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Pero ella había ido hasta él. ¿Por qué lo había hecho, Señor, por qué le había permitido amarla, para después decirle lo que pensaba de él? ¿Que era un fracasado, un fraude, tan incompetente que le daba miedo que cabalgara hacia el peligro?

Siempre sucedía así. Un instante de equilibrio, un momento de unión, y a continuación todo se hacía pedazos. Esta vez había sido distinto, nuevo, diferente, y sin embargo había vuelto a suceder lo mismo que en ocasiones anteriores; y todo desaparecía ya en el tiempo y en el recuerdo. Se desesperó al pensarlo, se echó boca abajo sobre la cama y apretó una almohada entre las manos como si pudiese estrangularla.

«Te amo -pensó con furia-. Te demostraré que esta vez es diferente.» Se sentó con la almohada en la mano y la golpeó contra el poste de la cama. «¡Es distinto!» Apretó los dientes y golpeó la almohada por el otro lado. «Te quiero… Te lo demostraré… Te amo… Te lo demostraré… es diferente, nuevo, distinto…» Siguió dando golpes hasta que las plumas empezaron a flotar a su alrededor. Era imposible atraparlas, combatirlas o dominarlas.

Capítulo 20

Al llegar el crepúsculo, Dulce Armonía lo oyó y se irguió sobre su costura. Su mirada buscó la de Castidad. El sonido resonaba en la calle silenciosa; los cascos del caballo repicaban contra la piedra en solitaria cadencia.

Habían pasado cuatro días. Las manos de Castidad estaban enrojecidas y ensangrentadas, hinchadas a causa de las ortigas que tenía que llevar consigo a todas partes como símbolo de su arrepentimiento por haber dado un empujón a Ángel Divino. Las ortigas estaban ahora en su regazo, secas y tiesas; habían perdido los pelillos irritantes por las horas de contacto con su piel. Por la mañana, Ángel la acompañaría hasta el prado para asegurarse de que cortaba un nuevo ramillete de penitencia.

Armonía bajó los ojos, temerosa de que la traicionara el vuelco alocado de su corazón. Estaba de vuelta. Había dicho que regresaría, y lo había hecho. Armonía vio el rubor escarlata que tiñó el rostro de Castidad.

«No te levantes -quería gritarle Armonía-. No te muevas, no hables.»

Pero no se atrevía a dejar ver que había oído aquel sonido en la calle mientras Ángel Divino siguiese allí sentada con ellas. Contuvo la respiración y continuó con su labor, clavando la aguja en el lino con movimientos nerviosos.

– Oigo que el maestro Jamie nos llama -dijo Ángel Divino, dejando a un lado su costura.

Armonía no oía otra cosa que el golpear de las herraduras en los adoquines.

– Vamos -dijo Ángel poniéndose en pie-. Tú debes coger las ortigas, Castidad.

Armonía se levantó. Castidad emitió un leve sonido al ponerse de pie, pero Armonía no podría decir si fue de dolor, de ira, de miedo o de protesta.

– ¿Has dicho algo, querida hermana? -preguntó Ángel con cariño.

– No, Ángel. -Castidad inclinó el rostro.

– Tu tiempo de aflicción pronto terminará. Debes asumirlo con elegancia y obediencia en tu corazón.

– Sí, Ángel -murmuró Castidad-. De verdad que lo siento.

– El maestro Jamie quiere que nos unamos a él para destruir la amenaza del diablo -anunció Ángel Divino con serenidad, y esperó a que las otras saliesen por la puerta antes que ella.

En las profundas sombras de la noche ya había otros hombres reunidos, alineados a lo largo de la calle al lado de los montones de piedras que habían recogido. Eran para defenderse, para luchar contra la influencia del diablo. Esta vez estaban preparados. Calle abajo apareció el diablo, a lomos de su caballo, cubierto por la deslumbrante máscara burlona.

– Aléjate -gritó alguien, una voz aguda y solitaria en medio del silencio-. No te queremos aquí.

El caballo continuó adelante y se acercó con lentitud. Armonía deseó poder gritar lo mismo, hacer que él se alejase, impedir lo que iba a suceder.

La campana de la iglesia sonó una sola vez. El maestro Jamie apareció en la esquina del atrio con la Biblia en los brazos. Era la hora de la cena. Todas las noches hacía aquel recorrido a aquella hora exacta, para dar su bendición a la ceremonia de obediencia que tenía lugar en el dormitorio de los hombres.

Se detuvo en lo alto de la calle, de cara al diablo que se aproximaba.

Armonía apartó la mirada de él y la volvió a posar en el jinete. Uno de los hombres cogió una piedra y la lanzó. No dio en el blanco. De pronto, el caballo ya no iba al paso, se movía con trote rápido y contenido. Pasó por delante de Armonía y Castidad antes de que Ángel Divino tuviese tiempo de coger una piedra del montón más próximo.

Cayeron piedras sobre la calle, la mayoría lanzadas sin fuerza un instante demasiado tarde. Armonía se dio cuenta con horror de que ni siquiera había cogido una, miró a Ángel, y se inclinó con rapidez a coger una mientras los hombres se movían calle arriba, enarbolando piedras de mayor tamaño. Algunos de ellos tenían horcas en las manos, y uno incluso llevaba un trabuco. Las jóvenes lanzaban débilmente, sin muchas ganas de hacerlo, pero los hombres hacía ya días que ponían gesto adusto, hablaban y hacían promesas sobre lo que le harían al intruso si aparecía otra vez.

Desesperada, Armonía volvió de nuevo la mirada hacia el maestro Jamie cuando el caballo y el jinete encapuchado se acercaron a él al trote Alguien chilló. Armonía tragó saliva, incapaz de hacer el menor movimiento mientras el maestro Jamie alzaba la Biblia con ambas manos.

– ¡Arrojadle las piedras! -gritó con voz estentórea que reverberó hasta llegar a las colinas-. ¡Expulsad al diablo!

Las grandes piedras salieron por los aires, pero ni una de ellas dio en el objetivo; el caballo estaba completamente fuera de su alcance y había rebasado el lugar donde el maestro Jamie se encontraba.

El hombre bajó el libro y gritó:

– ¡Hemos triunfado! ¡Mirad cómo huye del justo castigo divino!

Los hombres prorrumpieron en vítores desiguales, pero Armonía permaneció callada junto a las demás y contemplo al caballo, que se había detenido justo detrás del maestro Jamie y que ahora volvía atrás, con las patas cruzadas, en un movimiento lateral.

Se detuvo tras él. El jinete casi rozaba con su bota la espalda del maestro Jamie.

El hombre de la máscara observó a los presentes. Armonía no distinguía su boca entre las sombras bajo la máscara de arlequín, pero estaba segura de que se reía.

El maestro Jamie no se dio la vuelta. Debía de saber que el enmascarado estaba allí, pero se quedó erguido y empezó a andar hacia ellos como si siguiese su camino hacia el comedor.

El caballo blanco iba justo detrás, moviéndose de lado. Cada dos o tres pasos chocaba con el maestro y lo hacía tambalearse. Cuando el hombre se detuvo, el animal le arrancó el sombrero de un mordisco y lo agitó de arriba abajo.

Alguien soltó una risita. Los hombres se quedaron quietos con las piedras en la mano, incapaces de lanzarlas ante el riesgo de darle al maestro Jamie. De pronto el hombre del trabuco se lo llevó al hombro.

El señor de la medianoche desenvainó la espada al instante, al tiempo que soltaba las riendas, y le puso la hoja al cuello al maestro.

– Tíralo al suelo -dijo con su voz profunda y clara.

La luz nocturna pareció reverberar sobre la hoja de acero. Armonía, para su enorme sorpresa, se dio cuenta de que el maestro Jamie temblaba y que su rostro estaba blanco.

El caballo volvió a moverse de lado y a chocar contra la espalda del hombre, que se lanzó hacia delante y después se volvió para agarrar la espada.

– ¡Dispara! -gritó-. ¡Mata al diablo!

Sus dedos desnudos se cerraron en torno a la hoja. Hubo un movimiento hacia arriba y Armonía vio sangre, oyó gritos y los alaridos del propio maestro Jamie cuando el filo se deslizó por sus dedos.

La espada se alzó en lo alto, libre. El señor se inclinó, rodeó el pecho del maestro Jamie y lo arrastró hasta subirlo a medio camino de la silla, mientras el enorme caballo se apoyaba sobre las ancas y se encabritaba.