– Aquí se ha combatido mucho tiempo -murmuró Germánico.
Se trataba, en realidad, de la rebelión egipcia de la que en Roma se había discutido con distraído y despiadado tedio. A lo largo de infinidad de millas, no se veía otra cosa. Por fin, hacia el crepúsculo, entre la arena y las palmeras emergió una lejanísima estela de piedra, con la cúspide dorada en la que se reflejaba el sol. Luego, de la arena empezó a surgir una descomunal muralla de granito.
– Sais -se limitó a decir el guía, señalándola.
Se refería al templo famoso en todo el Mediterráneo por su biblioteca milenaria y sus leyendas esotéricas. La muralla lo rodeaba como si fuese una fortaleza. Más lejos se entreveían las ruinas de una ciudad que debía de haber sido muy grande y que el desierto estaba invadiendo. A medida que uno se acercaba, la altura del templo aumentaba, cubría todo el campo visual. Una ancha escalinata descendía desde el costado del templo hasta las aguas lentas del río; en los peldaños más altos asomaban los detritos de la última crecida, en las esquinas se habían depositado montones de arena. Alrededor del edificio no se movía nada, ni un animal ni un hombre. Atracaron la barca y comenzaron a subir los escalones.
En el templo solo se podía entrar recorriendo una anchísima vía, entre dos filas de imponentes animales alados, esfinges y leones esculpidos en granito. Dos titánicos machones, construidos con piedras ciclópeas, lisas y perfectamente encajadas, enmarcaban la entrada. Las dimensiones de lo que abarcaban los ojos eran desmesuradas hasta el punto de causar vértigo. En la fachada de los machones había esculpidos miles de signos, alineados con rigor: animales estilizados, desconocidas figuras divinas, dibujos crípticos. Habían sido profundamente grabados en la piedra a fin de que resistieran milenios. Pero su significado era impenetrable.
Germánico apoyó una mano en el hombro de su hijo y le susurró en griego:
– ¿Habías imaginado una cosa así?
– No consigo leer nada -contestó Cayo-. Es humillante.
Miles de hombres expresarían ese pensamiento después que ellos.
En la entrada del templo no vigilaba nadie. Germánico preguntó al guía:
– ¿Es posible encontrar a alguien en este desierto que sepa explicar esos signos?
El guía dudó en responder, como si se tratase de un peligroso secreto, pero acabó diciendo que en las estancias más recónditas del templo -pasados el primero, el segundo y el tercer patio- aún vivía alguien. De hecho, en el enorme y desolado espacio entre los dos machones, vieron a un anciano que andaba despacio, el delgado cuerpo ceñido por una túnica lisa de lino blanco, los hombros desnudos, un pesado collar con pectoral, la cabeza rapada.
– El sacerdote -susurró el guía.
Era el último que quedaba vivo, dijo, y él solo, con un silencioso ayudante, se ocupaba del templo. Y con sincero dolor añadió que «antes de la guerra romana» los adeptos se contaban a cientos.
Entretanto, el sacerdote se acercaba a pequeños pasos mirándolos con tranquilidad, indiferente a su aspecto de extranjeros, como si dispusiera de mucho tiempo.
Germánico lo saludó e inmediatamente le preguntó en griego:
– ¿Puedes explicarme qué dicen estas antiquísimas inscripciones en las piedras?
Su petición había sido demasiado impaciente y directa; el viejo respondió, en un griego fluido, que podía leer esas inscripciones, traducirlas y explicarlas porque, como indicaban sus vestiduras, era un sacerdote. Sin embargo, no leyó ni tradujo nada.
El sol, ya bajo en el desierto, proyectaba sombras en los surcos de la piedra. Cayo recorrió con la mirada los signos, desilusionado, y preguntó a Zaleucos:
– ¿Ni siquiera tú eres capaz de leerlos?
El cultísimo griego permanecía en silencio.
– La lengua sagrada es grande -dijo el sacerdote-. No está compuesta solo de sonidos, como el griego. Tenemos veinticuatro letras, como vosotros. Pero para la lengua sagrada no eran suficientes: a lo largo de miles de años, hemos añadido otras siete. -Por la solemnidad del tono, parecía que supiese que esas siete letras, nacidas del alfabeto demótico, se perpetuarían, siglos y siglos después, en el alfabeto que hoy llamamos copto-. Pero, además de todo eso -dijo-, cada objeto que ves en la tierra, cada acción que realizas, cada idea de tu mente están representados en la lengua sagrada por una imagen. Porque entre el mundo visible y el invisible no hay separación.
Hasta ese momento, Cayo había creído firmemente que la lengua griega -que él dominaba con tanta elegancia- era el modo más elevado de expresarse en la faz de la tierra. Vio que su padre también callaba.
El sacerdote del pueblo derrotado y reducido a la miseria contemplaba su silencio con una sonrisa discreta y cansada que ni siquiera era odio. En su piel de color creta vieja, la cruda luz hacía más profundas todas las arrugas. Dijo que aquel templo había figurado durante milenios entre los más importantes del Alto y el Bajo Egipto.
– Desde donde estás, para llegar al jem, la cámara sagrada, debes contar seiscientos pasos de un andar de hombre resuelto.
Era realmente muy viejo; bajo la piel se entreveía el marfil de los huesos.
– ¿Te preguntas por qué nuestros santuarios están tan destrozados en comparación con las pequeñas cámaras de vuestros templos griegos?
– Sí -respondió impulsivamente Cayo.
– El templo representa el recorrido de tu vida. Mira desde dónde has llegado hasta aquí: tu camino comienza siempre en el septentrión, que es la oscuridad de la ignorancia, pero está flanqueado por esfinges y leones, símbolos de la fuerza divina que te protege porque buscas la luz del conocimiento. Fíjate…, para entrar en el templo solo existe este paso, porque único, y difícil, es el camino del alma. Y desde aquí accedes al jont, el primer patio rodeado de muros, donde tu alma debe separarse del mundo que está fuera. Pero al fondo del jont…, ¿lo ves…?, se abre el segundo paso. Desde allí, cuando estás preparado, entras en la ou-sej ho-tep, la sala de las ofrendas, donde el alma se consagra a sí misma. Y ahí encontrarás el tercer paso, y entrarás en el santuario, el sit ue-rit. Pero allí llegan poquísimos, así que no vale la pena hablar de eso ahora. Al fondo de todo, exactamente en el mediodía, en la luz del conocimiento, se alza el jem de granito, la cámara divina, donde solo puede entrar el phar-haoui, que los griegos -dijo sonriendo- llamáis pharaon.
Desde la abertura enmarcada por los inmensos machones con los cimientos enterrados ya bajo la arena, se veía que el primer patio estaba abandonado, sucio, y que faltaban algunas piedras del suelo; habían empezado a robarlas. Al fondo se abría el paso al segundo patio; lo flanqueaban dos inmensas estatuas de divinidades o soberanos, hieráticamente sentados en tronos de piedra.
– Las estatuas de los dioses de Éfeso no les llegan a las rodillas -susurró Cayo.
Zaleucos miraba sin decir nada.
El segundo patio estaba rodeado por un pórtico y también estaba desierto. Al fondo se entreveía el tercer paso. Y allí descollaba la altísima estela de granito rosa, con la cúspide dorada, que habían visto resplandecer desde lejos.
El sacerdote tendió la mano -su piel morena se adhería a los largos y finos huesos de los dedos-, señaló la estela y preguntó:
– Los griegos la llamáis obeliskos, ¿verdad? O sea, pequeño obilos, si no pronuncio mal, pequeño venablo. -Sonrió con indulgencia, pero esa sonrisa entre las arrugas nacía quizá de un gran desprecio-. A vosotros os gusta bromear. Pero no habéis comprendido. En la lengua sagrada, se llama ta te-hen, tierra y cielo, es decir, la mente del hombre que se eleva buscando la divinidad y se ilumina al encontrarla. -Empleaba vocablos y construcciones sintácticas que recordaban a los escritores antiguos; debía de haber adquirido su conocimiento refinado del griego en los libros-. Si navegáis bastante río arriba, encontraréis un lugar llamado la Mon taña de los Muertos. Veréis dos estatuas de un antiguo phar-haoui. Son enormes, tanto que un hombre puede tumbarse sobre una de sus manos. Son estatuas sagradas; nosotros las llamamos men-nou. Pues bien, los griegos las confundisteis con un personaje de Homero que se llama Memnón. Lo he leído en vuestros escritos: llamáis a esas estatuas los colosos de Memnón. Pero nosotros no conocemos a nadie que lleve ese nombre.