Tanto las palabras como la sonrisa eran humillantes.
– ¿Quién es tu dios? -lo interrumpió Germánico.
– Los nombres de la divinidad son muchísimos. Mira…, están grabados en ese granito siete mil veces. -Ante la inexplicable inmensidad de aquel número, meneó la cabeza-. Los griegos preguntan los nombres de las ciudades y de los dioses extranjeros y luego los escriben mal en sus numerosos libros. Nuestra ciudad sagrada se llama Hait-Qa-Ptah, que significa «palacio del espíritu»; los griegos entendieron Ae-gy-ptus e incluso escribieron que es el nombre de todo nuestro país. Sin embargo, el nombre del país es Ta-nuit, la Tierra Negra, fecundada por nuestro gran río. Aunque también la llamamos Ta-ne-si, Tierra Amada. Los romanos, al contrario que los griegos, no se informan para escribir libros; quieren conocer los dioses de los otros pueblos y congraciarse con ellos a fin de que les den la victoria.
Debía de haber vivido amargamente todos los días de aquella guerra, pero decía la verdad: Roma acogía entre sus innumerables dioses a las divinidades de los pueblos contra los que combatía o a los que derrotaba; y un rito arcaico nacido durante guerras feroces en sus puertas, la evocatio, debía convencerlos, con abundantes ofrendas y sacrificios, de que abandonaran a sus miserables protegidos y se aliaran con las poderosas armas romanas.
– Son ideas infantiles -dijo el sacerdote, meneando la cabeza.
No sabía que la invención había surgido de caudillos desencantados y cínicos para animar a los súbditos atemorizados por los misteriosos ídolos extranjeros. Y durante muchos siglos más, conquistadores de diferentes creencias declararían, en los momentos de máximo riesgo, que la divinidad combatía a su lado y bendecía las matanzas, mientras que sus enemigos afirmaban lo mismo.
– Me has dicho que quieres conocer los signos grabados en estas piedras. En primer lugar debes saber que esos signos dieron a los hombres el poder de transmitirse palabras y números desde distancias enormes, sin verse ni oírse: la escritura. Son el regalo que hizo a la humanidad la Gran Madre Isis.
El chiquillo preguntó quién era esa diosa.
– Tiene un nombre que semeja un soplo de viento -dijo.
El sacerdote no contestó.
– Los griegos también llamáis jerogliphica a nuestra escritura, ¿verdad? -preguntó con amable ironía-. Es decir, escritura sagrada esculpida en la piedra, escritura de los dioses. En aquellos tiempos aún no se había inventado el sagrado papiro, que se nutre del flujo caliente de nuestro río, y mucho menos el impuro pergamino, que se hace con pieles de animales muertos en tierras frías que durante el invierno no ven el sol. Nuestros sacerdotes trazaron en planchas de marfil los caracteres dictados por la Gran Madre Isis; algunas son tan pequeñas como la falange de un pulgar. Después modelaron vasos de arcilla y también ahí grabaron los caracteres sagrados a fin de que no se perdieran. Y lo escondieron todo en los sagrados sótanos de Ab-du, la ciudad madre, que vosotros llamáis Abydos. Esto sucedió en una época tan lejana que casi no puedes concebirla. El sol del día que los romanos llaman solsticio -Germánico notó que pronunciaba con deliberada corrección la palabra latina-, el día más largo del año, ha iluminado el templo de Ab-du cuatro mil doscientas cincuenta veces desde entonces.
Cayo había crecido en los inhóspitos y lejanos bosques del Rin, y en ese instante pensó: «Aquellas tierras nórdicas, allá arriba, y este templo aquí abajo, en el desierto, están oprimidos en el mismo momento entre las manos de Roma». Era un pensamiento casi insoportable para sus pocos años y nunca podría olvidarlo. Preguntó al sacerdote si él había visto esas planchas y esos vasos.
– Quizá yo sea el único que ha podido verlos -respondió de inmediato el viejo, inflamada su débil voz por el orgullo de ese privilegio-. Tenía tus mismos años, y tu curiosidad. Estudiaba en el templo de Ab-du. El sumo sacerdote me apreciaba y bajé con él los escalones de los sótanos, ciento veinte, empinados y fatigosos; y era de noche: no se puede llamar durante el día a la puerta del reino de los muertos. Y vi los vasos y las planchas de marfil amarillento con los signos sagrados.
Germánico, que se sentía asaltado por un mundo irracional, preguntó cómo se podía saber que todo eso tenía realmente cuatro mil años de antigüedad.
– El templo de Ab-du ha sido reconstruido siete veces a lo largo de los milenios -respondió el sacerdote con un leve temblor provocado por la irritación-. Mientras bajaba la escalera vi los siete cimientos, uno debajo de otro, cada vez a más profundidad. Porque debes saber que, de los siete constructores de Ab-du, ninguno destruyó esa escalera; todos edificaron alrededor de ella los nuevos muros y construyeron un nuevo tramo de peldaños. Y grabaron allí el cartucho de su soberano. Cuando, bajando desde el séptimo estrato, el más alto, a través del sexto y del quinto llegué al cuarto, vi grabado el nombre de Keops y comprendí que Ab-du es mucho más antigua que el gran edificio mágico, de cuatro caras y sin aberturas, el más grande construido jamás por los hombres, que los griegos, bromeando como siempre, llamasteis pyramis, es decir, tarta, aunque su nombre sagrado es otro… Bajando más, vi que los cimientos de Keops se apoyan en los de un templo construido por la dinastía tinita, o sea, hace dos mil quinientos años. Y ese es el tercer estrato. Pero bajando todavía más vi que el templo tinita está a su vez sobre el más antiguo aún que levantó Narmer y que constituye el segundo estrato. Para llegar desde entonces hasta hoy debes contar tres mil trescientos años. Al fondo de todo yacen los restos del templo original; allí no se pueden leer nombres porque lo construyeron antes de que la Gran Madre Isis nos regalase la escritura. Las planchas de marfil y los vasos con los signos sagrados están escondidos allá abajo.
Germánico no dijo nada, pero su silencio era fruto de otros pensamientos: se decía que julio César y Marco Antonio debían de haber sido víctimas de un encantamiento igual al que él sentía que estaba atrapándolo.
– Quiero ver Ab-du -declaró, estremeciéndose.
La voz del viejo sacerdote cambió de timbre y lo desilusionó de inmediato.
– Cuando Augusto desembarcó en Canope para traernos la guerra, nuestros sacerdotes tapiaron las puertas y los ciento veinte peldaños de Ab-du. Y todos los que conocían el secreto murieron en la larga matanza de Cornelio Galo. -Escucharlo producía una imprevista vergüenza por la victoria-. Si ahora a mí me fuese concedido -concluyó, como cerrando una puerta- volver a Ab-du, no sería capaz de encontrar nada. Por allí ha pasado la guerra, ha destruido edificios y palmerales, ha hundido los diques de los lagos sagrados; y después, sobre los escombros y los muertos, el viento ha acumulado montañas de arena.
Su memoria, colmada de dolor, convertía cada palabra en una recriminación, y hablaba en el tono irrefrenable de quien ha tenido que callar mucho tiempo. Entretanto, el sol desaparecía detrás de la orilla occidental del gran río.
El sacerdote señaló el interior del templo.
– Ahí dentro -dijo-, por primera vez en la vida de los hombres, fibras de papiro cultivado en el gran río se convirtieron en hojas sobre las que escribir. Ahí reunimos las historias más antiguas. Para leerlas, vinieron también muchos de los vuestros: Pitágoras, Eudoxo, Heródoto de Turios… Ahí dentro, un filósofo muy célebre después, Aristocles Platón, descubrió la historia de la Atlán tida, la isla que en un cataclismo que duró una noche y un día, hace ocho mil años, se hundió en el Gran Mar de Occidente. Algunos dicen que es una leyenda. Pero hasta vuestro Diodoro de Agyrion dice que en el desierto, en Mauritania quizá, existía un enorme lago llamo Tritonio que desapareció, engullido por la arena, cuando la Atlántida se hundió. Todo fue recogido dentro de estos muros, con amor infinito, porque era la memoria viva de todos los hombres anteriores a nosotros -concluyó, pero no invitó a los extranjeros a entrar.