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Florinda subrayaba que la regla definía el acecho y el ensueño como artes, por tanto, eran algo que uno pone en obra, algo que uno lleva a cabo. Decía que la naturaleza intrínseca del aliento es dar vida, y que eso es lo que le da capacidad de limpiar el cuerpo luminoso. Esta capacidad es la que convierte a la recapitulación en una cuestión práctica.

En nuestro siguiente encuentro, Florinda resumió lo que llamó sus instrucciones de último minuto. Aseveró que, puesto que el mutuo acuerdo del nagual Juan Matus y de su grupo de guerreros había sido que yo no necesitaba tratar con el mundo de la vida cotidiana, me habían enseñado a ensoñar y no a acechar. Me explicó que esa decisión se había modificado radicalmente, y que ellos se habían visto en una posición incómoda: ya no tenían tiempo para enseñarme a acechar. Ella tenía que quedarse en la periferia de la tercera atención, para poder cumplir esta tarea en un tiempo posterior, cuando yo estuviera listo. Por otra parte, si yo pudiera abandonar el mundo con ellos, a ella se le exoneraría de esa responsabilidad.

Florinda me dijo que su benefactor consideraba las tres técnicas básicas del acecho -la caja, la lista de eventos a recapitular, y la respiración del acechador- cómo las tres tareas más importantes que un guerrero puede llevar a cabo. Su benefactor estaba convencido de que una recapitulación profunda es el medio más expedito para perder la forma humana. De allí que les es más fácil a los acechadores, después de recapitular sus vidas, hacer uso de todos los no-haceres del yo personal, como son borrar la historia personal, perder la importancia en uno mismo, romper las rutinas, etcétera.

Florinda me dijo que su benefactor les dio a todos ellos ejemplos prácticos de cada una de las facetas de su conocimiento. Actuaba directamente de acuerdo con sus premisas de guerrero, y luego les daba las razones de guerrero por haber actuado del tal modo. En el caso de Florinda, siendo él un maestro del arte de acechar, montó el ardid de la enfermedad y la cura, que no sólo era congruente con las acciones del guerrero, sino que representaba una introducción magistral a los siete principios básicos del arte de acechar. Primero atrajo a Florinda al campo de batalla de él, donde ella se encontraba a su merced; la forzó a eliminar todo lo que no le era esencial, le enseñó a jugarse la vida con cada decisión, le enseñó cómo calmarse, la hizo entrar en un nuevo y optimista estado de ánimo a fin de ayudarla a reagrupar sus recursos, le enseñó a comprimir el tiempo, y, por último, le mostró que un acechador jamás deja ver su juego, jamás se pone al frente de nada.

Florinda se impresionó vivamente con este último principio. Para ella, éste condensaba todo lo que me quería decir en sus instrucciones de último minuto.

– Mi benefactor era el jefe -dijo Florinda-. Y, sin embargo, al mirarlo, nadie lo hubiera creído. Siempre ponía como frente a una de sus guerreras, mientras que él, con toda libertad, se codeaba con los pacientes fingiendo ser uno de ellos; o, si no, se hacía pasar por un viejo senil que constantemente barría las hojas secas con una escoba casera.

Florinda me explicó que para aplicar el séptimo principio del arte de acechar, hay que aplicar los otros seis. Su benefactor vivía de ese modo. Los siete principios aplicados meticulosamente le permitían observar todo sin ser el punto de enfoque. Gracias a ello podía evitar o parar conflictos. Si había una disputa, ésta nunca tenía que ver con él, sino con la que actuaba como dirigente, la curandera.

– Espero que para esas alturas te hayas dado cuenta -continuó Florinda- que sólo un maestro acechador puede ser un maestro del desatino controlado. El desatino controlado no significa embaucar a la gente. Significa, como me lo explicó mi benefactor, que los guerreros aplican los siete principios básicos del arte de acechar en cualquier cosa que hacen, desde, los actos más triviales hasta las situaciones de vida o muerte.

"Aplicar estos principios produce tres resultados. El primero es que los acechadores aprenden a nunca tomarse en serio: aprenden a reírse de sí mismos. Puesto que no tienen miedo de hacer el papel de tontos, pueden hacer tonto a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia sin fin. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se irritan. Y el tercero es que los acechadores aprenden a tener una capacidad infinita para improvisar.

Florinda se puso en pie. Como de costumbre, habíamos estado sentados en la sala. Al instante supuse que la conversación había concluido. Me dijo que había otro tema más que debía presentarme, antes de despedirnos. Me llevó a otro patio dentro de la casa. Nunca había estado antes allí. Florinda llamó a alguien en voz muy queda y una mujer salió de su cuarto. Por un momento no la reconocí. La mujer me habló y sólo entonces advertí que se trataba de doña Soledad. Su cambio era estupendo. Se veía increíblemente más joven, más fuerte.

Florinda me dijo que Soledad había estado dentro de una caja, recapitulando durante cinco años, y que el Águila había aceptado su recapitulación en vez de su conciencia y que la había dejado libre. Doña Soledad asintió con un movimiento de la cabeza. Florinda terminó el encuentro abruptamente y me dijo que era hora de que me fuera porque yo ya no tenía mas energía.

Fui a casa de Florinda muchas veces más. La vi todas las veces, aunque sólo fuera un momento. Me avisó que había decidido no instruirme más porque era más ventajoso para mí que sólo tratara con doña Soledad.

Doña Soledad y yo nos encontramos muchas veces, siempre en el estado más agudo de conciencia, y lo que tuvo lugar en nuestros encuentros es algo incomprensible para mí. Cada vez que estábamos juntos me hacía sentar a la puerta de su cuarto, con la cara hacia el Este. Ella se acomodaba a mi derecha, rozándome; después hacíamos que la pared de niebla dejara de girar y los dos quedábamos de repente también con la cara hacia el Sur, hacia el interior de su cuarto.

Ya había aprendido con la Gorda a detener la rotación de la pared; y habíamos descubierto correctamente que sólo una porción de nosotros detenía el muro. Era como si de repente yo quedara dividido en dos. Una porción de mi ser total miraba hacia delante y veía una pared que se movía con el movimiento lateral de mi cabeza, mientras que la otra porción, más grande, de mi ser total, se había vuelto noventa grados a la derecha y encaraba una pared inmóvil.

Cada vez que doña Soledad y yo deteníamos la pared, nos quedábamos mirándola fijamente; nunca entrábamos en el área que se halla entre las líneas paralelas, como la mujer nagual, la Gorda y yo lo habíamos hecho incontables veces. Doña Soledad siempre me hacía contemplar la niebla como si ésta fuera un cristal reflejante. Experimentaba entonces la disociación más extravagante. Era como si yo corriera a una velocidad desquiciada. Veía pedazos de paisaje que se formaban en la niebla, y repentinamente me hallaba en otra realidad física; era un área montañosa, rugosa e inhóspita. Doña Soledad siempre estaba allí en compañía de una mujer lindísima que se reía estentóreamente de mí.

Mi incapacidad para recordar lo que hacíamos después era aún más aguda que mi incapacidad de recordar lo que la mujer nagual, la Gorda y yo hicimos en el área que se halla entre las líneas paralelas. Parecía que doña Soledad y yo entrábamos en otra zona de conciencia que me era desconocida. Yo, por cierto, estaba ya en lo que creía ser mi estado de conciencia más agudo y, sin embargo, había algo aún más sutil. El aspecto de la segunda atención que doña Soledad obviamente me estaba ayudando a verificar era más complejo y más inaccesible que todo lo que he presenciado hasta la fecha. Lo que puedo recordar es la sensación de haberme movido mucho, una sensación física comparable a la de haber caminado kilómetros. También tenía la clara certeza corporal, aunque no puedo concebir por qué, de que doña Soledad, la otra mujer y yo intercambiábamos palabras, pensamientos, sentimientos. Pero no podría especificarlos.