– Y ustedes -concluí, contando con el dedo cuadritos hacia el tenedor situado a la derecha- han estado buscando ese barco treinta y seis millas al oeste de donde realmente está.
XIV. EL MISTERIO DE LAS LANGOSTAS VERDES
Aunque hablo del Meridiano como uno solo, no es
así, pues son muchos; porque
todos los hombres o navíos
tienen distintos meridianos,
cada uno el suyo particular.
Manuel Pimentel.
“Arte de Navegar”
Navegaban hacia el este hendiendo la bruma del amanecer a lo largo del paralelo 37º 32’, con un ligero desvío del rumbo al norte para ganar un minuto de latitud. Atornillado en su mamparo, el barómetro de latón tenía la aguja inclinada a la derecha: 1.022 milibares. No había viento, y los listones de la cubierta se estremecían con el trepidar suave del motor. La niebla empezaba a desvanecerse; y aunque todavía era gris en la estela, a proa filtraba deslumbrantes rayos de sol y tonos dorados, y por el través de babor se distinguían a veces, difuminadas y muy altas, las fantasmales cortaduras pardas de la costa.
Arriba, en la bañera, el Piloto vigilaba el rumbo. Y abajo en la camareta, inclinada con paralelas, compás, lápiz y goma de borrar, como una alumna aplicada que preparase un examen difícil, Tánger cuadriculaba la carta 464 del Instituto Hidrográfico de la Marina: “De cabo Tiñoso a cabo de Palos”. Sentado junto a ella, con una taza de café y leche condensada en las manos, Coy la miraba trazar líneas y calcular distancias. Habían trabajado toda la noche, sin dormir; y cuando el Piloto se despertó y largó amarras antes de que levantara el día, ya habían establecido sobre el papel la nueva zona de búsqueda, con el centro situado en los 37º 33’ norte y 0º 45’ oeste: el rectángulo sobre la carta que ahora Tánger, a la luz de la mesa de cartas, con paciencia y mucho cuidado por las suaves oscilaciones del “Carpanta”, dividía en franjas de cincuenta metros de anchura. Un área de milla y media de alto por dos y media de ancho, al sur de Punta Seca, seis millas al sudoeste del cabo de Palos:
‘… Pero ocurrió que después que el viento roló al norte
y teniendo ya avistado el cabo
al nordeste, al forzar vela en
evitación de la caza de que era
objeto, tuvo la mala fortuna de
faltar el mastelero del trinquete, entablándose combate vivísimo casi a tocapenoles. Perdióse
el palo trinquete con casi toda
la gente de cubierta muerta o
fuera de combate por tirarle el
otro con metralla y a ras de
bordas; pero cuando el jabeque
se disponía a abarloarse para el
abordaje, el incendio de una de
sus velas bajas, según cree haber visto el declarante, corrió se a alguna carga de pólvora,
a resultas de lo cual quedó volado el jabeque con la mala fortuna de que la explosión también
derribó el palo mayor del bergantín, enviándolo a éste a pique. Según el declarante no
hubo más supervivientes que él,
que se salvó por saber nadar y
a bordo de la lancha que el bergantín había largado al iniciar
combate, pasando allí el resto
del día y la noche, hasta que
sobre las once horas del día
siguiente fue rescatado seis
millas al sur de esta plaza por
la tartana Virgen de los Parales. Según el declarante, el
hundimiento del bergantín y del
jabeque se produjo a dos millas
de la costa en 37º 32’ N 4º 51’ E, posición que coincide con la anotada en media
hoja de papel que llevaba en su
bolsillo al ser rescatado, por
habérsela confiado el piloto una
vez establecida en una carta
esférica de Urrutia para trasladarla al libro de a bordo, y
no disponer de tiempo para anotarla a causa de la rapidez con
que se entabló
combate. Quedó internado el declarante bajo cuidado médico en
el hospital de Marina de esta
ciudad en espera de otras diligencias. Solicitó al día siguiente el Excmo. Sr. Almirante nuevas averiguaciones sobre ciertos puntos de este suceso, dándose la circunstancia de
que el declarante había abandonado las dependencias del hospital durante la noche, sin que
hasta el momento haya noticias
de su paradero. Circunstancia sobre la que el Excmo.
Sr. Almirante ha ordenado se
inicien las diligencias oportunas sin perjuicio de la depuración de responsabilidades. Fechado en la Capitanía de Marina de Cartagena, a ocho de febrero de mil setecientos sesenta y siete. Teniente de navío
Francisco Dolarea.’
Todo encajaba. Lo discutieron del derecho y del revés con la copia de la declaración del pilotín sobre la mesa, analizando cada costura de aquella broma póstuma, exasperante, con la que los fantasmas de los dos jesuitas y los marinos hundidos en el “Dei Gloria” se habían burlado de ellos y de todos. La 464 desplegada ante los ojos, un compás de puntas en la mano, el trazado de la costa en la parte superior de la carta -cabo Tiñoso a la izquierda, cabo de Palos a la derecha y el puerto de Cartagena en el centro-, Coy había calculado fácilmente las dimensiones del error: aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767, con el corsario pegado a su popa, el bergantín navegó mucho más rápido y lejos de lo que pensaban. Y al amanecer, el “Dei Gloria” no se encontraba al sudoeste del cabo Tiñoso y de Cartagena, sino que ya había rebasado esas longitudes y navegaba más hacia levante. Estaba al “sudeste” del puerto, y el cabo que avistaba por su proa, al nordeste, no era el cabo Tiñoso sino el cabo de Palos.
Tánger había terminado. Puso sobre la carta el lápiz y las paralelas y se quedó mirando a Coy.
– Por eso torturaron durante dieciocho años al abate Gándara… Buscaron el barco en la posición que dio el pilotín. Quizá hasta bajaron con buzos o campanas de aire, y no encontraron nada porque el “Dei Gloria” no estaba allí.
La falta de sueño marcaba cercos oscuros bajo sus ojos, haciéndola parecer mayor. Menos atractiva y más fatigada.
– Cuéntame ahora qué ocurrió -dijo-. Tu versión final.
Él observó la 464. Estaba sobre la reproducción de la carta de Urrutia, llena también de trazos de lápiz y anotaciones. El dibujo marrón de la costa, la franja azul de las sondas mínimas, la recorrían ascendiendo en suave diagonal hasta la punta de Palos y las islas Hormigas, visibles en el extremo superior derecho de la carta. Todos los accidentes geográficos estaban a la vista, de oeste a este: cabo Tiñoso, el puerto de Cartagena, la isla de Escombreras, cabo de Agua, la ensenada de Portman, cabo Negrete, Punta Seca, cabo de Palos… Quizás aquella noche el viento del sudoeste había sido más fuerte, explicó Coy. Veinticinco o treinta nudos. O tal vez el capitán Elezcano asumió antes el riesgo de forzar la arboladura desplegando más trapo. También pudo ocurrir que el viento rolara al norte convirtiéndose en terral mucho antes del alba, y que el corsario, buen ceñidor gracias al foque del bauprés y las velas latinas de sus palos trinquete y mesana, hubiera ganado barlovento interponiéndose entre el bergantín y Cartagena, para impedirle refugiarse en ese puerto. También cabía la posibilidad de que, en el curso de alguna maniobra nocturna para despistar al corsario, el “Dei Gloria” se hubiera alejado peligrosamente de su único abrigo posible. O puede que el capitán, testarudo y riguroso, tuviera órdenes estrictas de no tocar más puerto que el de Valencia, a fin de que las esmeraldas no corriesen el peligro de caer en otras manos.
Intentó describir las primeras luces, la todavía confusa línea de la costa, las miradas inquietas del capitán y el piloto intentando saber dónde se encontraban exactamente, y la desolación al descubrir que el corsario seguía allí, dándoles caza y cada vez más cerca, sin que hubieran logrado engañarlo en la oscuridad. De cualquier modo, con esa primera claridad, mientras el capitán miraba arriba, hacia la arboladura, preguntándose si aguantaría tanta lona navegando de bolina, el piloto fue a la banda de babor y tomó demoras a tierra para establecer la posición. Sin duda obtuvo demoras simultáneas, y lo hizo situando en los 273º cabo de Agua, cabo Negrete en los 295º, y cabo de Palos en los 30º. Después llevaría la intersección de esas tres líneas sobre la carta, para establecer allí la posición del bergantín. No resultaba difícil imaginar al piloto con el catalejo y la alidada o el círculo de marcar sobre la magistral, ajeno a todo cuanto no fuera el procedimiento técnico de su oficio; y el pilotín a su lado, papel y lápiz listos para anotar las observaciones, mirando de reojo las velas del corsario enrojecidas por la luz horizontal del amanecer, cada vez más próximas. Luego, a toda prisa, abajo para el cálculo sobre la carta de Urrutia, y el pilotín corriendo de vuelta a la toldilla por la cubierta inclinada por la escora, el papel con los resultados en la mano, mostrándoselo al capitán justo en el momento en que arriba, en lo alto, el mastelero se partía con un crujido y todo se iba abajo, y el capitán ordenaba cortar aquello, echarlo por la borda y prevenirse los artilleros, y el “Dei Gloria” daba la guiñada trágica que lo enfrentaría a su destino.