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Le ofreció té, y salió a prepararlo. Pero al ver a la señora Whu le pidió, con cierta brusquedad, que lo hiciera ella. La mujer le dirigió una mirada de genuina sorpresa: no estaba habituada a que su patrón le diera órdenes:

– ¿Pero no ve que estoy conversando con mi amiga? -dijo señalando a ésta como si fuera un objeto que se hubiera mimetizado hasta la invisibilidad en la cocina, por un proceso difícil de imaginar. No había terminado de decirlo cuando ya su sorpresa se había trocado en impaciencia-: Es grotesco que me interrumpa siempre sin motivos.

Lu no dijo nada más, y puso el agua a calentar. Esperó, inmóvil como una estatua junto al hornillo, mientras las dos mujeres mantenían un silencio hostil, y al fin se marchó con la tetera llena.

Olvidó el incidente lo antes posible, y no tardaron en sumergirse en el trabajo, en el que siguieron hasta bien entrada la noche. En cierto momento se asomó a la sala, a buscar algo, y vio que Wen Tsi era ahora el interlocutor de su ama de llaves. Esta señora parecía encontrar temas de conversación con todo el mundo, menos con él, lo que no dejaba de tener su punta enigmática.

Cuando el visitante, alarmado por la hora, se marchó, Lu se ofreció a acompañarlo. El otro le pidió que no se molestara, pero acto seguido confesó que en realidad no sabría cómo llegar a su alojamiento en el edificio de la Guardia Municipal. Salieron juntos. La noche estaba destemplada, y muy oscura. Caminaron un rato en silencio, y después Lu Hsin le dijo que podía quedarse con todos los archivos, cuyo sistema de clasificación le había estado explicando.

– ¿Quiere decir que puedo llevármelos?

– Sí. Supongo que pondrán una oficina… no veo cómo la mía podría servirles, cuando yo pienso utilizarla con otros fines.

Eso era una novedad para el visitante, que no pudo ocultar su sorpresa. Creía, y así se lo dijo, que el puesto de Lu en la burocracia provincial era sólido.

– Lo es. ¿Por qué habría de ser algo menos que sólido? Simplemente, pienso renunciar a él. Creí habérselo dicho. O bien: debí habérselo dicho. Pero no tiene importancia.

El funcionario era la mar de discreción. No hizo ningún comentario. De todos modos, Lu Hsin creyó conveniente decirle:

– Me dedicaré al periodismo.

Después de dejarlo a salvo, volvió por donde había venido. Se veían pantallazos fugaces de la luna, entre bordes cargados de nubes; observó la superficie rugosa del satélite, y no creyó haberla visto nunca antes con tanta nitidez. Se le ocurrió pensar en la inutilidad suprema de los telescopios. La luna, se dijo, debería mirarse de muy cerca, nunca de muy lejos; incluso lo demasiado cercano (es decir, lo imaginario) era preferible a lo lejano. La observación lejana es apenas un punto de partida: nunca es demasiado pronto para interrumpirla. De otro modo, uno corría el peligro de pasarse la vida en el entretenimiento supremamente estéril de contemplar paisajes. La contemplación lejana obstruía el pensamiento, que es sinónimo de la contemplación cercana. ¿Y qué quería este ingeniero con el que había estado departiendo sino una visión microscópica del paisaje, una visión que sólo los papeles podían darle? Por algún motivo, Lu Hsin siempre salía al camino de los que cambiaban las dimensiones de su mirada, era como un duende (así se veía a sí mismo) de las alteraciones ópticas, y siempre aparecía en el momento adecuado.

Distraído en esa contemplación de la luna y de la oscuridad móvil y turbulenta tras la cual aparecía, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cara en el barro: un desastre. Afortunadamente no se lastimó, pero eso fue peor para su ropa: al no encontrar ningún punto de resistencia en la caída, se hundió en un lodo que lo revistió de pies a cabeza. Se levantó, chorreante e incómodo, y debió hacer el resto del camino con los brazos y piernas abiertos. Lo peor fue que le provocó risas a la señora Whu, y asustó consiguientemente a Hin, que ya estaba con el camisón puesto, con una colección de dibujos recortados dispuesta a lo ancho y largo de la mesa. Se preparó el mismo el baño, y una vez en el agua, que aromó con hierbas, pensó: Esta mujer debe de odiarme. Era una de esas cosas sin motivo, que tantas veces asoman en la vida.

Después tomó una cena liviana, acompañada con mucho té. El té era un recurso que había ideado tiempo atrás, para darle cierta consistencia temporal al momento de la cena. Efectivamente, con el transcurso de las tazas le parecía como si se colara algo de tiempo real. Para cuando terminó, estaban en plena «sesión nocturna».

Lo habitual: Hin lloraba, se negaba a dormirse. Por lo menos en este aspecto podía desligarse totalmente, incluso salir a fumar un cigarrillo al jardín, o en noches menos inclementes a dar una caminata. La señora Whu se ocupaba, y jamás se quejaba de esa tarea, como se quejaba de todas las demás; si lo hubiera hecho, la habría despedido en el acto, la habría fulminado con el rayo de la inexistencia sin pensarlo dos veces. Y debía de saberlo, la taimada campesina. En el fondo de todo malhumor siempre había un maquiavelismo, y una pequeña prudencia.

Tomó coñac, y fumó tres cigarrillos para evitar engriparse después del remojón. La salud, pensaba, podía preservarse siempre, si uno atendía con firmeza a su bienestar, cosa que lamentablemente casi nadie hace.

De pronto, el llanto había terminado. Pues bien, era la «segunda parte»: el momento del silencio absoluto, hasta que el sueño muy inestable en los primeros momentos se hubiera asentado, y entonces la niña dormiría profundamente, sin interrupciones, hasta la mañana siguiente. Era preciso no moverse, no hacer el menor rumor, o volverían a la etapa anterior; no era que él tuviera que hacer nada, pero no quería jugar con la paciencia de la niñera, y además el llanto, cuando se prolongaba demasiado, lo ponía nervioso. Hoy no estaba el recurso de salir a caminar.

Pero sintió un deseo irracional de consultar su agenda, para lo que debía ponerse de pie, ir a su escritorio y volver. Inevitablemente haría algún ruido. Era arriesgarse, pero lo inquietaba un profundo sentimiento de urgencia. Se levantó, prestando atención a cada una de sus articulaciones; fue y volvió tratando de hacer menos ruido que un fantasma. No hubo accidentes, pero cuando estaba otra vez sentado, con los nervios deshechos y la agenda entre las manos, la encontró lamentablemente desprovista de interés; ni siquiera recordaba para qué podía haberla querido hojear. Miró las últimas anotaciones, y la cerró. ¿Se estaría volviendo una víctima gratuita? Era una siniestra perspectiva.

Claro que esa niña se comportaba como una verdadera sádica. ¿Por qué lloraba, si no era para molestarlo a él? La señora Whu no se hacía mayores problemas, por cuanto lo consideraba su trabajo; no hacía sobreañadidos psicológicos a la tarea; pero él, que no hacía nada en ese sentido, que se petrificaba o se iba cuando oía el llanto o los pedidos intempestivos desde la cama, era el objeto de una preocupación superior. Él era la figura intelectual de la casa (no es que hubiera muchas otras figuras, de todos modos) y esos gritos nocturnos, esas precauciones a las que obligaban, lo marcaban a fuego en su calidad de ser pensante. Parecía extraño que una criatura que apenas estaba aprendiendo a hablar supiera reconocer lo intelectual de alguien, ¿pero qué era el sadismo sino esas adivinaciones?

Por efecto de los horarios de Hin, la casita se había vuelto una especie de laberinto, con sus caminos prohibidos y sus sendas de silencio; lo cual resultaba paradójico en un edificio tan pequeño y transparente.

La señora Whu se disponía a acostarse, con pasos de grulla, lo que significaba que el sueño de Hin debía de haber alcanzado cierto espesor. La vida de esta señora era un enigma para su patrón. No salía, no veía a nadie. Se limitaba a ellos dos, pero al mismo tiempo parecía excluirlos, con una rigurosa indiferencia, o desdén. Era austera en sus intereses; ni siquiera parecía humana.