El hombre era muy delgado; tenía una cara angular, con pómulos altos y una tez morena color cobre. La piel de la cara y del cuello parecían haberse estirado al máximo. Su bigote lacio le daba a esa cara angular una mirada malévola. Tenía una nariz aguileña de puente muy fino y unos ojos negros feroces. Sus cejas negrísimas parecían pintadas, como también su pelo negro peinado desde la frente hacia atrás. Nunca había visto una cara más hostil. La imagen que me vino a la mente al mirarlo era la de un envenenador italiano de la edad de los Médicis. Las palabras «truculento» y «saturnino» parecían ser las descripciones más acertadas al enfocar mi atención sobre la cara de Lucas Coronado.
Noté que al estar sentado sobre el suelo sosteniendo el pedazo de madera entre los pies, los huesos de sus piernas eran tan largos que las rodillas estaban a la par con los hombros. Cuando nos acercamos, dejó de trabajar y se puso de pie. Era más alto que Jorge Campos y flaquísimo. Como gesto de consideración a nosotros, supongo, se puso los guaraches.
– Pasen, pasen -dijo sin sonreír.
Tuve el pensamiento de que Lucas Coronado no sabía sonreír.
– ¿A qué debo el placer de esta visita? -le preguntó a Jorge Campos.
– Traigo a este joven porque quiere hacerle preguntas acerca de su arte -dijo Jorge Campos en un tono bastante condescendiente-. Le aseguré que le contestaría usted verídicamente a todas sus preguntas.
– Oh, eso no es ningún problema, ningún problema -afirmó Lucas Coronado, mirándome de arriba abajo con su mirada fría.
Cambió de idioma a lo que supuse era yaqui. Los dos, él y Jorge Campos se lanzaron a conversar animadamente por un rato. Los dos me ignoraron por completo. Luego Jorge Campos se volvió hacia mí.
– Tenemos un pequeño problema -me dijo-. Lucas acaba de informarme que está bastante ocupado porque se le vienen encima las fiestas, así es que no va a poder responder a todas sus preguntas, pero lo hará en otro momento.
– Desde luego, claro -me dijo Lucas Coronado en español-. En otro momento, por supuesto; en otro momento.
– Tenemos que acortar la visita -dijo Jorge Campos-, pero lo vuelvo a traer.
Al salir, me sentí con ganas de expresarle a Lucas Coronado mi admiración por su estupenda técnica de utilizar las manos y los pies. Me miró como si estuviera loco, abriendo los ojos con sorpresa.
– ¿Nunca ha visto a alguien hacer una máscara? -me siseó entre dientes-. ¿De dónde viene? ¿De Marte?
Me sentí un imbécil. Traté de explicarle que su técnica de trabajo me era nueva. Parecía a punto de darme un golpe en la cabeza. Jorge Campos me dijo en inglés que había ofendido a Lucas Coronado con mis comentarios. Había entendido mi adulación como una burla velada a su pobreza; mis palabras eran para él un pronunciamiento irónico sobre su pobreza y su desamparo.
– ¡Pero es lo opuesto! -dije-. Me parece magnífico.
– No intente decirle nada parecido -me contestó bruscamente Jorge Campos-. Esta gente está preparada a recibir y dar insultos de la manera más velada. A él le parece extraño que usted lo desprecie sin conocerlo y que se burle del hecho de que no tiene dinero para comprar un tornillo de banco para sostener su escultura.
Me sentía totalmente perdido. Lo menos que quería hacer era fastidiar mi único contacto posible. Jorge Campos parecía ser perfectamente consciente de mi confusión.
– Cómprele una de sus máscaras -me aconsejó.
Le dije que pensaba irme a Los Ángeles sin parar y que tenía justo el dinero para comprar gasolina y comida.
– Bueno, déle su chaqueta de piel -me dijo como si nada, y a la vez en tono confidencial, de ayuda-. De otra manera lo va a enojar, y todo lo que va a recordar de usted son sus insultos. Pero no le diga que sus máscaras son hermosas. Simplemente compre una.
Cuando le dije a Lucas Coronado que quería cambiarle una chaqueta de piel por una de sus máscaras, me correspondió con una sonrisa de satisfacción. Tomó la chaqueta y se la puso. Caminó hacia su casa, pero antes de entrar hizo unos giros extraños. Se arrodilló ante algo así como un altar religioso y movió sus brazos, como estrechándolos, y frotó sus manos sobre los lados de la chaqueta.
Entró en la casa, y volvió con un bulto envuelto en periódicos, que me entregó. Quise hacerle unas preguntas. Se disculpó, diciendo que tenía que trabajar, pero añadió que podía regresar cuando quisiera.
De vuelta hacia la ciudad de Guaymas, Jorge Campos me pidió que abriera el bulto. Quería asegurarse de que Lucas Coronado no me hubiera estafado. No me interesaba abrirlo, lo que me importaba era la posibilidad de regresar por mi cuenta para hablar con Lucas Coronado. Estaba feliz.
– Tengo que ver lo que tiene -insistió Jorge Campos-. Deténgase por favor. Bajo ninguna condición ni por razón alguna, quiero poner en peligro a mis clientes. Usted me pagó para que le rindiera servicios. Este hombre es un chamán genuino, y como resultado, peligroso. Como lo ofendió, puede haberle dado un bulto de hechizo. Si ése es el caso, tenemos que enterrarlo cuanto antes en esta región.
Sentí una ola de náusea y paré el coche. Con muchísimo cuidado, saqué el bulto. Jorge Campos me lo arrebató de las manos y lo abrió. Contenía tres máscaras tradicionales yaquis de hermosísima hechura. Jorge Campos mencionó de paso, desinteresadamente, que sería justo que le diera una. Yo pensé que, como todavía no me había llevado con el viejo, debía mantener mi contacto con él. Le regalé una de las máscaras con gusto.
– Si me deja escoger, preferiría esa otra -me dijo, señalando.
Le dije que cómo no. Las máscaras no tenían ninguna importancia para mí; ya había conseguido lo que quería.
Hasta le hubiera regalado las otras dos, pero quería mostrárselas a mis amigos antropólogos.
– Estas máscaras no son nada extraordinario -declaró Jorge Campos-. Se pueden comprar en cualquier tienda del pueblo. Se las venden a los turistas.
Yo había visto las máscaras yaquis que se vendían en el pueblo. Eran muy rudimentarias en comparación con las que tenía, y Jorge Campos había en verdad escogido la mejor.
Lo dejé en la ciudad y me dirigí hacia Los Ángeles. Antes de despedirme, me recordó que casi le debía dos mil dólares porque iba a empezar con sus mordidas y con el plan de llevarme a conocer al gran hombre.
– ¿Cree que puede darme mis dos mil dólares a su regreso? -me preguntó atrevidamente.
La pregunta me puso en una situación terrible. Creía que si le decía la verdad, que lo dudaba, él me volvería la espalda. Estaba convencido de que, a pesar de su patente codicia, él era mi acomodador.
– Haré lo posible para traerle el dinero -dije en un tono evasivo.
– Eso no es suficiente, muchacho -me contestó enérgicamente, casi enfadado-. Voy a andar gastando mi propio dinero, haciendo arreglos para el encuentro, y necesito seguridad de su parte. Yo sé que es un joven serio. ¿Qué valor tiene su coche? ¿Tiene en sus manos los documentos de propiedad?
Le dije el valor de mi coche y que sí poseía los documentos de propiedad, pero solamente pareció estar satisfecho cuando le di mi palabra de que le iba a traer el dinero en efectivo en mi próxima visita.
Cinco meses después regresé a Guaymas para ver a Jorge Campos. En aquel tiempo, dos mil dólares era muchísimo dinero, sobre todo para un estudiante. Pensé que quizá podría aceptar el pago en plazos, en cuyo caso yo estaría más que dispuesto a pagar.
No lo encontré por ninguna parte. Le pregunté al dueño del restaurante. Estaba tan desconcertado como yo por su desaparición.
– Simplemente se desvaneció -dijo-. Seguramente regresó a Arizona o a Texas donde tiene negocios.
Me tomé el atrevimiento de ir a ver a Lucas Coronado yo mismo. Llegué a su casa como al mediodía. Tampoco lo encontré. Les pregunté a sus vecinos si sabían dónde pudiera estar. Me miraron hostilmente y ni siquiera me contestaron. Me fui, pero regresé a su casa otra vez ya entrada la tarde. No esperaba nada. De hecho, estaba preparado para regresarme inmediatamente a Los Ángeles. Para mi gran sorpresa, Lucas Coronado no sólo estaba allí, sino que me recibió muy amablemente. De manera franca, me expresó su aprobación al ver que había venido sin Jorge Campos, quien según él era un verdadero culo. Se quejó de que Jorge Campos, a quien se refirió como un yaqui renegado que gozaba de explotar a sus compañeros yaqui.