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– Ese caballero es este marino.

Miré a Coy por encima de mis gafas con renovado interés.

– ¿Marino mercante?… Tanto gusto. Sus cálculos y los míos son idénticos, en principio.

No dijo nada. Sonrió vagamente, algo incómodo, y se tocó un par de veces la nariz. Inclinada sobre mi mesa, Tánger señalaba la escala superior en la carta esférica.

– Establecer la longitud -díjonos planteó más problemas.

– Lógico -me eché hacia atrás en la silla profesoral-. Hasta que los relojes marinos de Harrison y Berthoud no se perfeccionaron, y eso fue muy pasada la mitad del XVIII, el de la longitud fue el gran problema de los navegantes. La latitud la daban el sol o las estrellas; pero la longitud, que ahora nos facilita cualquier reloj de pulsera barato, sólo podía calcularse con el impreciso método de las distancias lunares. Cuando Urrutia levantó sus cartas, situarse en el mar respecto a un meridiano aún no estaba resuelto del todo. Había relojes de péndulo y sextantes, pero faltaba el instrumento fiable: un cronómetro seguro que calculara esos quince grados contenidos en cada hora de diferencia entre la hora local y la del primer meridiano… Por eso los errores de longitud eran más apreciables que los de latitud. Hasta 1700, háganse cargo, no se estableció la verdadera longitud del Mediterráneo: veinte grados menos de los sesenta y dos que le atribuyó Tolomeo.

Me concedí un respiro para observarla. No parecía en absoluto impresionada. Tampoco lo parecía Coy. A lo mejor ya sabían todo lo que les estaba contando; pero yo era un maestro cartógrafo, y ellos habían acudido a verme por voluntad propia a mi despacho. Cada cual tiene su personaje, y lo interpreta lo mejor que puede. Si aquellos dos querían ayuda, tenían que pagar peaje. A mi ego.

– Parece mentira, ¿verdad? -proseguí en el mismo tono, permitiéndome añadir un toque tierno-… Cuando veo a un niño ilustrando con lápices de colores su cuaderno de geografía, pienso que, desde siempre, calculando triangulaciones, distancias lunares y eclipses de planetas, los hombres han estudiado la tierra y sus costas, observado cada accidente del terreno, sondado metro a metro, para trazar mapas de lo que veían. ‘“Siendo este camino tan dificultoso” -escribía Martín Cortés- “sería difícil darlo a entender con palabras o escribirlo con la pluma. La mejor explicación que para esto han hallado los ingenios de los hombres es darlo pintado en una carta”’… De ese modo se dominó a la naturaleza, se hicieron posibles las exploraciones y los viajes… Con su talento y con las ayudas rudimentarias de la aguja, el astrolabio, el cuadrante, la ballestilla y las tablas alfonsinas, el hombre empezó a dibujar las costas, marcó los peligros sobre el papel, puso faros y torres en los sitios adecuados -señalé sobre mi cabeza la “Tabula Itinerari”: no era el paradigma de la exactitud, con todas aquellas calzadas romanas y el rigor geográfico sacrificado a la eficacia militar y administrativa; pero era el gesto lo que contaba-… Y lo hizo con tal imaginación y eficacia, pese a las lógicas imprecisiones, que todavía hoy los satélites muestran paisajes que fueron descritos casi a la perfección por hombres que los exploraron y navegaron hace cientos de años… Hombres que, sobre todo, hablaron, observaron y pensaron… ¿Conocen la historia de Eratóstenes?

Se la conté, por supuesto. De pe a pa y sin ahorrarles detalle. Chico listo, ese cireneo: director de la biblioteca de Alejandría, para que se hicieran una idea. Había un pozo en Asuán a cuyo fondo sólo llegaban los rayos del sol del 20 al 22 de junio; eso situaba el pozo en el Trópico de Cáncer, y por otra parte la ciudad de Alejandría se encontraba al norte de ese punto, a la distancia conocida de 5.000 estadios. Así que Eratóstenes midió el ángulo del sol al mediodía del 21 de junio y dedujo que el arco medido, unos 7 grados, era la cincuentava parte del meridiano de la tierra. Calculó para el meridiano 250.000 estadios, o sea, unos 45.000 kilómetros. Tenían que reconocer que no estaba nada mal, ¿verdad?, considerando que la medida real de la circunferencia terrestre es de 40.000. Menos de un 14%º de error: una gran precisión relativa, para tratarse de un fulano que vivió dos siglos antes de Cristo.

– Por eso -concluí- me encanta mi oficio.

Seguían sin mostrarse impresionados, pero yo estaba en mi salsa. Y es cierto que me encanta mi oficio. Establecido todo lo cual, decidí continuar ocupándome de su consulta.

– Bien -dije, tras los cálculos oportunos-. Mis felicitaciones. Han aplicado correctamente mis tablas. Obtengo, como ustedes, una longitud moderna de un grado y veintiún minutos al oeste de Greenwich…

– Entonces tenemos un problema serio -dijo Tánger-. Porque ahí no hay nada.

La miré con gesto de pésame, de nuevo sobre las gafas que tienen la incómoda tendencia a deslizárseme hacia la punta de la nariz. Observé de reojo al marino. No parecía molesto por la forma en que yo apoyaba un codo en la mesa y estudiaba a la rubia. Igual lo suyo era simple relación profesional de toma y daca. Concebí esperanzas.

– Tendrán que revisar entonces esa posición original sobre el Urrutia, me temo. O ampliar, como usted preveía, el área de búsqueda… El barco pudo derivar desde la última posición conocida, o navegar un poco más antes de hundirse… ¿Un temporal?

– Combate -dijo ella, escueta-. Con un corsario.

Qué bonito y qué clásico, pensé. Y qué pocas posibilidades de acertar tenían aquellos dos. Puse cara de circunstancias.

– Entonces -opiné, grave- entre la toma de posición y el lugar del hundimiento pudieron pasar muchas cosas… Y a bordo estarían muy ocupados para ponerse a tomar alturas de sol o demoras a tierra. Creo que eso los pone a ustedes en una situación difícil.

Debían de ser conscientes de eso antes de hablar conmigo, porque mis palabras no parecieron inquietarlos más de lo que estaban. Sólo él se limitó a mirarla a ella, como pendiente de una reacción que no se produjo. Tánger me seguía observando como se mira a un médico que sólo ha desembuchado la mitad del diagnóstico. Ojeé otra vez la carta en busca de una buena noticia. Quedará tetrapléjico pero podrá silbar pasodobles, o pintar con los dedos de un pie. Algo por el estilo.

– Supongo que no existe duda sobre que las cartas utilizadas eran las de Urrutia -comenté-… Cualquier otra podía significar alteraciones de la posición teórica con la que estamos trabajando.

– Ninguna duda -me pregunté, oyéndola, si aquella dama dudaba alguna vez-. Hay testimonios directos de los tripulantes.

– ¿Está segura de que se trata del meridiano de Cádiz?

– No puede ser ningún otro. París, Greenwich, Ferrol, Cartagena… Ninguno de ellos encaja con el área general del naufragio. Sólo Cádiz.

– El meridiano viejo, imagino -sonrisa profesional, la mía. A tono-. No habrán caído en el error, más frecuente de lo que se cree, de confundirlo con San Fernando.

– Naturalmente que no.

– Ya. Cádiz.

Medité en serio.

– Doy por supuesto -dije al cabo de unos instantes- que usted me cuenta sólo lo que cree conveniente contarme, y la comprendo. Me hago cargo de ese tipo de circunstancias -ella sostenía mi mirada con la mayor sangre fría-… Sin embargo, tal vez pueda confiarme alguna información más sobre el barco.

– Era un bergantín procedente de la costa andaluza. Rumbo nordeste.

– ¿Bandera española?

– Sí.

– ¿Quién era su armador?

Vi que dudaba. Y si todo hubiera quedado ahí, yo no habría seguido preguntando y los habría despedido con toda esa cortesía a la que antes me referí. No se puede venir a exprimir a un maestro cartógrafo a cambio de una cara bonita, y encima esconder con una mano lo que parece mostrarse con la otra. Ella tuvo que leer ese pensamiento en mi cara, porque empezó a abrir la boca para decir algo. Pero fue Coy, desde su silla, quien pronunció las palabras adecuadas:

– Era un barco jesuita.