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LA BURBUJA DELA PERCEPCIÓN

Pasé el día solo, en casa de don Genaro. Dormí la mayor parte del tiempo. Don Juan regresó al pardear la tarde y caminamos, en completo silencio, hasta una cordillera cercana. Nos detuvimos a la hora del crepúsculo y estuvimos sentados al filo de una fonda barranca hasta que casi estuvo oscuro. Entonces don Juan me llevó a otro sitio cercano, un monumental risco con un muro de roca liso y vertical. El risco no podía verse desde el sendero que conducía a él; don Juan, sin embargo, me lo había enseñado varias veces antes. Me había hecho asomar por el borde y decía que todo el risco era un sitio de poder, especialmente su base, un desfiladero muy profundo. Siempre que lo miraba, sentía un desazonante escalofrío; el desfiladero era siempre oscuro y ominoso.

Antes de que llegáramos al sitio, don Juan dijo que yo debía seguir solo y encontrarme con Pablito en el borde del risco. Me recomendó relajarme y practicar el paso de poder con el fin de eliminar mi fatiga nerviosa.

Don Juan se hizo a un lado, hacia la izquierda del camino, y la oscuridad, literalmente, se lo tragó. Quise detenerme a averiguar dónde había ido, pero mi cuerpo no obedeció. Empecé -a marchar á paso veloz, aunque me hallaba tan cansado que apenas me tenía en pie.

Al llegar al risco no vi a nadie y seguí marcando el paso de carrera, respirando profundamente. Tras un rato me relajé un poco; quedé inmóvil con la espalda contra una roca, y noté entonces la figura de un hombre a unos cuantos pasos de mí. Estaba sentado, con la cabeza oculta entre los brazos. Tuve un momento de susto intenso y me retraje, pero luego me expliqué que el hombre debía de ser Pablito, y sin titubear fui hacia él. Dije en voz alta el nombre de Pablito. Pensé que, incierto de quién era yo, se había asustado tanto que cubrió su rostro para no mirar. Pero antes de llegar a donde estaba, un miedo inexplicable me poseyó. Mi cuerpo se inmovilizó en el acto, el brazo derecho ya extendido para tocar al otro. El hombre alzó la cabeza. ¡No era Pablito! Sus ojos eran dos enormes espejos, como ojos de tigre. Mi cuerpo saltó hacia atrás; mis músculos se tensaron y luego libraron la tensión sin la menor influencia de mi voluntad, y ejecuté el salto con tanta rapidez y a tal distancia que en circunstancias normales me habría envuelto en una grandiosa especulación al respecto. En aquellos momentos, sin embargo, mi miedo desproporcionado no me permitía ninguna inclinación a ponderar, y habría salido corriendo de allí de no haber sido porque alguien aferró mi brazo con fuerza. Ese contacto me produjo un pánico total; lancé un grito… No fue el chillido que yo habría esperado, sino un largo alarido escalofriante.

Me volví a encarar a mi asaltante. Era Pablito, aun más tembloroso que yo. Mi nerviosismo estaba en su punto más alto. No me era posible hablar; los dientes me castañeteaban y el escalofrío recorría mi espalda, provocándome sacudidas involuntarias. Tenía que respirar a bocanadas.

Pablito dijo, entre castañeteos, que el nagual lo había estado esperando, que él apenas se había zafado de sus garras cuando tropezó conmigo, y que mi grito estuvo a punto de matarlo. Quise reír y produje los sonidos más extraños que pueden imaginarse. Al recobrar la calma, dije a Pablito que aparentemente me había ocurrido lo mismo. El resultado final, en mi caso, era que mi fatiga se desvaneció; un incontenible empellón de fuerza y bienestar ocupaba su sitio. Pablito parecía experimentar las mismas sensaciones; empezamos a reír risitas tontas y nerviosas.

Oí en la distancia pasos suaves y cautelosos. Detecté el sonido antes que Pablito. Él pareció reaccionar a mi tensión. Tuve la certeza de que alguien se acercaba al sitio donde estábamos. Miramos en dirección del ruido; un momento después, las siluetas de don Juan y don Genaro se hicieron visibles. Caminaban despacio y se detuvieron a uno o dos pasos de nosotros; don Juan estaba frente a mí y don Genaro encaraba a Pablito. Quise decir a don Juan que algo había estado a punto de enloquecerme de miedo, pero Pablito me apretó el brazo. Supe por qué lo hacia. Algo había de extraño en don Juan y don Genaro. Al mirarlos, mis ojos empezaron a desenfocarse.

Don Genaro dio una orden seca. No entendí lo que dijo, pero "supe" que nos prohibía cruzar los ojos.

– Ya la oscuridad descendió al mundo -dijo don Juan mirando el cielo.

Don Genaro dibujó una media luna en el duro suelo. Por un instante me pareció que usaba un gis iridiscente, pero luego advertí que no tenía nada en la mano; yo percibía la media luna imaginaria que había dibujado con el dedo. Hizo que Pablito y yo nos sentáramos en la curva interna del filo convexo, mientras él y don Juan se instalaban, con las piernas cruzadas, en los extremos de la media luna, a unos dos metros de nosotros.

Don Juan habló primero; dijo que nos iban a mostrar a sus aliados. Dijo que si mirábamos sus costados izquierdos, entre la cadera y el costillar, "veríamos" algo como un trapo o un pañuelo colgado de sus cinturones. Don Genaro añadió que junto a esos trapos había dos objetos redondos, como botones, y que debíamos mirar sus cintos hasta "ver" los trapos y los botones.

Antes de que don Genaro hablase yo había notado ya un objeto plano, como un trozo de tela, y un guijarro redondo que colgaban de sus cinturones. Los aliados de don Juan eran más oscuros y ominosos que los de don Genaro. Mi reacción fue una mezcla de curiosidad y miedo. Experimentaba las reacciones en el estómago y no juzgaba nada de manera racional.

Don Juan y don Genaro se llevaron la mano al cinturón y parecieron desenganchar los trozos de tela oscura. Los tomaron con la mano izquierda; don Juan lanzó el suyo al aire por encima de su cabeza, pero don Genaro dejó caer suavemente el propio. Los trozos de tela se desplegaron en la caída como pañuelos perfectamente lisos; descendieron despacio, oscilando como voladores. El movimiento del aliado de don Juan era la réplica exacta de lo que él había hecho al girar días antes. Conforme los trozos de tela se acercaban al suelo, se hacían sólidos, redondos y masivos. Se contrajeron como sí hubiesen caído sobre un tirador de puerta; luego se expandieron. El de don Juan creció hasta ser una sombra voluminosa. Tomó la guía y avanzó hacia nosotros, aplastando piedras y terrones. Llegó a uno o dos pasos de nosotros, hasta el cuenco de la media luna, entre don Juan y don Genaro. En cierto momento pensé que rodaría sobre nosotros, pulverizándonos. Mi terror en ese instante ardía como una hoguera. La sombra frente a mí era gigantesca, de unos cuatro metros de alto y dos de ancho. Se movía como si tentaleara a ciegas sintiendo su camino. Se sacudía y oscilaba. Supe que estaba buscándome. En ese momento, Pablito ocultó la cabeza contra mi pecho. La sensación que su movimiento me produjo, disipó en parte la atención empavorecida que yo había enfocado en la sombra. Ésta pareció disociarse, a juzgar por sus sacudidas erráticas, y luego desapareció, fundiéndose con la oscuridad en torno.

Sacudí a Pablito. Él alzó la cara y dejó escapar un grito sofocado. Miré hacia arriba. Un hombre extraño me contemplaba. Parecía haberse hallado detrás de la sombra, acaso oculto por ella. Era alto y delgado, de rostro largo, sin cabello, y una irritación o eczema cubría el lado izquierdo de su cabeza. Sus ojos eran locos y brillantes; tenía la boca entreabierta. Vestía una rara especie de pijama; los pantalones le quedaban cortos. No pude discernir si usaba zapatos. Quedó mirándonos durante lo que pareció un largo rato, como en espera de una coyuntura para lanzarse sobre nosotros y despedazarnos. Así de intensos eran sus ojos. No había en ellos odio ni violencia, sino alguna especie de desconfianza animal. Yo no podía soportar más la tensión. Quise adoptar una posición de pelea que don Juan me había enseñado años antes, y lo habría hecho si Pablito no me hubiera susurrado que el aliado no podía pasar de la raya que don Genaro trazara en el suelo. Advertí entonces que en verdad había una línea brillante que al parecer detenía lo que se hallaba frente a nosotros.