Ernesto Sabato

Antes Del Fin

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A la memoria

de mi madre,

de Matilde,

de Jorge Federico

Palabras preliminares

Vengo acumulando muchas dudas, tristes dudas sobre el contenido de esta especie de testamento que tantas veces me han inducido a publicar; he decidido finalmente hacerlo. Me dicen: “Tiene el deber de terminarlo, la gente joven está desesperanzada, ansiosa y cree en usted; no puede defraudarlos”. Me pregunto si merezco esa confianza, tengo graves defectos que ellos no conocen, trato de expresarlo de la manera más delicada, para no herirlos a ellos, que necesitan tener fe en algunas personas, en medio de este caos, no sólo en este país sino en el mundo entero. Y la manera más delicada es decirles, como a menudo he escrito, que no esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones, en esos bailes siniestros de enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se animarían a confesar a cara descubierta. También los grandes carnavales de otros tiempos eran como un vómito colectivo, algo esencialmente sano, algo que los dejaba de nuevo aptos para soportar la vida, para sobrellevar la existencia, y hasta he llegado a pensar que si Dios existe, está enmascarado.

Sí, escribo esto sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que, como yo, se acercan a la muerte, y se preguntan para qué y por qué hemos vivido y aguantado, soñado, escrito, pintado o, simplemente, esterillado sillas. De este modo, entre negativas a escribir estas páginas finales, lo estoy haciendo cuando mi yo más profundo, el más misterioso e irracional, me inclina a hacerlo. Quizás ayude a encontrar un sentido de trascendencia en este mundo plagado de horrores, de traiciones, de envidias; desamparos, torturas y genocidios. Pero también de pájaros que levantan mi ánimo cuando oigo sus cantos, al amanecer; o cuando mi vieja gatita viene a recostarse sobre mis rodillas; o cuando veo el color de las flores, a veces tan minúsculas que hay que observarlas desde muy cerca.

Modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia. Y no sólo a través de las inocentes criaturas de la naturaleza sino, también, encarnada en esos héroes anónimos como aquel pobre hombre que, en el incendio de una villa miseria, tres veces entró a una casilla de chapas donde habían quedado encerrados unos chiquitos -que los padres habían dejado para ir al trabajo- hasta morir en el último intento. Mostrándonos que no todo es miserable, sórdido y sucio en esta vida, y que ese pobre ser anónimo, al igual que esas florcitas, es una prueba del Absoluto.

I Primeros tiempos y grandes decisiones

Como un exiliado

camino por las callejuelas

de la ciudad más antigua,

la primera en nacer.

Mi alma va delante de mí,

vacilante y ansiosa.

¿Qué la perturba?

¿Su abandono o su búsqueda

de una nueva morada?

Allí estoy,

sonámbula,

huérfana y vencida.

Añoro la playa y las altas colinas

y aquella barca azul

que cerca de la costa

está esperándome.

Matilde Kusminsky-Richter

Me acabo de levantar, pronto serán las cinco de la madrugada; trato de no hacer ruido, voy a la cocina y me hago una taza de té, mientras intento recordar fragmentos de mis semisueños, esos semisueños que, a estos ochenta y seis años, se me presentan intemporales, mezclados con recuerdos de la infancia. Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más grande que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado profundo, lo que ha sido decisivo -para bien y para mal- en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad.

Cuando me detienen por la calle, en una plaza o en el tren, para preguntarme qué libros hay que leer, les digo siempre: “Lean lo que les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia”.

Por eso descarté el título de Memorias y también el de Memorias de un desmemoriado, porque me pareció casi un juego de palabras, inadecuado para esta especie de testamento, escrito en el período más triste de mi vida. En este tiempo en que me siento un desvalido, al no recordar poemas inmortales sobre el tiempo y la muerte que me consolarían en estos años finales.

En el pueblo de campo donde nací, antes de irnos a dormir, existía la costumbre de pedir que nos despertaran diciendo: “Recuérdenme a las seis”. Siempre me asombró aquella relación que se hacía entre la memoria y la continuación de la existencia.

La memoria fue muy valorada por las grandes culturas, como resistencia ante el devenir del tiempo. No el recuerdo de simples acontecimientos, tampoco esa memoria que sirve para almacenar información en las ahora computadoras: hablo de la necesidad de cuidar y transmitir las primigenias verdades.

En las comunidades arcaicas, mientras el padre iba en busca de alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le otorga a esta palabra la civilización cientificista, sino aquella que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros, que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran poeta Senghor, en Dakar: “La muerte de uno de esos ancianos es lo que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores y poetas”. En aquellas tribus, la vida poseía un valor sagrado y profundo; y sus ritos, no sólo hermosos sino misteriosamente significativos, consagraban los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte.

En torno a penumbras que avizoro, en medio del abatimiento y la desdicha, como uno de esos ancianos de tribu que, acomodados junto al calor de la brasa, rememoran sus antiguos mitos y leyendas, me dispongo a contar algunos acontecimientos, entremezclados, difusos, que han sido parte de tensiones profundas y contradictorias, de una vida llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad.

Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. “Aquel niño no era para este mundo”, decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida- pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.

Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego, volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: “Anoche te levantaste y me pediste agua”, yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años mas tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.