– ¡Deberíamos temerle al oso!
– ¿Qué oso? -preguntaron los otros dos.
Aparentó un escándalo, ¡cómo podía ser que no estuvieran enterados, bien enterados, mejor que él, que en realidad no sabía nada! Había un oso haciendo estragos en las aldeas más cercanas a la montaña (y ésta era la más cercana de todas), un oso grande, ferocísimo y grotesco. Había habido una alarma, dos semanas atrás, y hasta el momento seguían en la misma posición de incertidumbre.
– Es irrisorio -dijo Lu Hsin-. ¿Cómo no encontrar a una bestia de semejante tamaño? ¡En dos semanas!
El extranjero apoyaba a Hua:
– Pueden disimularse perfectamente en un montón de hojas.
– Señor -dijo Lu con cierta severidad-: no estamos hablando de un montón de hojas.
Recordó en ese momento que él había preparado un comentario, años atrás, para una obra antigua, escrita por un anónimo provincial en los albores de las Cinco Dinastías. Era un librito que se llamaba Los 52 modos de atrapar al oso. Lu había redactado un prólogo, algunas notas, y un apéndice ligeramente más científico que el texto, que era una fantasía no desprovista de buenas ideas., El mismo lo había hecho imprimir, un pequeño folleto, del que tenía todavía algunos ejemplares en la casa (y el librero Pía tenía todo el resto de la edición, si es que no la había botado). Ahora podrían desempolvarlos aprovechando la oportunidad… Pero qué lamentable, bien pensado, era que hubiese que esperar la aparición de un oso, de un oso de verdad, para vender una obra literaria.
Ya se oían ruidos en la cocina, y ahora sí los visitantes se marcharon.
Cenó solo, servido por la señora Whu y pensando vagamente en unas cosas y otras. Por momentos se olvidaba de la existencia de la niña, de su presencia en la casa, y la aparición de la señora Whu (porque era de esas personas que siempre aparecían) se la recordaba, nunca sin un toque de sorpresa.
Pues bien, la cena solitaria fue velocísima. Ultima-mente había empezado a maravillarse de la velocidad de sus cenas: pasaban en un abrir y cerrar de ojos, y no recordaba nada en absoluto de lo que comía o no comía en ellas. No podía explicarse tampoco muy bien a qué podía deberse ese fenómeno. De hecho, las cenas dejaban de ocupar un lapso en el tiempo: podía esperarlas, antes, o comprobar, después, que ya habían sucedido, pero nunca lograba «atraparlas» en el momento mismo en que tenían lugar. No eran más que «la hora de la cena», y ya no la cena en sí misma, que parecía desvanecerse como una entelequia pulsante. (Y, tal como funcionaba su mente, no pudo dejar de preguntarse si no sucedía lo mismo con todo en su vida.)
A la madrugada lo despertó un grito; ya dentro del sueño sabía que se trataba de la señora Whu, pese a que, por supuesto, nunca antes la había oído gritar. Sumamente desconcertado, se sentó en la cama un momento. Aunque todavía no había señales del alba, entraba al dormitorio un suave resplandor, de la niebla encendida.
La cualidad ambigua, entre interior y exterior, de la casa, se manifestaba como nunca antes, y Lu Hsin tuvo una oleada de placer estético que se confundió con todo lo demás que en esa hora y circunstancia hacía a su confusión general; su persona tardaba en rearmarse, y parecía poseída, por el contrario, de un movimiento centrífugo. Se puso de pie y corrió la mampara que lo separaba de la minúscula galería externa. No se oía nada más, y la noche estaba sobrenaturalmente callada. Salió, dio unos pasos descalzo en la tierra, y acertó a mirar por la ventana trasera de la salita; más allá del ambiente, por la otra ventana enfrentada, vio en el jardín lateral a la señora Whu en camisón, en la postura clásica del espanto. La niebla parecía complacerse en iluminarla a ella. Lu Hsin se preguntó si no sería sonámbula. Qué engorro, se dijo en un susurro, y se dispuso a dar la vuelta a la casa. Mientras lo hacía se le ocurrió que quizás había algo que espantaba a la buena señora, algo real, en cuyo caso no debería ir tan desprevenido. Se detuvo a pensar un instante. Pero era como si hubiera transcurrido el tiempo, y ahora la niebla estaba realmente imbuida de la claridad del día próximo. Estaba contra la ventana de la despensa, que ahora se continuaba en la cocina, y ésta, por una mampara, daba a la salita. Todo estaba abierto, de modo que tenía una perspectiva en diagonal de toda la casa, apenas menos clara que el aire libre. Pero desde aquí no veía a la mujer (aunque no dudaba que seguía petrificada como la había dejado). Decidió volver sobre sus pasos: en la otra diagonal, tendría una visión del dormitorio que Ma Whu compartía con la niña. Cuando pasaba ante la ventana de la sala echó una mirada, y aquella estatua blanqueada de pavor había desaparecido. Su perplejidad se renovó de pronto. ¿No habría sido todo un sueño de él? Siguió hasta donde podía ver el dormitorio. Había calculado mal: aunque las mamparas estaban abiertas, desde aquí sólo veía los árboles de su vecino Tiehn-Han, barrido de neblinas. Siguió rodeando la casa, y al dar la vuelta al frente vio en la calle a la señora Whu, tan espantada como antes. Ella lo vio y le hizo gestos urgentes, al tiempo que exclamaba algo; curiosamente, ahora lo hacía en voz demasiado baja, como si temiera alertar a alguien. No era un sueño, porque los dos estaban de pie. Claro que ella había huido. En un relámpago de alarma, Lu pensó en la niña. (Él mismo había tenido fantasías difícilmente explicables, como las tiene todo el mundo, respecto de la supervivencia de la criatura.) Debía ir ya mismo a verla. Se metió por la oficina rumbo a su cuarto; con esta casa, daba lo mismo ir por adentro o por afuera. Y al trasponer la sala, tuvo una visión tan extraña que no la olvidaría nunca: las nieblas parecían de algún modo haber entrado en la casa, y entre ellas, recortado oscuramente, un oso, un gran oso, se inclinaba con ingenua curiosidad sobre la cesta donde Hin seguía durmiendo plácidamente.
5
Un ruiseñor cayó muerto de la rama en la que se encontraba. No como una piedra que cayera sino como, precisamente, un ruiseñor al morir -y no es que tuvieran ninguna experiencia en ese sentido, salvo la que obtenían en la ocasión-. Que hubieran visto todo el proceso se debió justamente a que alzaron la vista al oír quebrarse el trino familiar, en una suerte de carraspera de ruiseñor que jamás habían oído ni sospechaban siquiera que pudiera darse -en el caso de Lu, y con mucha más razón en el de la niña: aunque ella notó la peculiaridad de ese trino, sin darse cuenta de que lo notaba, lo que quedó patente en la casualidad casi prodigiosa de que lograra enfocar el punto exacto donde el ave se aprestaba a morir-. Lu Hsin, habituado a la mayor exactitud en sus intercambios con todo el mundo, se impacientaba con la parsimonia de la criatura en percibir dónde, exactamente, sucedía esto o aquello, siempre dispersa en esa atención múltiple de los niños que no hace mayor diferencia entre lo real y lo pensado. Por momentos habría temido que algo no funcionara del todo bien en los sistemas sensores de la pequeña, de no haber obtenido informaciones confirmatorias de que era un rasgo común.
Y, en efecto, después de esas tosecitas en ultraagudo el ave se tambaleó (pudieron notar el tambaleo, como la transmisión de un temblor) y cayó muerta al suelo, quizás, al fin de cuentas, sí, como una piedra. ¿Qué otro símil encontrar?
Fueron a verlo; era lo más insignificante del mundo, entre la hierba descolorida. La niña lo habría tocado pero él se lo impidió: valía más no tocar a los pájaros, así fueran las límpidas criaturas de la fábula, por motivos higiénicos. Y éste, después de todo, estaba muerto. Él mismo lo dio vuelta con la punta de un lápiz que llevaba en el bolsillo, con la vana intención de mirarle la cara, pero no había más que un pico y unos párpados como puntos de papel húmedo arrugado.
– Murió de viejo, nada más -dijo, consolatorio-. ¡Viejo, viejísimo! -repitió un par de veces mirando los grandes ojos verdes y casi dorados de la niña, que no entendían nada explícitamente, y que algún día serían tan negros como los suyos.