La imaginación de Germánico se emocionó, como le sucedería a la de muchos hombres después de él.
– Dime si el papiro que habla de la Atlántida todavía existe. Dime si es posible verlo.
– Llegas tarde, griego. Los papiros fueron quemados, no sé si debido a la violencia de los legionarios o a la voluntad de Augusto. Pocos pudieron ser escondidos, y no sé dónde. De nuestra historia solo queda lo que logramos esculpir, porque no se puede romper ni quemar. Pero ya no lo entiende nadie.
La noche del desierto descendía deprisa, con una franja purpúrea en el cielo de Occidente. Las sombras de las figuras grabadas en los muros del templo se desvanecían.
– Hazme acceder a su significado un momento -dijo Germánico-, antes de que oscurezca y ya no sea posible leerlas.
– Si tienes tiempo, te diré algo -contestó, vacilante, el sacerdote. No confundas nuestros símbolos animales con dioses, como hacen los griegos. La agudeza del halcón, la crueldad del chacal, la astucia del gato, lo enigmático de la serpiente o el caparazón de un escarabajo representan simplemente fragmentos del poder divino. Porque lo divino se revela a fragmentos. Ha infundido su amor por doquier, desde el buitre que limpia los cadáveres hasta el ruiseñor que canta por la noche. Si contemplas un animal, veneras la mente divina que está detrás de su forma. Veneras la obra maestra del dios. Y nosotros los reproducimos para dar a nuestras débiles mentes la idea del infinito. Y esto vale tanto para los que vivimos aquí como para los que han cruzado a la otra orilla. Porque lo divino está aquí y allí, eternamente. Y su fuerza lo mantiene todo unido.
Germánico sintió en su interior, como algo heredado, la emoción que había arrastrado y perdido a Marco Antonio. Y con dulzura, temiendo una negativa, propuso al sacerdote:
– ¿Vendrías conmigo y con mi hijo para guiarnos por este país? -El impulso que lo empujaba marcaría profundamente los días que le quedaban.
Pero, después de la invasión romana, el sacerdote había vivido en aquel templo larguísimos silencios, soledades absolutas, pensamientos que se desarrollaban sin sonidos de voces, y se tomó un tiempo antes de decir:
– Ta-ne-si es inmensa. ¿Qué te mueve a conocerla? -preguntó a su vez.
Germánico, ya dux de ocho legiones, no estaba acostumbrado a que lo interrogaran. Las únicas preguntas que era posible hacerle estaban relacionadas con una ejecución más exacta de sus órdenes. Por eso, en lugar de responder, declaró:
– Quiero remontar el curso del río. Busco un guía que me explique lo que mis ojos vean diciéndome la verdad. -Involuntariamente, su voz transmitía órdenes.
– Es un largo viaje -dijo el sacerdote para ganar tiempo-. Nuestro río, Jer-o -añadió para tratar de explicarse-, es el más grande que fluye en todas las tierras conocidas. Los griegos habéis escrito, sin fundamento, que se llama Neilos, y los romanos os copian y lo llaman Nilo.
– Diodoro de Agyrion también ha escrito -intervino de pronto el tímido Zaleucos, y eran sus primeras palabras desde que habían desembarcado- que un rey vuestro antiquísimo se llamaba Neileus, y que por eso el río…
– ¿Qué entiendes por antiquísimo? -El sacerdote sonrió-. Desde hace cuatro mil años grabamos los nombres de nuestros phar-haoui en la piedra, y yo nunca he visto el de Neileus-. Buscó una imagen que ilustrase las dimensiones del río y finalmente señaló el agua que fluía por delante de los escalones del templo, perezosa, luminosamente verde, como los tupidos papiros de las orillas; parecía densa y tibia, olía a hierba húmeda-. Esta agua,.lotes de llegar aquí, ha corrido sin parar durante más de siete lunas. ¿Tú hasta dónde quieres llegar? Porque, cuando encuentres la primera gran catarata, descubrirás que Jer-o, nuestro río, está a menos de la mitad de camino. Ahí empieza el reino de Meroe, los soberanos negros, y el río lo atraviesa todo. Y de cuanto existe más allá, hasta los montes de la Luna, nadie sabe nada.
– Quiero una embarcación cubierta, construida aquí, apropiada para el río, con buenos remeros y velas -decidió Germánico, ya absolutamente impaciente.
Se abstuvo de preguntar qué había sido del grandioso thalamegos, la navis cubiculata, de velas doradas y remeros nubios, en el que julio César había remontado el río con la jovencísima Cleopatra y en el que años después, en su lugar y con una Cleopatra de treinta y nueve años, había embarcado Marco Antonio para correr gloriosas y desesperadas juergas durante las últimas semanas de su vida.
El sacerdote advirtió que la pronunciación griega del extranjero se había endurecido; recordaba las voces de los tribunos de Augusto mientras saltaban a tierra en el muelle de Alejandría. Después miró a Cayo, que contenía la respiración, y pensó que, destruidas las bibliotecas de papiros y devastados los templos, la memoria solo podía confiar en los que sobrevivían.
– Si eso es lo que quieres -se decidió a responder-, te acompañaré hasta donde podamos ir.
En un pequeño codex -uno de esos cómodos cuadernos que, según se contaba en la familia, Julio César, el héroe de la dinastía, había inventado un duro invierno pasado en la Galia, en Bibracto, donde había empezado a escribir los siete libros del De bello Gallico, la historia de su larga guerra-, Cayo escribió uno tras otro los nombres de las ciudades y de los templos que daban al gran río; y, como muchos viajeros después de él, intentó dibujarlos ante la mirada irritada del apacible Zaleucos, que apenas hablaba y cuando lo hacía era porque le preguntaban algo. «Iunit Tentor», escribió Cayo, adaptando las palabras egipcias a los caracteres latinos, y en griego: «Denderah». Y luego, refiriéndose a una isla situada mucho más al sur: «Philac», «Philae».
Isis, un nombre que semeja un soplo de viento
Hasta que no llegaron al final del viaje -el regreso, siguiendo la corriente, fue bastante más fácil y rápido-, allí donde el gran río, al acercarse a la desembocadura, se ensanchaba en los innumerables canales de su delta, cuando el sacerdote dijo que al fondo, en el septentrión, se elevaba Alejandría, Germánico no le preguntó:
– ¿Puedes decirme quién es realmente la diosa que tiene, como dice mi hijo, un nombre que semeja un soplo de viento?
– Los pueblos han inventado muchos nombres para la divinidad -dijo el sacerdote-. La Gran Madre Frigia, Palas Ática, Afrodita Chipriota, Proserpina de Sicilia, Diana de Candía, Ceres de Eleusis, Juno, Belona, Hécate… Nosotros no rechazamos ninguno. Si tú has encontrado una manifestación de lo divino y le has puesto un nombre con amor, ¿por qué tendría yo que prohibírtelo? Es una necedad declararnos la guerra solo porque utilizamos palabras distintas.
Pero qué significaba el nombre «que semeja un soplo de viento» que él había pronunciado el primer día, y una sola vez, no lo dijo.
Germánico se mostró contrariado y él declaró con una humildad ambigua:
– Nuestros templos están ahora vacíos. El gran Rito no se repite desde hace muchos años. Solo puede realizarlo el phar-haoui, el faraón, como vosotros lo llamáis, pero Ta-ne-si, la Tierra Ama da, ya no tiene phar-haoui. Para celebrar ese rito, el phar-haoui Skorpio, que reinó antes que todas las dinastías, llevaba un gorro mágico de forma cónica que le ceñía la frente. Estaba hecho de electrón, la aleación de plata y oro que permite percibir el infinito, la que cubre también la cúspide del obeliskos, como decís vosotros. Pero el sacerdote_ que conocía la fórmula ha muerto.
– ¿Qué rito era? -intervino Cayo.
También entonces, al final del viaje, el sacerdote echaba migajas de información entre anchos espacios de oscuridad. Su vejez había perdido todo aquello que le importaba y su odio valeroso era fascinante. Señaló el agua del río, que crecía y fluía más deprisa de hora en hora.