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… El ruido más insignificante que llega hasta nosotros desde la trampilla, a la que he intentado cerrar en vano, nos vuelve a sumergir en la angustia más atroz… ¿Qué hora es?… Ya no llevamos encima más que una cerilla… Sin embargo, deberíamos saber… El señor de Chagny sugiere romper el cristal de su reloj y palpar las agujas… Se produce un silencio durante el cual palpa e interroga a las agujas con la punta de los dedos. La anilla del reloj le sirve de punto de referencia… Calcula por la separación de las agujas que pueden ser las once en punto.

Pero las once que nos hacen temblar, tal vez hayan pasado ya, ¿no es cierto?… Puede que sean las once y diez… y tendríamos por lo menos doce horas por delante.

De repente, grito:

– ¡Silencio!

Me ha parecido oír pasos en la habitación de al lado.

¡No me he equivocado! Oigo ruido de puertas, seguido pasos

precipitados. Golpean contra la pared. La voz de Christine Daaé:

– ¡Raoul! ¡Raoul!

¡Ah!, exclamamos todos a la vez, a un lado y al otro de la pared. Christine solloza. ¡No sabía si iba a encontrar vivo al señor de Chagny!… Al parecer el monstruo había sido terrible… No había hecho más que delirar mientras esperaba que ella se decidiera a pronunciar el «sí» que le negaba… No obstante, ella le había prometido el «sí» si consentía en llevarla a la cámara de los suplicios… Pero él se había opuesto obstinadamente con terribles amenazas contra la humanidad… Por fin, tras muchas horas de este infierno, acababa de salir en aquel momento… dejándola sola para meditar por última vez…

… ¡Muchas horas!…

– ¿Qué hora es? ¿Qué hora es, Christine?…

– ¡Son las once!… ¡Las once menos cinco!…

– ¿Pero las once de qué?

– ¡Las once que decidirán la vida o la muerte!… Acaba de repetírmelo al salir -vuelve a decir la voz trémula de Christine-. Es espantoso… ¡Delira y se ha arrancado la máscara y sus ojos de oro lanzan llamas! ¡Y no hace más que reír!… Me ha dicho, riendo como un demonio borracho: «Cinco minutos! Te dejo sola debido a tu conocido pudor. No quiero que te sonrojes ante mí cuando me digas sí, como las novias tímidas… ¡Qué diablos!» Ya les he dicho que estaba como un demonio borracho… «Toma (y ha buscado la bolsita de la vida y de la muerte), toma -me ha dicho-, aquí está la llavecita de bronce que abre los cofres de ébano que están encima de la chimenea de la habitación estilo Luis Felipe… En uno de esos cofres encontrarás un escorpión y en el otro un saltamontes, unos animalitos muy bien reproducidos en bronce del Japón. ¡Son animales que dicen sí y no! Es decir que no tendrás más que girar el escorpión sobre su eje hasta colocarlo en la posición opuesta a la que lo has encontrado… Esto significará para mí, cuando entre en la habitación, en la habitación de nuestra noche de bodas: ¡Sí!… Si giras al saltamontes, querrá decir: ¡No! De ser así, cuando entre en la habitación, entraré en la habitación de la muerte…»Y reía como un demonio borracho. Le pedí de rodillas la llave de la cámara de los suplicios, prometiéndole ser para siempre su esposa si me la concedía… Pero me ha dicho que ya no necesitaría aquella llave y que iba a arrojarla al lago… Después, siempre riendo como un demonio borracho, me ha dejado diciendo que no volvería hasta dentro de cinco minutos, porque sabía todo lo que se debe, cuando se es un caballero, al pudor de las mujeres… ¡Ah!, también me ha gritado: «¡El saltamontes!… ¡Ten cuidado con el saltamontes!… ¡Un saltamontes no gira tan sólo, salta, salta!… ¡Salta maravillosamente bien!…

Intento aquí reproducir mediante frases, palabras entrecortadas, exclamaciones, el sentido de las palabras delirantes de Christine… Ella también, durante aquellas veinticuatro horas, debió alcanzar el límite del dolor humano… y quizá había padecido aún más que nosotros… A cada momento, Christine se interrumpía y nos interrumpía para exclamar: «¿Raoul, te encuentras bien…?», y tocaba las paredes que ahora estaban frías y se preguntaba por qué razón habían estado tan calientes… Transcurrieron los cinco minutos y el escorpión y el saltamontes arañaban con todas sus patas mi pobre cerebro…

Sin embargo había conservado suficiente lucidez para comprender que, si se giraba el saltamontes, el saltamontes saltaría…, y con él muchos seres humanos… ¡No había duda de que el saltamontes ponía en juego alguna corriente eléctrica destinada a volar

el polvorín!… El señor de Chagny que parecía, desde que había; vuelto a oír la voz de Christine, haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba a toda prisa a la joven la terrible situación en la que nos encontrábamos, nosotros y la Opera entera… Era necesario girar el escorpión, inmediatamente…

Este escorpión, que contestaba el sí tan deseado por Erik, quizás impediría que se produjera la catástrofe…

– ¡Ve!… ¡Ánimo, Christine, mi adorada Christine!… -ordenó Raoul.

Hubo un silencio.

– ¡Christine! -exclamé-. ¿Dónde está usted?

– Junto al escorpión.

– ¡No lo toque!

Acababa de ocurrírseme -ya que conocía a Erik- que el monstruo había vuelto a engañar a la joven. Quizás era el escorpión el que iba a volarlo todo. ¿Por qué no había vuelto aún, si los cinco minutos habían ya transcurrido?… ¡No había vuelto!… Sin duda había ido a ponerse a cubierto… Quizás esperaba la formidable explosión… ¡Tan sólo esperaba eso!… En verdad, no podía esperar jamás que Christine consintiera en ser su presa voluntaria… ¿Por qué no había vuelto?… ¡No toque el escorpión!…

– ¡Él! ¡Le oigo!… ¡Ya está aquí!… -exclamó Christine.

Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban a la habitación estilo Luis Felipe. Se había reunido con Christine. No había pronunciado una sola palabra

Entonces, alcé la voz:

– ¡Erik! ¡Soy yo! ¿Me reconoces?

A mi llamada respondió inmediatamente en un tono extraordinariamente sereno.

– ¿Cómo, no habéis muerto ya ahí dentro?… Pues bien, procurad portaros bien.

Quise interrumpirle, pero me dijo con tanta frialdad que quedé helado detrás de la pared:

– ¡Una palabra más, daroga, y lo hago volar todo! -y añadió en seguida-: ¡Le concedo el honor a la señorita!… La señorita no ha tocado el escorpión (¡qué tranquilo hablaba), la señorita no ha tocado el saltamontes (¡con qué sangre fría!), pero aún no es demasiado tarde para hacerlo. Mire, abro sin llave porque soy el maestro en trampillas y porque abro y cierro todo lo que quiero y como quiero… Abro los cofrecillos de ébano. Mire, señorita, en los cofrecillos de ébano…, esos hermosos animalitos…, están bastante bien reproducidos…, qué inofensivos parecen… ¡Pero el hábito no hace al monje! (todo lo decía con una voz neutra, uniforme). Si se gira el saltamontes, volaremos todos, señorita… Hay suficiente pólvora bajo nuestros pies para hacer saltar un barrio entero de París… Si se gira el escorpión, ¡toda esta pólvora queda anegada!… Señorita, con motivo de nuestras bodas, hará usted un precioso regalo a algunos centenares de parisinos que aplauden en este momento una mediocre obra de Meyerbeer… Les regalará la vida… puesto que, con sus hermosas manos (¡qué voz más apagada!), va a girar el escorpión ¡Y luego, felices, nos casaremos!

Un silencio, y después:

– Si dentro de dos minutos, señorita, no ha girado el escorpión… tengo un reloj… -añadió la voz de Erik-, un reloj que funciona maravillosamente bien-, giraré el saltamontes…, y el saltamontes salta maravillosamente bien…

Se hizo un silencio más espantoso que todos los demás silencios. Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, serena y cansada, es que está dispuesto a todo, capaz del más titánico crimen o de la más esclavizada devoción, y que una sílaba desagradable a sus oídos podía desencadenar un huracán. El señor de Chagny había comprendido que lo único que podía hacer era rezar y, arrodillado, rezaba… En cuanto a mí, la sangre me golpeaba con tanta fuerza que tuve que llevarme una mano al corazón por miedo a que explotara… Presentíamos lo que ocurría en aquellos últimos momentos en el pensamiento enloquecido de Christine Daaé… Comprendíamos su duda en girar el escorpión… ¿Sería el escorpión el que lo haría volar todo? ¿Habría decidido Erik destruirnos a todos con él?