Entretanto, una delegación mixta mayoría-oposición había ido a ver a Claudio; pero el anciano se había escondido muy bien y, en vista de que el tiempo corría peligrosamente y la asamblea podía incluso cambiar de idea, el preocupado Calixto lanzó a las cohortes pretorianas en su busca por todos los salones, los criptopórticos, las habitaciones, las termas y los sótanos de los palatia imperiales. Los pretorianos se precipitaron porque sabían lo que perderían si no lo encontraban. Y la suerte del imperio romano se decidió porque un mílite que registraba maldiciendo el pabellón de servicio de las terrazas de la antigua Domus Tiberiana, vio asomar un par de zapatos por debajo de una cortina.
El viejo, que estaba escondido detrás, creía que habían ido para matarlo y suplicaba, tartamudeando, que le perdonaran la vida, mientras su descubridor se esforzaba en explicarle que, por el contrario, lo esperaba el imperio. Acudieron sus conmilitones y lo sacaron de allí; y todos los pretorianos, debidamente dirigidos, lo aclamaron emperador.
Claudio, aconsejado con prontitud por Calixto, se los ganó definitivamente regalando a cada uno de ellos una elevada suma de las arcas imperiales, que según Saturnino había vaciado Cayo César. El Senado se plegó y eligió dócilmente a Claudio sobre los escudos de los pretorianos.
– Con este regateo se ha puesto fin a una guerra -dijo con resignación un senador.
– Mejor así que con las armas -se consolaron otros.
Alguien, más reflexivo, opinó:
– Hemos perdido todos.
De hecho, desde los tiempos de julio César, aquella guerra entre poder senatorial y poder imperial había durado casi un siglo. Y en medio de delitos, revueltas, represiones y conspiraciones, había transformado Roma de una rígida república a una magnífica monarquía imperial. Pero el imperio se había convertido en una herencia militar; el Senado había quedado reducido a un órgano consultivo, una academia cuyos miembros exaltaban, impotentes, los antiguos orgullos patricios.
– Yo he mantenido mis promesas -declaró Calixto en el tono de quien reclama el pago de un préstamo.
De hecho, durante todo el reinado de Claudio conservó e incrementó con tranquilidad riquezas e influencia. Nadie tuvo interés en recordarle su antigua camaradería con el difunto Cayo César, e incluso logró no figurar en la historia, porque los historiadores omitieron su indigna biografía: se mirara como se mirase, era vergonzoso que un emperador romano debiera su imperio a un ex esclavo.
Pero el Poder, que se había servido violentamente de hábiles ejecutores materiales, decidió con prudente cinismo que dejar vivir a los regicidas significaba construir un pésimo ejemplo para el futuro. Y puesto que -pese a las numerosas matanzas de la historia romana- hasta entonces nunca se había visto que, en los sagrados palatia de Augusto y con la connivencia del noble Senado, se degollase a una mujer embarazada y se matara a una niña de trece meses, Casio Quereas, julio Lupo «y otros», exaltados el día antes como restauradores de la libertad, fueron condenados con toda la dureza del ius romano contra los regicidas: flagelación y muerte en la cruz.
Mientras sus cómplices estaban conmocionados por la atroz sentencia y la increíble agonía que comportaba, Quereas no manifestó reacción alguna, como tampoco la había manifestado las decenas de veces que se le había ordenado matar, y pidió bruscamente al exactor supplicii, el oficial encargado de las ejecuciones -quien con ojo técnico ya sopesaba la dificultad de levantar aquel pesado cuerpo con las muñecas clavadas al patibulum-, que se diera prisa.
– Sin lamentaciones -dijo-. Me disgusta vivir a las órdenes de estos nuevos patrones.
El exactor lo complació en la medida de lo posible en tan espeluznante tipo de muerte. Y él murió sin que le arrancasen un gemido.
Claudio, en un acceso de dignidad, prohibió que aquel sanguinario vigésimo cuarto día de enero fuese considerado día festivo. En cuanto a lo demás, se sometió por completo a los optimates y, sin alterarse, ordenó destruir cuanto podía turbar el nuevo régimen y recordar desagradablemente el antiguo.
– De Egipto me encargo yo -anunció despiadadamente Sextio Saturnino, tras lo cual enumeró las obras que había que abandonar en las arenas del desierto.
En vano habían visto siete años antes los sacerdotes egipcios renacer de las cenizas, después de cinco siglos, al mítico Fénix.
Mucho polvo cubrió también en Roma las nuevas ruinas. Delante del pórtico del templo isíaco, furiosamente incendiado entre el griterío de una muchedumbre supersticiosa, con sus ornamentos de turquesas y de marfil, sus estatuas de cuarzo, granito y diorita y sus frágiles papiros, Valerio Asiático observó con cáustico fastidio;
– Destruir los monumentos del enemigo debe de ser un placer más intenso que comprarse una virgen de Bitinia, pero yo soy demasiado viejo para atreverme a comparar.
En el primer año de su imperio, el joven Cayo César se había arriesgado a decir: «Los hombres se lamentan de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo». Los vencedores se acordaron y, sobre las serenas aguas del lacus Nemorensis, las naves de mármol que flotaban ligeras fueron asaltadas de improviso por dos cohortes pretorianas con inesperadas herramientas de trabajo.
– Daos prisa -gritó desde lo alto de su caballo el tribuno que dirigía la operación-. Antes de que oscurezca no debe quedar nada.
Con violencia profesional, los pretorianos saltaron a bordo de las naves. La escasa gente de los campos circundantes que había visto bajar al lago a aquellos fragorosos jinetes se quedó aterrorizada mirando. Los pretorianos arremetieron contra los atónitos sacerdotes, que, dudando entre suplicar o intentar defenderse, se habían refugiado en el jem, los arrastraron por el puente, los acuchillaron, los arrojaron al agua agonizando o muertos y, mientras los cuerpos flotaban con sus blancas vestiduras, empezaron a tirar al lago, sin orden ni concierto, vasos, arpas, sistros y estatuas que el agua engulló de inmediato.
La gente que miraba huyó y se dispersó por los bosques, preguntándose el porqué de aquella devastación.
– ¡Han matado al emperador! -anunció alguien.
Los pretorianos cortaron las amarras de las anclas; tirando de los cabos, acercaron las naves a la orilla y cogieron todo lo que podían llevarse, hasta las tejas de bronce.
Con violencia jadeante, en la que se mezclaban miedos supersticiosos, el tribuno gritó:
– ¡Ahora hundid esas carcasas embrujadas hasta el fondo! ¡Que no quede nada flotando! ¡Es una orden imperial!
Los hombres tenían más prisa que él; furiosamente, jadeando a causa del tremendo esfuerzo y de los pensamientos siniestros que los atormentaban, volcaron en las sentinas carretadas de piedras y de arena, rajaron y desfondaron las quillas a hachazos. Por último, echaron al agua las herramientas contaminadas por el maleficio y saltaron a tierra con alivio.
Agazapados entre los arbustos de las colinas que rodeaban el lago, campesinos y pastores, que conservarían el recuerdo durante generaciones, miraban en silencio. A pesar de las brechas, el agua tardó muchas horas en inundar totalmente los sólidos cascos diseñados por el imaginativo Eutimio, y estos no empezaron a hundirse con elegante lentitud hasta el anochecer, mientras se llevaban de Miseno a Eutimio, encadenado, ante los ojos atónitos de sus hombres.
La Me-se -ket, con sus fuertes baos y sus larguísimos reinos, se sumergió sin volcarse, y se la vio descender con un leve regolfo, corno una sombra cada vez más oscura en el agua.
La Ma-ne -yet, la nave de oro, en cambio, mientras el agua comenzaba a correr sobre su puente sin remos ni velas, tembló y, al tiempo que el jem, con las puertas derribadas, se venía abajo entre una masa de escombros, se hundió por la proa.