Paloma de la Paz tomó la jarra de entre las manos de Chilton e inclinó la cabeza sobre ella.
Chilton posó las manos sobre los hombros de la joven.
– Está en ti salvarlo. La fe de Dulce Armonía habría convertido el ácido en agua al rozarlo con sus labios, porque ella creyó en la palabra de su señor. ¿Crees tú en mi palabra?
Paloma de la Paz asintió con la cabeza. S.T. se humedeció los labios y tragó saliva.
– Entonces, escucha lo que tengo que decirte. Tienes que coger esta jarra y derramar el líquido en su oído izquierdo, para que el espíritu de la rebelión sea expulsado por su boca y desaparezca para siempre; de ese modo él obtendrá la paz.
La impresión ante aquellas palabras recorrió como una descarga el cuerpo de S.T.
Por un instante se quedó inmóvil, sin dar crédito a sus oídos. Después movió los labios y gritó:
– ¡Cabrón! ¡Cabrón infame!
Chilton acarició el cabello de Paloma de la Paz.
– Solo tú puedes regalarle ese don, niña mía. No te eches atrás ante tu misión.
La joven se volvió con la jarra entre las manos. S.T. no pudo contenerse y se echó hacia atrás para alejarse de ella todo lo que los grilletes le permitían.
– ¿Qué es lo que quieres, Chilton? ¿Cuál es tu precio?
– El Señor dijo: «Escuchadme, vosotros que conocéis la rectitud, pueblo en cuyo corazón habita mi Ley. No temáis el reproche del hombre ni os dejéis llevar por la desesperación ante sus injurias» -entonó Chilton.
Paloma de la Paz, con el rostro imperturbable, se acercó a S.T. y se arrodilló junto a él.
– No lo hagas -suplicó S.T. con la respiración entrecortada-. Paloma, no sabes lo que haces. Piénsalo, por el amor de Dios.
La joven sonrió, pero S.T. fue consciente de que ni siquiera lo veía.
– Puedo traer la paz a tu alma -murmuró la muchacha-. Te haré feliz.
– ¡No! -S.T. alzó la voz-. Me quedaré sin oído. El otro ya lo he perdido… ¡Dios mío! ¡Él lo sabe, Paloma! Te está utilizando; ¿qué es lo que quiere? Pregúntale qué quiere.
– Todos queremos que seas feliz -le aseguró la joven-. Encontrarás la paz junto a nosotros cuando te hayas liberado del espíritu de la rebelión.
Tras esas palabras, la joven alzó la jarra. S.T. empezó a sacudir la cabeza frenéticamente y después movió el hombro, en un intento de hacer caer la jarra de sus manos.
Alguien lo sujetó del pelo, numerosas manos lo inmovilizaron por la fuerza.
– Tienes que tener fe -dijo la joven-. Tienes que creer que yo jamás te haría daño. Ten fe.
– No lo hagas. -Los ojos de S.T. se llenaron de lágrimas-. Está loco. Os ha vuelto locos a todos.
Paloma de la Paz negó con la cabeza y le sonrió, como si de un niño pequeño y asustado se tratase. Detrás de ella, Chilton inició una plegaria. La joven alzó la jarra. S.T. forcejeó para librarse del apretón que le obligaba a tener el cuello torcido.
– No te muevas -dijo la muchacha-. Reza con nosotros.
– Por favor -susurró S.T.-. Por favor. -Todos sus músculos se tensaron para oponer resistencia a la fuerza con que lo atenazaban-. No puedes hacerlo.
La jarra se alzó y se inclinó entre las manos firmes de la muchacha. S.T. cerró los ojos con fuerza.
– No puedes. No puedes. No puedes.
Lo dijo entre sollozos, incapaz de entenderlo. Dios mío, iba a quedarse sordo, aquella puerta se iba a cerrar de golpe y él iba a quedarse impotente en un mundo silencioso… el escozor del líquido helado alcanzó su oído y lo anegó, a la vez que bloqueaba el rumor de las plegarias de Chilton y confundía el sonido de las voces.
El silencio fue total. Lo soltaron, y S.T., sacudido por los sollozos, dejó caer la cabeza sobre las rodillas.
Capítulo 17
A Leigh le pareció que nada había cambiado en aquella vasta y desierta región en la que reinaba la desolación; un cielo gris en aquel sombrío páramo, con la muralla romana como espina dorsal, encaramada cual serpiente sobre las cimas de las anchas crestas. Un temporal poco frecuente cubría las colinas; enormes copos de nieve se derretían al llegar al suelo y allá arriba, por encima de las nubes, se oía el rugir del trueno.
El viento alborotaba las crines del caballo zaino mientras Leigh avanzaba por el fangoso sendero. El animal levantaba nervioso la cabeza, y miraba a su alrededor como si hubiese tigres al acecho escondidos en las cavidades oscuras; alternaba los cortos brincos con largas zancadas impetuosas mientras proseguía la ardua marcha a lo largo de la anegada senda.
Leigh rezó para que no se topasen en el camino con charcos que les fuese imposible rodear. El respeto que mostraba aquel animal por el agua había sido un auténtico tormento durante el viaje y había añadido dos semanas a lo que habría tenido que ser un recorrido de veinte días. El Seigneur había asegurado que él se encargaría de ponerle remedio, pero no se quedó el tiempo suficiente para hacer realidad sus palabras.
La había abandonado, en medio del patio oscuro del establo, bajo la lluvia, allá en la Posada de la Sirena. No es que en ese momento la hubiese dejado físicamente sola, no, eso había venido después. Pero no había vuelto a dirigirle la palabra; no había ido a la habitación a dormir, y por la mañana todo lo que quedaba de él era un mensaje. Le decía que se quedase allí hasta que él volviese. Que el alojamiento y la comida ya estaban pagados; que podía pedir lo que quisiese excepto dinero. Se había llevada con él el caballo negro y el rebelde rucio; a ella le había dejado el caballo zaino, aquel que se negaba a cruzar los puentes.
La había abandonado a su suerte, sin un céntimo, para que lo esperase como si fuese su sierva.
Todavía se enfurecía al recordarlo, pero no había conseguido detenerla ni media hora.
Aquel caballo, sin embargo, había ralentizado su marcha considerablemente. Intentó venderlo en Rye, pero todos conocían demasiado bien al animal, así que, en su lugar, tuvo que llevar las perlas y el vestido a la casa de empeños. El dueño se fue con los objetos a la trastienda para examinar el collar, y después volvió y depositó diez chelines sobre el mostrador, en lugar de las cuatro libras que S.T. había calculado. Cuando Leigh protestó airadamente, el hombre se limitó a encogerse de hombros y entregarle el recibo del empeño. Se negó a devolverle las perlas, y cuando ella lo amenazó con ir a la policía, el hombre se apoyó en el mostrador y le dijo que podía ir a donde quisiese, y comprobar lo lejos que llegaba. Sabían quién era ella, esa era la razón; todos sabían que el señor Maitland, con toda su fama de hombre liberal y diestro con la espada, había abandonado a su esposa en una posada de Rye. Y allí, en Rye, en aquella guarida de contrabandistas sin escrúpulos, estaban dispuestos a quedársela con ellos, con la esperanza de obtener una recompensa.
Al precio de dos peniques por milla, calculó que necesitaría al menos tres libras para pagar el viaje en la diligencia hasta Newcastle, aunque fuese en la parte exterior. Pensó que, una vez lejos del lugar, lograría vender el caballo, pero aquello también resultó imposible, a pesar del esfuerzo que le costó llevarse al animal de allí. Tras lograr a base de tirones, golpes y mimos que cruzara sobre el agua los siete puntos que había que atravesar para llegar desde Rye a Tunbridge Wells, se encontró con que los tratantes de caballos eran gente a la que no se le escapaba nada. Eran desconfiados, y descubrían de inmediato qué tipo de persona era la que iba a venderles un caballo. La visión de un «muchacho» con pantalones de montar sobre una silla lateral provocó bastantes burlas, y se dieron cuenta de las carencias del zaino casi de inmediato. Leigh se vio obligada a patearle la cara a uno de ellos cuando, con la excusa de ajustarle las espuelas, le puso la mano sobre el muslo.