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CAPÍTULO III

El templo isíaco de Benevento. El templo isíaco de la ciudad donde Agripina, después del asesinato de Germánico, vio en sueños la luz fue suntuosamente enriquecido en la época de Cayo César. Más tarde quedó sepultado bajo la catedral cristiana. En la Edad Media suscitó un gran número de oscuras leyendas. Tuvieron que pasar siglos antes de que reaparecieran, para encontrar la paz en un museo, las decenas de estatuas y los suntuosos objetos decorativos escondidos bajo tierra.

El mausoleo de Augusto. El mausoleo donde Agripina, arropada por una clamorosa emoción popular, depositó las cenizas de Germánico sufrió con el paso del tiempo una suerte lamentable. Tras la caída del imperio, los muertos famosos reunidos allí dentro ya no importaron a nadie. El primer saqueo lo perpetró en octubre del año 410 Alarico el Balta, temerario general visigodo. De lo que sucedió después, en medio de desastres colectivos mucho más sangrientos, nadie dejó constancia escrita. En torno al año 950, en la cima del monumento -quién sabe adónde había ido a parar, mientras tanto, la estatua colosal de Augusto- construyeron una capilla que la confusa memoria popular llamaba Sant'Angelo «de Agosto». En la Edad Media, la poderosa familia Colonna transformó aquella mole en una sólida fortaleza. Luego, esta se convirtió, como muchos otros edificios imperiales, en cantera de mármol y ladrillos a bajo precio; y sobre la muralla se levantaron casas. En el Renacimiento, sobre la gran estructura se instaló un jardín, tras lo cual el vasto espacio circular interno se convirtió en palestra para celebrar combates y hasta en plaza de toros, donde tuvieron lugar corridas que provocaron la excomunión papal. Por último se transformó en teatro, sede de célebres operetas francesas. Hasta el siglo xx las estructuras imperiales no volvieron, y de forma incompleta, a la luz.

El amor y el odio por Germánico han dejado testimonios arqueológicos. En 1963, por ejemplo, se encontró en Amelia, en Umbría, entre viejos escombros, un bronce de aproximadamente dos metros de alto, salvajemente hecho añicos. Tras ser recompuesto con paciencia, resultó ser una estatua de Germánico: la lanza en la mano izquierda, la capa recogida sobre un brazo, calzado militar y la derecha extendida, el jefe dirige un discurso, una adlocutio a sus hombres. Su rostro transmite serenidad y seguridad. Quizá evoca el día en que, con un gesto de fidelidad extrema, apaciguó a las ocho legiones que querían ir del Rin a Roma. Viste la ligera lorica de gala, un trabajo de gran calidad con decoraciones damasquinadas. Pero la coraza no lleva escenas de guerra, sino que representa una antigua tradición: Aquiles, armado, protegido por el escudo, agarra del cabello al joven Troilo, que va desarmado, lo derriba del caballo y lo mata. Tal vez por ese fuerte significado acusatorio, la estatua no permaneció mucho tiempo sobre su pedestal. Todavía nueva, fue rota en mil pedazos con violencia deliberada, pues era un sólido bronce, pero no para fundir de nuevo el metal. La tiraron, la enterraron, y así continuó hasta la actualidad.

El proceso de Julia, la hija de Augusto. La cruel maniobra de desinformación política en torno a los asuntos de Julia, la hija de Augusto -una de las primeras, y con más éxito, de la historia clásica-, se mantuvo durante siglos. Escribir sobre historia era casi siempre una pesada cuestión de mitos preestablecidos, citas y copias. Era, además, una empresa masculina; las voces de la otra mitad del mundo permanecían despreciativamente sometidas. Decenas de solemnes y austeros historiadores, ciegos a todas las incongruencias, describieron esa perversa tragedia como un castigo necesario, infligido por un noble padre a una hija «disoluta».

La villa de la isla de Pandataria. Se ha descubierto que para construir el puerto de la isla donde más tarde Agripina fue condenada a morir -actualmente Ventotene-, su padre, Agripa, el gran marino, había retirado sesenta mil metros cúbicos de roca excavando hasta una profundidad de tres metros bajo el agua. En la planicie llamada hoy punta Eolo quedan los restos de una monumental escalinata, mosaicos y mármoles coloreados, con nichos que albergaban estatuas de jardín. Apareció también un pórtico, y los restos de las termas y de un templete espectacular. La villa fue saqueada durante siglos, además de sacudida por terremotos. Poco a poco, casi todo fue cayendo al mar. Los Borbones de Nápoles instalaron allí una torre de vigilancia y utilizaron como durísima galera una enorme cisterna que conservó el nombre de Gruta de los Presidiarios. Sir George Hamilton, que vivió treinta y cinco años en Nápoles como embajador británico, llevó a cabo la última expoliación devastadora. Pero la nave, cargada con estatuas, bronces y mármoles, se hundió en algún lugar desconocido del Tirreno. Los objetos que se salvaron están en el British Museum.

La villa tiberiana de Sperlonga. La villa y la spelunca fueron abandonadas y devastadas a partir del siglo IV. En un refugio situado en mitad de la cuesta se instaló un célebre anacoreta cristiano. Y como Tácito, hablando de ese lugar, lo había llamado con imprecisión nativo in specu, gruta natural, cayó en el olvido y nadie se sintió tentado de buscarlo. Ese espacio tan revelador desde un punto de vista psicoanalítico salió de nuevo a la luz por casualidad en el año 1957, ante la mirada atónita de los ingenieros que estaban construyendo una autovía. Los arqueólogos acudieron inmediatamente y se constató lo incompletas o desorientadoras que son a veces las informaciones de los historiadores, incluso de los famosos. De la arena se recogieron los siete mil trozos en que alguien, con histérica brutalidad, había roto el titánico grupo marmóreo de Escila. Mientras lo reconstruían con exquisita paciencia, se vio que era el más grande de la antigüedad romana, y contemplarlo de cerca corta la respiración todavía hoy.

Los pretorianos. Los soldados pretorianos organizados por Elio Sejano se ganaron rápidamente una peligrosa fama de tener tendencia a revueltas y conspiraciones, y se mantuvieron como cuerpo durante tres siglos. Los disolvió Constantino, pero para sustituirlos por milicias devotas a él y al nuevo poder que estaba naciendo. Han llegado hasta nosotros algunos retratos suyos en mármol. El casco es tan ajustado que les forma arrugas en la frente, de manera que presentan una expresión ceñuda. Los cubremejillas y el protector de la barbilla son anchos y pesados, encierran el rostro con una dureza invulnerable, intensa como un voto religioso. De hecho, Tiberio eligió como distintivo para ellos el escorpión africano, de aguijón largo y curvado, fatalmente decidido a morir con tal de matar al enemigo.

La residencia del monte Vaticano. Tras la detención de Agripina, la residencia fue abandonada. La ocupó brevemente, y la amplió, el último emperador de la dinastía Julia-Claudia, Nerón. Más tarde, las terribles leyendas medievales sobre el emperador asesino de cristianos, suicida y condenado, fantasma sin sosiego, dejaron en torno a ese lugar un aura de miedo. Después, la zona fue en gran parte ocupada por los edificios cristianos del monte Vaticano. Por último, los restos de la villa se perdieron bajo otras construcciones: un solemne criptopórtico, fragmentos de mosaico en algunos sótanos, una columnata en el claustro del Hospital del Espíritu Santo… Ya en nuestros días, aparecieron espléndidos frescos, entre ellos la victoriosa batalla naval de las Égates: Augusto está de pie en la orilla con el manto púrpura: desde las naves, los suyos llevan ante él un prisionero. Se ve también a su hija, Julia, y la imponente figura de Agripa victorioso a su espalda. Se dice que otra parte de la residencia -no sabemos cuánta- fue destruida a finales del segundo milenio para construir un espacioso aparcamiento. Al parecer, entre los escombros aparecieron fragmentos de mármol, ladrillos antiguos, trocitos de frescos…