No pude responder. Tomé conciencia de un abismo inmenso dentro de mí, y por un momento tuve, en alguna forma, conocimiento de los dos mundos a los cuales se refería.
– ¡Qué señal más exquisita es ésta! -prosiguió-. Y todo esto para ti. El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado eso. Todo lo que yo he hecho es reunir los detalles de esta señal, a fin de que la dirección fuera clara; pero al reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predilección de mi espíritu.
Nos miramos a los ojos un momento.
– Esto me recuerda la poesía esa que me leías -dijo, haciendo a un lado la mirada-. Acerca de ese hombre que juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?
El poema era "Piedra negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo. A petición de don Juan, yo le había leído y recitado incontables veces las dos primeras estrofas.
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
El poema resumía para mí una melancolía indescriptible.
Don Juan susurró que él tenía que creer que el moribundo había tenido bastante poder personal para permitirle escoger las calles de la ciudad de México como el sitio de su muerte.
– Volvemos otra vez a la historia de los dos gatos -dijo-. Tenemos que creer que Max se dio cuenta de lo que le andaba al acecho y, cómo ese hombre que está ahí, tuvo al menos poder suficiente para escoger el sitio de su fin. Pero hubo el otro gato, como hay otros hombres cuya muerte los envolverá mientras están solos, desprevenidos, mirando las paredes y el techo de un cuarto desolado y feo.
"En cambio, aquel hombre se está muriendo donde siempre ha vivido: en las calles. Tres policías son sus guardias de honor. Y, a medida que se desvanece, se acentuarán en sus ojos los últimos resplandores de las luces de los aparadores de las tiendas que están enfrente; de los coches, de los árboles, de las oleadas de gente que se arremolina en la calle; y sus oídos se inundarán por última vez con los sonidos del tránsito y las voces de los hombres y las mujeres que pasan.
"Así que, si no fuera porque nos damos cuenta de la presencia de nuestra muerte no hubiera poder, ni misterio."
Miré largo rato al hombre. Estaba inmóvil. Acaso había muerto. Pero mi incredulidad ya no importaba. Don Juan estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la expresión de la predilección intima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.
LA ISLA DEL TONAL
Don Juan y yo volvimos a vernos a eso del mediodía siguiente, en el mismo parque. Él lucía aún su traje café. Tomamos asiento en una banca; se quitó el saco, lo dobló con gran cuidado, pero a la vez con un aire de suprema indiferencia, y lo puso en la banca. Su despreocupación era muy estudiada y, sin embargo, completamente natural. Me sorprendí mirándolo con fijeza. Él parecía al tanto de la paradoja que me presentaba, y sonrió. Enderezó su corbata. Llevaba una camisa beige de manga larga. Le quedaba muy bien.
– Traigo todavía mi traje porque quiero decirte algo de gran importancia -dijo, dando palmadas en mi hombro-. Ayer te salieron las cosas muy bien; así que ya es hora de llegar a ciertos arreglos finales.
Hizo una larga pausa. Parecía estar preparando una declaración. Tuve una sensación extraña en el estómago. Mi suposición inmediata fue que don Juan iba a darme allí mismo la explicación de los brujos. Se puso en pie un par de veces y se paseó de un lado a otro frente a mí, como si le resultara difícil dar voz a lo que tenía en mente.
– Vamos al restaurante de enfrente a comer algo -dijo finalmente.
Desdobló el saco, y antes de ponérselo me mostró que tenla forro completo.
– Hecho a la medida -dijo, y sonrió como si eso lo enorgulleciera, como si le importara.
– Tengo que llamarte la atención sobre estas cosas, porque si no, no lo notarías, y es importante que tengas en cuenta que mi forro es completo. Tú te das cuenta de todo sólo cuando piensas que así debes hacerlo; pero la condición de un guerrero, es darse cuenta de todo en todo momento.
"Mi traje y todos estos adornos son importantes porque representan mi condición en la vida. O mejor dicho, la condición de una de las dos partes de mi totalidad. Esta discusión ha estado pendiente, por muchos años. Yo sé que esta es la hora de tenerla. Todos los puntos de esta discusión tienen que estar, sin embargo, perfectamente cortados, de lo contrario no tendrá sentido. Quise que mi traje te diera la primera pista. Creo que ha cumplido su misión. Ahora es tiempo de hablar, porque en los asuntos de este tema, no hay comprensión completa sin palabras."
– ¿Cuál es el tema, don Juan?
– La totalidad de uno mismo.
Se puso en pie abruptamente y me guió a un restaurante en un gran hotel al otro lado de la calle. Una recepcionista con cara de pocos amigos nos dio una mesa dentro, en un rincón ciego. Obviamente, los lugares preferentes estaban cerca de las ventanas.
Dije a don Juan que la mujer me recordaba a otra encargada, en un restaurante de Arizona donde él y yo comimos una vez, la cual nos preguntó, antes de darnos el menú, si teníamos dinero suficiente para pagar.
– Es muy natural lo que le pasa a esta pobre mujer -dijo don Juan, como simpatizando con ella-. Los chicanos no le caen bien, así como a la otra.
Rió suavemente. Dos o tres personas, en las mesas adyacentes, volvieron la cabeza y nos miraron.
Don Juan dijo que sin saberlo, o quizás incluso contra sus propias intenciones, la recepcionista nos había dado la mejor mesa en todo el local: una mesa donde podíamos hablar, y yo podía escribir hasta hartarme.
Acababa de sacar del bolsillo mi bloc de notas, y de ponerlo en la mesa, cuando de pronto el mesero se cirnió sobre nosotros. También parecía de mal humor. Nos miraba con aire de reto.
Don Juan procedió a ordenar una comida muy complicada. Pedía sin ver el menú, como si lo conociese de memoria. Yo me hallaba desconcertado: la aparición del mesero fue inesperada y no me dio tiempo de leer el menú, de modo que le dije que me trajera lo mismo.
– Te apuesto a que no tienen lo que ordené -me susurró don Juan al oído.
Estiró brazos y piernas y me indicó relajarme y ponerme cómodo, porque la comida tardaría eternidades.
– Estás en cierto trecho del camino, muy agudo y peligroso. Quizás ésta sea la última encrucijada, y también, quizá, la más difícil de entender. Algunas de las cosas que te voy a señalar hoy, probablemente nunca serán claras. De todos modos, no se supone que sean claras. Con que no te preocupes ni te desalientes. Todos nosotros somos una bola de idiotas cuando entramos en el mundo de la brujería, y entrar en ese mundo no nos garantiza, en ningún sentido, que cambiaremos. Algunos seguimos idiotas hasta el fin.
Me gustó que se incluyera entre los idiotas. Supe que no lo hacía por bondad, sino como recurso pedagógico.
– No te agites si no comprendes lo que voy a decirte -continuó-. Teniendo en cuenta tu temperamento, temo que te rompas la crisma tratando de entender. ¡No lo hagas! Lo que voy a decirte sirve sólo para señalar una dirección.
Tuve un súbito sentimiento aprensivo. Las admoniciones de don Juan me refundieron en una especulación interminable. Otras veces me había lanzado advertencias por el estilo, e invariablemente, aquello sobre lo cual me advertía había resultado devastador.