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Luego, del fondo emergió una pequeña barca que contenía un botín cogido a la buena de Dios: vasijas de cerámica y de cobre, restos de muebles, un montón de resistentes tejas… Entonces se dedujo que alguien, una vez cortadas gúmenas y amarras y soltadas las anclas, había sacado a toda prisa las naves -condenadas a no navegar nunca más- a una zona de la orilla llana y accesible a los carros, para saquearlas rápida y desordenadamente. Más tarde se descubrió que los objetos y las monedas que habían quedado en las naves pertenecían a la época del emperador Cayo César. No había nada de épocas posteriores. Las naves habían sido hundidas en el lago inmediatamente después de su muerte. Por último se constató que habían vertido en su vientre una mezcla de arena y piedras, un pesado lastre, y que habían abierto a hachazos en los cascos grandes brechas, a fin de que se sumergieran rápida y definitivamente.

Así pues, el hundimiento de las naves no había sido un accidente fortuito, ni un ciego y burdo acto de vándalos, ni la descomposición producida por el paso del tiempo. Había sido la imperiosa acción destructora de quien disponía de medios técnicos y de poder para llevar a cabo una operación complicada. Y quizá la brusca interrupción de las obras del templo y del teatro, el odeion, guardaba relación con el hundimiento de las naves. Lo que significa que había actuado una poderosa voluntad política. Pero ¿por qué? Durante muchos años nadie se preocupó de buscar los motivos.

CAPÍTULO VI

La deliciosa estatua de Drusila, que murió antes de cumplir veinte años.

Un día, de las aguas de lago Nemorensis fue rescatada una teoría de estatuillas de bronce, un cortejo procesional que actualmente se conserva en el British Museum. La más bella y refinada es Drusila, la hermana del emperador que murió siendo muy joven: viste una túnica ritual, bajo la cual se entrevén una sandalia y un fino tobillo. Bajo el pecho juvenil lleva anudada una cinta; el pallium se enrolla con gracia sobre un hombro y alrededor de las caderas. El escote es discreto. En el cuello y en las muñecas lleva collar y pulseras rituales, de red de oro elástica. Los cabellos, cortos, están bien peinados; la boca tiene una expresión enfurruñada; las cejas son rectas. En las manos, de delicadas muñecas, sostenía objetos rituales isíacos que se hicieron añicos.

El retrato del poeta Fedro. El herma bifronte (Fedro-Esopo) que el emperador quiso para su poeta fue realizado realmente. Ese mármol tan bello y singular ha sobrevivido al paso del tiempo, aunque hasta hace muy poco no se ha interpretado correctamente su significado.

La mujer que fue madre de Nerón. De la hermana traidora del emperador tenemos una estatua, actualmente en el Museo Lateranense. Dado el volumen del pecho y de las caderas, no debía de ser muy joven cuando posó. Quizá ni siquiera hubo conexión psíquica e intelectual con el artista que la esculpió, porque el rostro es inexpresivo y las diferentes capas de tela caen pesadamente sobre el cuerpo, sin ninguna armonía. Se observa, en cambio, una materialidad instintiva, quizá también una notable fuerza física. Las manos son asimismo muy fuertes. Casi aflora un anuncio de la energía con la que, años después, luchó desesperadamente cuando su hijo Nerón mandó matarla.

El ajuar votivo para la Diosa Madre Isis y la pequeña Bastet. Cuando vació la hija del emperador, en Lugdunum, el inventario del suntuoso ajuar votivo fue grabado en una placa y colocado en el templo nemorense: collares, pulseras, vestidos de seda, sistros, pebeteros. Fue encontrado después de muchos siglos, aunque en ese momento nadie conocía su origen.

Los desconocidos edificios egipcios. El sueño no cumplido del viaje a Egipto dejó huellas arqueológicas. En torno a 1830, un estudioso llamado Girolamo Segato viajó al alto Egipto y encontró un templo que los griegos habían llamado Tentyris y nosotros llamamos Denderah, pero cuyo nombre místico era Iunit Tentor. Las paredes exteriores estaban recubiertas de enormes bajorrelieves. Cleopatra, la última reina, estaba allí con su hijo Tolomeo César. Junto a ella aparecía sorprendentemente un emperador romano que llevaba los antiquísimos emblemas faraónicos: la cobra sagrada y el disco solar a modo de corona, el cetro con cabeza de lebrel, la fina fusta y el jopesh de hoja curva en la cintura. Vestido de este modo, el emperador ofrecía a la diosa de los mil nombres, Isis Mirionima, la nave sagrada. Pero el bajorrelieve no estaba terminado, la cara no era reconocible, en los cartuchos no había sido grabado el nombre imperial.

Girolamo Segato vagó por las inmensas ruinas. La arena había cubierto suelos, escalinatas, bases de pilares y columnas, se había amontonado formando dunas contra las paredes y bajo los pórticos. La desmesurada altura del templo parecía aplastada, pero su longitud era colosal. En el antiguo Egipto, si se añadía a un templo -por devoción o como agradecimiento por una victoria- un vestíbulo, una sala o un pórtico, este se construía siempre en el lado de la entrada. Girolamo Segato, hundido en la arena, entró y enseguida vio una vastísima sala hipóstila, sostenida por dos grupos de doce columnas. Y se quedó atónito, porque no eran pilares de estructura egipcia, sino columnas de la época imperial romana. Así pues, un desconocido emperador romano no solo se había hecho representar en aquellos bajorrelieves, sino que había añadido al templo un gran vestíbulo, un nuevo jont. ¿Quién podía haber llegado hasta allí? Los emperadores del siglo n, sobre todo Adriano, habían dejado monumentos importantes, pero se conocían; eran citados, como una gloria, en sus biografías. En este caso, en cambio, el silencio era absoluto.

En una esquina donde el viento no había acumulado demasiada arena se veían los basamentos de las veinticuatro columnas; Segato levantó los ojos y calculó que tenían quince metros de alto. Después vio un impresionante techo de piedra, dividido en gigantescos cuadrados. Allí arriba -intactos los deslumbrantes colores en la aridez del desierto- habían pintado un magnífico ciclo de imágenes. Era un misterioso texto de astronomía mágica: las treinta y seis regiones celestes y los treinta y seis decanos del año egipcio, los nombres divinos de los treinta días de cada mes y los cinco días sin nombre que inician el año; los cuatro puntos cardinales y las constelaciones; y las doce deslumbrantes barcas de las doce horas de la luz y las barcas oscuras de las doce horas nocturnas, los catorce días de la luna creciente y los de la luna menguante. Pero después aparecieron las figuras del zodíaco romano, que el antiguo Egipto no había conocido. Por lo tanto, la existencia de aquella maravillosa pintura y del edificio se debía a la voluntad de un emperador romano.

Sin embargo, sobre el constructor de esa enorme obra, que ascendía de la arquitectura a la filosofía, ningún historiador conocido por nosotros había escrito nunca una palabra. Y por fin, un día, en una esquina del techo de granito, alguien vio que, encerrado en el cartucho como el nombre de un phar-haoui, estaba esculpido el nombre del emperador romano Cayo César Augusto Germánico, conocido entre nosotros como Calígula. Se hallaba colocado en el punto en el que Isis Tiché protegía el cuadrante de Virgo, «el de su nacimiento». Entonces algunos empezaron a preguntarse por qué estaba ese nombre inscrito allí.

Más tarde, en la isla de File se descubrió un grandioso pórtico de época romana: sostenido por treinta y dos inmensas columnas, se extendía a lo largo de todo el lado occidental, hasta la entrada del antiguo templo dedicado a la diosa Isis. Pero en el lado oriental la gigantesca construcción había quedado interrumpida: enormes bloques de granito yacían en el suelo desde hacía siglos. Con todo, alguien había esculpido en la piedra el nombre del constructor: el joven emperador Cayo César Augusto Germánico. Y nadie había llegado hasta aquella lejana isla para ejecutar la sentencia de los senadores y borrarlo. «Te saludo, Isis, te saludo, reina…», decía.