Capítulo 8
El Seigneur comenzó a buscar un vehículo en la ciudad de Digne. Leigh lo observó mientras preguntaba en cada pueblo y cruce al que llegaban, pero siguieron caminando diez días más junto al burro, empujados por la helada furia del mistral, antes de que encontraran nada. Cuando lo hicieron se trataba tan solo de un viejo cabriolé de dos ruedas que descansaba en una calle polvorienta en la que hacía mucho calor después del repentino cese del viento del norte. Finalmente el mistral amainó con la misma brusquedad con que había comenzado; la atmósfera se despejó hasta alcanzar una claridad cristalina y los colores se avivaron hacia un azul intenso y un verde oscuro, mientras las casas de caliza refulgían blancas contra las sombras de aquella angosta calle. Durante esas últimas dos semanas se habían adentrado en el corazón de la Provenza, pasando de las cumbres alpinas a una tierra que por su aspecto bien podría haber sido España o Italia; una cálida tierra de olivos y árboles frutales que ardía bajo el despejado cielo.
Leigh se apoyó en una pared al sol y escuchó cómo el Seigneur regateaba por el carruaje. No podía seguir la rápida conversación, que se desarrollaba en francés y provenzal, pero notó que había una nota de enfado y desesperación en su voz mientras intentaba llevar a cabo el trueque. A ella no le quedaba más que esperar. La calle estaba desierta a excepción del burro, que aguardaba pacientemente con los ojos cerrados y cargado con el equipaje. La pared en la que Leigh estaba apoyada ascendía hasta alcanzar una gran altura y llegar a la joya del pueblo: un grandioso château en estado ruinoso que dominaba la pequeña población, la cual se amontonaba a sus lados. El cálido aire transportaba un aroma a lavanda que envolvía a Leigh, procedente de las plantas salvajes que crecían en los márgenes del camino y por toda la pared.
El dorado pelo del Seigneur relucía bajo el sol, del mismo modo que los brillantes muros contrastaban con las negras profundidades de las sombras. Al lado del taciturno y pequeño lugareño era un rayo de luz, un Apolo exasperado cuya voz resonaba fluida por la desierta calle.
Leigh se dio cuenta de que estaba pendiente de él, por lo que bajó la mirada y la dirigió a otra parte. Volvió a pensar que debería seguir andando y dejarlo allí, como había pensado mil veces desde que habían salido de La Paire. Él no podía serle de ayuda; ya no era el paladín que buscaba, así que lo mejor sería que continuara sola e hiciera lo que debía por sí misma.
Pero no lo hizo. Permaneció donde estaba, intranquila y malhumorada, sin encontrar ninguna lógica a sus actos pero, al mismo tiempo, sin moverse de allí.
S.T. y el hombre se pusieron en movimiento y aquel, mirando por encima del hombro, le dijo «espera ahí», orden con la que consiguió que Leigh lo mirase furiosa mientras se marchaba conversando con el vendedor. Sin embargo, así lo hizo; esperó junto al burro, ambos igualmente dóciles, parados en aquella calle como si estuviesen atados, del mismo modo que Nemo se había quedado, muy a pesar suyo, debajo de un arbusto a las afueras del pueblo. Estaban todos atrapados por alguna especie de magia inverosímil, una extraña inercia que solo se disiparía cuando él volviera con una palabra dulce y una caricia, con un puñado de forraje y un consuelo susurrado a la oreja del lobo. Para ella tendría esa sonrisa sesgada bajo sus cejas diabólicas.
Él abrazaba a los animales, rodeaba el cuello del burro con el brazo y le rascaba bajo la barbilla, jugaba con Nemo en el suelo y dormía con el lobo acurrucado a su espalda. Pero a ella nunca la tocaba. Leigh pensó que, si lo hiciese, sentiría como si un rayo la atravesara.
De pronto deseó que nunca volviese. Solo era un pobre idiota soñador, romántico y poco fiable.
Una vez S.T. hubo desaparecido por la esquina, Leigh se sentó apoyada en la pared y se sacó del bolsillo el librito que contenía las palabras en inglés que el marqués de Sade no entendía bien. Ella misma no estaba muy segura de algunas pero, de todos modos, en caso de que no hubiese entendido ni una sola frase del texto, las minuciosas ilustraciones que lo acompañaban le habrían dejado bien clara su temática.
Se preguntó con malicia si el Seigneur tendría ese aspecto desnudo. Era de suponer que todos los hombres tenían más o menos el mismo, aunque aquellas imágenes parecían un tanto exageradas. Las examinó con interés. Su madre habría dicho que cualquier conocimiento era valioso, incluso el que aportaba un libro como La obra maestra de Aristóteles. A Leigh le resultó mortificante descubrir lo poco que sabía del tema.
Fue pasando las páginas lentamente sin perder detalle. Algunas de las láminas le parecieron ridículas; otras la sorprendieron, y algunas aumentaron la sensación de intranquilidad que la embargaba, provocándole una molesta agitación mientras las estudiaba. Al contemplar aquellas ilustraciones eróticas, no pudo evitar pensar en el templo en ruinas de las montañas y en el Seigneur.
Solo había estado con un hombre antes que con él: un chico al que la excitación había vuelto muy torpe y que le había jurado amor eterno; el muchacho parecía mucho más joven que ella pese a que él tenía diecisiete años y Leigh dieciséis. Hasta intentó que se fugaran, pero ella se negó. Su breve romance terminó en cuanto Leigh quiso que así fuera.
Cuando su madre se enteró de lo que había hecho, fue un momento difícil. Todas sus explicaciones parecieron pobres excusas; todas sus grandes teorías sobre la necesidad de aprender se vinieron abajo ante la severa mirada de su progenitora. Su madre le dijo que ella sabía mucho más del tema, y que lo que ocurría entre un hombre y una mujer era algo sagrado, o al menos debería serlo, así que esperaba que Leigh respetase a sus padres y no se dedicara a buscar otras experiencias prácticas hasta que llegase el momento.
En ese momento, Leigh se sintió avergonzada, demasiado joven y tonta, porque había perdido algo que su madre consideraba muy valioso.
Ahora ya era mayor, y aquella vergüenza le parecía inocente al recordarla. Qué impura se había sentido, mancillada y condenada por un error de la adolescencia, además de disgustada y profundamente humillada tras ser obligada por su madre a recibir lecciones de la comadrona del lugar sobre cosas que no había llegado a entender bien.
Siempre había sido la más fuerte, la más responsable e inteligente, y era admirada por su gran talento al igual que lo era su madre. Había entregado su virginidad porque había querido hacerlo, porque sentía curiosidad, porque una parte de ella, en ocasiones, se rebelaba de forma un tanto voluble contra el estrecho margen de libertad que le imponían su educación, su vida y su condición social. A los dieciséis años no se había dado cuenta del riesgo que entrañaba tal experimento.
La comadrona le enseñó eso, junto a otras cosas que Leigh supuso que ni su madre sabía. Pero no se había olvidado de nada; llevaba en la bolsa las hojas y plantas en polvo que necesitaba para protegerse. Ya no era tan ingenua, y jamás consentiría estar a merced de un hombre como el Seigneur, que hacía promesas de amor con tanta facilidad e irradiaba una sensual lujuria en cada movimiento y mirada.
El pequeño burro levantó la cabeza y soltó un estentóreo rebuzno que despertó ecos por toda la calle. Cuando el escandaloso sonido se apagó, Leigh oyó el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba lentamente. Guardó el libro con rapidez y se puso en pie. El Seigneur y el lugareño aparecieron por la esquina llevando un caballo ruano entre ambos. Leigh contempló con escepticismo aquella yegua escuálida. S.T. la miró y se encogió de hombros.
– No hay nada mejor -dijo.
– Tiene cataratas -señaló ella.
– Sí, lo sé -respondió él en el mismo tono irritado-, pero todavía le queda algo de vista.