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¡El vizconde se disponía ya a tirarse por el agujero!

Allí, aunque no encontráramos agua, podríamos escapar a los deslumbrantes efectos de aquellos horribles espejos.

Pero detuve al vizconde, pues temía una nueva treta del monstruo, y con mi linterna sorda encendida bajé el primero…

La escalera de caracol se sumergía en espesas tinieblas y giraba sobre sí misma. ¡Qué bien se estaba en la escalera y en las tinieblas!

Aquella frescura provenía menos del sistema de ventilación instalado por Erik que de la misma frescura de la tierra, que debía de estar saturada de agua al nivel en el que nos encontrábamos… ¡Además, el Lago no podía estar muy lejos…

Pronto nos encontramos al final de la escalera… nuestros ojos empezaban a hacerse a las tinieblas y a distinguir a nuestro alrededor formas…, formas redondas…, sobre las cuales dirigía el haz luminoso de mi linterna.

¡Toneles!…

¡Estábamos en la bodega de Erik!

Allí debía guardar el vino y quizás el agua potable…

Yo sabía que Erik era amante de los buenos vinos… ¡Ah, sí, allí había mucho para beber!…

El señor de Chagny acariciaba las formas redondas y repetía incansablemente:

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¡Cuántos toneles!

De hecho, había bastantes de ellos alineados simétricamente en dos filas, entre las que nos encontrábamos…

Se trataba de pequeños toneles y me imaginé que Erik los había escogido de aquel tamaño dada su facilidad de transporte hacia la mansión del Lago.

Examinamos uno tras otro, buscando alguno con una espita que diera señales de haber sido utilizado alguna vez.

Pero todos los toneles estaban herméticamente cerrados.

Entonces, tras levantar uno para comprobar si estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cuchillito que llevaba conmigo intenté hacer saltar el tapón.

En aquel momento me pareció oír, como si viniera de muy lejos, una especie de canto monótono cuyo ritmo me era conocido, ya que lo había oído con frecuencia en las calles de París:

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

Mi mano quedó inmóvil sobre el tapón… El señor de Chagny también había oído. Me dijo:

– Es curioso. Es como si el tonel cantara…

El canto volvió a empezar, más lejano…

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

– ¡Oh! -exclamó el vizconde-, le aseguro que el canto se pierde en el tonel.

Nos levantamos y miramos detrás del tonel…

– ¡Es dentro -exclamaba el señor de Chagny-. ¡Es dentro! Pero ya no oíamos nada… Y nos vimos obligados a atribuir

aquello a nuestro mal estado y a la alteración de nuestros sentidos. Volvimos al tapón del tonel. El señor de Chagny puso las dos

manos juntas encima y, en un último esfuerzo, hizo saltar el tapón. -¿Qué es esto? ¡No es agua! -exclamó inmediatamente el vizconde.

El vizconde había acercado sus dos manos llenas a mi linterna… Me incliné sobre las manos del vizconde…, e inmediatamente lancé la linterna tan lejos de nosotros que se rompió y se apagó…, y se perdió para siempre.

Lo que acababa de ver en las manos del señor de Chagny… ¡era pólvora!

XXVI ¿HABRÁ QUE GIRAR AL ESCORPIÓN? ¿HABRÁ QUE GIRAR AL SALTAMONTES?

Fin del relato del Persa

Así, al bajar al fondo de la fosa, había llegado al fin de mi temible pensamiento. ¡El miserable no me había engañado con sus vagas amenazas a muchos seres humanos! Al margen de la humanidad, se había construido una guarida de fiera subterránea, totalmente decidido a volarlo todo con él y provocando una gran catástrofe, si los que vivían a la luz del día venían a molestarle en el antro en el que había refugiado su monstruosa fealdad.

El descubrimiento que acabábamos de hacer nos sumió en una angustia que nos hizo olvidar todas las penas pasadas, todos nuestros sufrimientos presentes… Nuestra presente situación nos parecía excepcional al recordar que hacía tan solo unos instantes habíamos estado al borde del suicidio, pero de pronto nos quedamos horrorizados de lo que podía ocurrir. Comprendíamos ahora todo lo que había querido decir y todo lo que había dicho el monstruo a Christine Daaé, así como lo que significaba aquella abominable frase: «¡Sí o no; si es no, todo el mundo puede darse por muerto y enterrado!». ¡Sí, enterrado entre los escombros de lo que había sido la gran ópera de París!… ¿Podía imaginarse un crimen más espantoso para arrastrar al mundo en una apoteosis de horror? Preparada para la seguridad de su refugio, la catástrofe iba a servir para vengar los amores del más horrible monstruo que haya pasado sobre la faz de la tierra… «¡Mañana por la noche, a las once, último plazo!»… ¡Ah. había sabido elegir la hora!… ¡Habría mucha gente en la fiesta!…, muchos seres humanos…, allá arriba…, en los luminosos pisos del palacio de la música!… ¿Acaso podía soñar un cortejo, más hermoso para su muerte?… Iba a bajar a la tumba junto con los cuerpos más bellos del mundo, adornados de toda suerte de joyas… ¡Mañana por la noche, a las once!… Volaríamos por los aires en plena representación si Christine Daaé decía: ¡No!… ¡Mañana por la noche a las once!… ¿y cómo no iba Christine Daaé a decir que ¡No!? ¿No preferiría acaso casarse con la misma muerte antes que con aquel cadáver viviente? ¿Ignoraba o no que de su respuesta dependía la suerte de muchos seres humanos?… ¡Mañana por la noche, a las once!…

Arrastrándonos en las tinieblas, huyendo de la pólvora, intentando volver a encontrar los peldaños de piedra dado que allá arriba, por encima de nuestras cabezas…, la trampilla que conduce a la habitación de los espejos se ha apagado a su vez…, nos repetimos: «¡Mañana por la noche, a las once!»

… Por fin encuentro la escalera…, pero, de repente, me incorporo de golpe en el primer peldaño, porque un pensamiento terrible acaba de acudir a mi mente:

«¿Qué hora es?»

¿Qué hora es?… ¿Qué hora?… ¡Mañana por la noche a las once puede ser hoy, puede ser ahora mismo!… ¿Quién podría decirnos qué hora es?… Me parece que estamos encerrados en este infierno desde hace días y días…, desde hace años…, desde el comienzo del mundo… ¡Puede que todo esto vuele dentro de un momento… ¡Un ruido!… ¡Un crujido!… ¿Lo ha oído usted?… ¡Allí! ¡Allí, en aquel rincón… ¡Grandes dioses!… es como un ruido mecánico… ¡Otra vez!… ¡Ah! ¡Luz!… ¿Quizá sea el mecanismo que lo haga volar todo?… ¡se lo aseguro, es un crujido!…, ¿está usted sordo?

El señor de Chagny y yo nos ponemos a gritar como locos… El miedo nos avasalla…, subimos la escalera, rodando sobre los peldaños… ¡Puede que la trampilla esté cerrada! ¡Puede que sea esta puerta cerrada la que produce tanta oscuridad!… ¡Quién pudiera salir de la oscuridad!… ¡Salir de la oscuridad!… ¡Volver a encontrar la claridad fatal de la habitación de los espejos!…

Pero ya estamos en lo alto de la escalera…, no, la trampilla no está cerrada, pero ahora reina la misma oscuridad en la cámara de los espejos que en la bodega que hemos abandonado… Dejamos la bodega… y nos arrastramos por el suelo de la cámara de los suplicios…, el suelo que nos separa del polvorín… ¿Qué hora es?… ¡Gritamos! ¡Llamamos!… El señor de Chagny clama con todas sus fuerzas renacientes: «¡Christine! ¡Christine!»Y yo llamo a Erik…, le recuerdo que le he salvado la vida… ¡Pero nada nos responde!… Tan sólo nuestra propia desesperación…, nuestra propia locura… ¿Qué hora es?… «Mañana por a noche, a las once»… Discutimos…, nos esforzamos por calcular el tiempo que hemos pasado, aquí…, pero somos incapaces de razonar… Si por lo menos pudiéramos ver el cuadrante de un reloj, con agujas que se moviesen. Mi reloj está parado desde hace tiempo…, pero el del señor de Chagny funciona aún… Me dice que lo puso en hora mientras se preparaba por la noche antes de venir a la Ópera… Intentamos llegar a la conclusión de que el momento fatal aún no ha llegado…