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El caso es que ahora el tipo de la gasolinera estaba inmóvil, viéndolo acercarse. Coy caminó hacia él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintiendo una intensa energía interior, una exaltación vital que le producía ganas de hablar alto, de cantar fuerte, o de pelear, con Tripulación Sanders o sin ella. Estaba enamorado como un becerro, era consciente de la situación, y eso, en vez de inquietarlo, lo estimulaba. Desde su punto de vista, los marineros de Ulises que se tapaban los oídos con cera para no escuchar el canto de las sirenas estaban lejos de averiguar lo que se perdían. A fin de cuentas, contaba el viejo refrán, marinero sin nada que hacer, busca barco o busca mujer. Y esa justificación valía lo que cualquier otra. La aventura, o lo que diablos fuera aquello, incluía en el mismo paquete un barco, aunque estuviese hundido, y una mujer. En cuanto a las consecuencias de los pasos, y actos, y conflictos a que el barco, la mujer y su propio estado de ánimo lo abocaban sin remedio, en ese instante -según sus pensamientos traducidos a palabras- todo eso le importaba un huevo de pato.

De tal modo llegó a la gasolinera y se fue derecho al fulano que montaba guardia bajo el poste iluminado, y a medida que acortaba la distancia volvió a sentir la certidumbre familiar que había experimentado al observarlo desde la ventana. Y cuando ya casi estaba a su lado, y el otro lo miraba acercarse con evidente recelo, empezó a adujar cabos y le vino a la memoria el individuo bajito de la subasta, el mismo que luego había creído ver entre las arcadas de la plaza Real y que ahora, sin lugar a dudas, estaba de nuevo ante él, con un chaquetón tres cuartos verde rural, como si estuviera listo para una parodia de mañana de caza en Sussex. Lo de la parodia lo acentuaba su poca estatura, así como las facciones que Coy recordaba bien: ojos saltones, expresión melancólica. Contrastaba todavía más con la indumentaria inglesa su aspecto marcadamente mediterráneo: los ojos y el bigote muy negros, el pelo engominado reluciente en las sienes, y la piel cetrina, meridional.

– ¿Qué cojones estás buscando?

Se le arrimó un poco de lado, por si las moscas, las manos algo separadas del cuerpo y tensos los músculos; pues más de una vez había visto cómo individuos bajitos pegaban un salto y se agarraban a mordiscos a tiarrones grandes como armarios, o empalmaban una navaja y te largaban un viaje a la femoral antes de que dijeras esta boca es mía. De cualquier modo, aquél estaba lejos de dar el perfil, tal vez porque la ropa le confería un toque entre formal y grotesco, como un cruce de Danny de Vito y Peter Lorre que acabara de vestirse en Barbour para darse una vuelta por la campiña inglesa en día lluvioso.

– ¿Perdón?

El fulano sonreía, triste. Coy registró un vago acento sudamericano. Argentino, tal vez. O uruguayo.

– Un encuentro puede ser casualidad -dijo. Dos, coincidencia. Tres, me toca los cojones.

El otro pareció meditar la cuestión. Observó que llevaba una pajarita con el nudo muy bien hecho y que sus zapatos marrones relucían impecables.

– No sé de qué me habla -dijo por fin.

Había sonreído un poquito más. Una mueca cortés y algo apenada. Tenía cara de buena persona, de tipo amable, que el bigote hacía antigua. Sus ojos saltones sonreían igual, fijos en Coy.

– Hablo -dijo éste- de que estoy harto de verte en todas partes.

– Le repito que no ubico a qué se refiere -el tipo seguía mirándolo con mucho aplomo… En cualquier caso, si en algo he molestado, crea que lo siento.

– Más lo vas a sentir si no me dices qué andas buscando.

El otro alzó las cejas, como si le sorprendieran esas palabras. Parecía sinceramente dolido por la amenaza. No es propio, decía su semblante. No resulta adecuado que diga esas cosas un buen chico como tú.

– Negociemos, don Inodoro -dijo.

– ¿De qué coño hablas?

– Quiero decir, caballero, que no perdamos la dulzura del carácter.

Pronunciaba cabachero, con che en vez de elle. Y me está vacilando, pensó Coy. Este hijoputa se está riendo en mis narices. Dudó un segundo entre darle un puñetazo en la cara, allí mismo, o empujarlo a un rincón y registrarle los bolsillos, a ver quién carajo era. Estaba a punto de decidirse cuando vio que el encargado de la gasolinera había salido de su garita y los observaba, curioso. A ver si meto la pata, se dijo. A ver si monto un escándalo, y la liamos, y luego no hay forma de reponer los tiestos rotos. Miró hacia arriba, a las ventanas del último piso. Todas estaban apagadas. Ella se había desentendido o seguía allí, sin luz que delatara su presencia, observando. Coy se tocó la nariz, perplejo. Menuda situación. Entonces vio que el enano melancólico se había movido un poco hacia la acera y paraba un taxi. Igual que un peón de ajedrez que cambiara de casilla.

Se quedó un rato ante la gasolinera, contemplando las ventanas apagadas del quinto piso. Me están haciendo una cama de cuatro por cuatro, pensaba. Con público y picadores. Y yo me dejo embarcar como un ucraniano mamado. Imaginó que Tánger estaba todavía arriba, observándolo a oscuras, pero no pudo advertir el menor movimiento. Aún permaneció quieto un poco más, vuelto hacia lo alto, seguro de que ella lo había visto todo, mientras reprimía el impulso de subir de nuevo y pedirle explicaciones. Flis, flas. Dos hostias con el dorso de la mano, ella contra el sofá. Puedo aclarártelo todo, y además te amo. Luego lágrimas y un buen polvo. Perdona que te tomara por un imbécil, etcétera. Bla, bla, bla.

Parpadeó volviendo en sí, en mitad de un suspiro que fue casi una queja. Sin duda hay unas reglas para todo esto, aventuraba. Reglas que yo no conozco y ella sí. O tal vez reglas que ella misma establece. Y tal vez incluyan que el momento de seguir adelante o de largarse sea éste: adiós muy buenas y apague la luz al salir, o luego no diga que no le avisamos, marinero. Lo mismo hasta alguien estaba siendo noble con él. La cuestión era avisar de qué. Avisar de quiénes.

Estaba tan confuso que echó a andar hacia la glorieta cercana, y después subió despacio por la calle de Atocha; y en el primer bar abierto que se puso a tiro -allí tampoco tenían ginebra azul- estuvo quieto en la barra mirando la bebida que había pedido, sin tocarla. El bar era una vieja tasca con mostrador de zinc, sillas de formica, un televisor encendido y fotos del Rayo Vallecano en la pared. No había nadie más que el camarero, un hombre flaco tatuado en el dorso de una mano, a quien la camisa llena de lamparones daba un aspecto infame mientras barría con aire despectivo el serrín del suelo, lleno de servilletas arrugadas y cáscaras de gambas. Coy tenía enfrente un espejo con publicidad de cerveza San Miguel, y su cara se reflejaba entre la lista de tapas y raciones escrita encima con letras blancas. Veía sus ojos exactamente entre las palabras “magro con tomate” y “pulpo a la vinagreta”, lo que tampoco era para levantarle el ánimo a nadie. Lo estudiaban con desconfianza, interrogándolo sobre los pasos que pensaba dar en las próximas horas.

– Quiero acostarme con ella -le dijo al camarero.

– Todos queremos eso -respondió el otro, filosófico, sin dejar de barrer.

Coy asintió y por fin se llevó a los labios el vaso. Bebió un poco, volvió a mirarse en el espejo e hizo una mueca.

– El problema -dijo- es que no juega limpio.

– Nunca lo hacen.

– Pero es guapísima. La muy perra.

– Todas lo son.

El camarero había dejado la escoba en un rincón, y de vuelta tras la barra se servía una cerveza. Coy lo vio beber despacio, medio vaso sin respirar, y luego se puso a contemplar las fotos del Rayo, hasta terminar en el cartel de una corrida de toros celebrada en Las Ventas siete años atrás. Se desabrochó la chaqueta y metió las manos en los bolsillos del pantalón. Extrajo unas monedas, alineándolas sobre el mostrador, y jugó a introducir una entre dos sin mover una ni tocar la otra.