtico de la biblioteca, miró a su alrededor, le metió los dedos entre el cabello, lo despeinó y le hizo cosquillas detrás de la oreja, riendo.
– Llevaba una semana muriéndome de ganas de hacerlo.
Él levantó los ojos del libro sonriendo y pensó que se parecía a aquellas muchachas réticas de las barracas del castrum.
Sin dejar de reír con chabacanería, ella le pasó dos dedos sobre los labios, los presionó un instante con una uña afilada.
– Tengo ganas de jugar -dijo-. Creo que conozco juegos que tú no imaginas…
El hombro del vestido le caía sobre el brazo, como años antes a aquella pobre muchacha, un día de lluvia, en la orilla del Rin.
Él la miraba con su dulce sonrisa, se apartaba un poco, como intimidado. Estaba pensando de dónde había sacado Sertorio Macro a una mujer como aquella para llevarla allí, a la villa del emperador. Olía a perfumes penetrantes y también parecía sudada. Su cuerpo se movía entre la tela; no debía de llevar nada debajo.
Por un momento, dudó de que Macro estuviera a la altura de la empresa si pensaba que una mujer así podía engatusarlo a él, que en la domus de Antonia había estado con esclavas de piel de seda, esbeltas como juncos, educadas por madres que habían sido sacerdotisas de amor en los templos de Siria; a él, que calmaba las tensiones y se abandonaba al sueño entre las puras caricias amorosas de Helikon.
Enia le puso una mano sobre la rodilla, lo acarició.
Ven-dijo él, poniéndose en pie-, sé dónde podremos jugar.
Hasta el día siguiente no se enteró de que la vulgar Enia, la mujer del prefecto Macro -que no sentía reverencia por las obras astrológicas- era nieta del omnipotente astrólogo Trasilo. Su escéptica desconfianza sobre la capacidad de Sertorio Macro se transformó en admiración.
Tiberio pareció no percatarse de nada, ni siquiera de lo que toda la corte constató rápidamente, es decir, que Nevio Sertorio Macro había empujado a su mujer hacia los brazos del joven Cayo. («Había embaucado al joven mediante su mujer, Enia, fingiendo amor», «… uxorem suam Enniam imitando amorem iuvenem ínlicere…», escribiría decorosamente Tácito.)
– Todos dicen -susurraba Helikon sonriendo con incomodidad- que Enia y tú…
Y Cayo, sonriendo también, replicaba que no existían remedios para el aburrimiento de la isla cuando uno dejaba los libros. Enia estaba disponible y no lo ocultaba.
– Todos dicen que Macro está ciego -insistía Helikon.
Al final, Cayo contestó que Macro simplemente confiaba en él. Helikon no acababa de estar convencido, pues esa respuesta era contraria a todas las evidencias.
– ¿Por qué te ríes? -preguntó Cayo-. La confianza adopta muchas formas. Si te fías de un siervo, dejas en sus manos un tesoro; si, en el circo, estás seguro de un caballo, apuestas el tesoro a que gana.
Una sonrisa nueva, involuntaria, ya no cándida y tonta como había parecido a muchos, se formaba cada vez más a menudo en sus labios bien perfilados. Soledad de años, lágrimas secretas y terror habían hecho que su mente se volviera totalmente escéptica sobre la sinceridad y la misericordia. Largos razonamientos silenciosos le habían enseñado astutas autodefensas.
– No temas -dijo, acariciándole el cabello a Helikon-, ya verás como, con esa mujer, Macro se está atando a mí bastante más de lo que espera que yo me ate a él.
Después del bochorno llegó la lluvia, un violento temporal marino que levantaba pesadas olas espumosas sobre los escollos. Él pasó aquella tarde dibujando. Después abrió un pequeño codex arrugado, lo hojeó y vio un dibujo de líneas inciertas: parecía un edificio junto a un río.
– ¿Qué es? -preguntó Helikon pegándose a él.
Era el Nilo, era Iunit Tentor, eran los días de su adolescencia, cuando, en el borde de la embarcación, él dibujaba y Zaleucos sostenía el frasquito de la tinta.
– ¿Te acuerdas del templo que Marco Antonio y Cleopatra no pudieron acabar? -Cogió el calamus-. Mira…, aquí tenía que haber un gran atrio -dijo, pero se guardó los pensamientos que se abrían paso en su mente.
– Se llama jont -susurró Helikon.
– Sí. Un atrio con columnas. El sacerdote me dijo que Marco Antonio y Cleopatra querían pintar en el techo los ciclos mágicos de las constelaciones.
Mostró otra hoja donde aparecía caprichosamente dibujado el río, pero en el centro emergía una isla cuya forma semejaba una nave.
– ¿La reconoces? Es File. Allí, el templo también estaba inacabado. Ellos querían construir un enorme pórtico, más de treinta columnas por lado… -Sonrió y cerró el codex-. Consérvalo tú. Nadie debe ver estos dibujos infantiles.
El trabajo de Sertorio Macro
Sertorio Macro volvió e informó a Tiberio de lo que consideró oportuno sobre su rápido viaje. Pero Tiberio se encontraba mal y, por primera vez, prestó poca atención al informe.
Macro se encerró en la biblioteca con Cayo.
– En estos momentos no hay nadie en Roma que tenga en sus manos el poder -declaró-. Nadie. Solo mis cohortes, que pasan los días almohazando a los caballos, lustrando las armas y jugando a los dados. ¿Te acuerdas de cuando Elio Sejano tenía aterrorizada Roma? ¿Quién la liberó entre la caída de la noche y el alba del día siguiente? Yo, yo solo. Yo la tomé por las riendas como si domara un caballo. Tiberio estaba aquí, como ahora estás tú. De no ser por lo que yo hice aquella noche, solo habría podido esperar que el verdugo enviado por Sejano viniese aquí para degollarlo. Ahora, las cosas son más fáciles pero también más peligrosas. Los senadores están divididos en dos bandos.
– Creo que tú sabes con quién debes hablar -dijo Cayo en voz baja.
Durante aquellos años, muchos habían llorado en familia la muerte de los suyos. Volvían los nombres oídos con dolor impotente: Cretico, Valerio Mesala, los Gracos, Aurelio Cotta, Cecina Severo, Clutorio Prisco. Y el tribuno Silio. Y los Sosios, los valerosos libreros. Una procesión de fantasmas. «Si los tuviese al lado, vivos -pensó Cayo-, en vez de a este.»
Sertorio Macro dijo que había hablado con quien le había parecido necesario. Y aseguró:
– Roma está contigo, como estaba con tu padre, como estuvo con Marco Antonio y todavía antes con Julio César.