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A partir de ese punto empezaron a complicarse las cosas. La tarde del 3 de febrero se había avistado una vela por la popa del bergantín. Avanzaba con rapidez aprovechando el viento sudoeste, y pronto fue identificada como un jabeque que les daba alcance. El capitán Elezcano mantuvo el andar del “Dei Gloria”, que navegaba con foque y velas bajas; pero hallándose el jabeque a poco más de una milla observó algo sospechoso en su comportamiento, por lo que hizo largar más vela. En ese momento el otro arrió la bandera española, y revelándose como corsario prosiguió sin disimulo la caza. Era un barco con patente argelina, habitual de esos parajes, que de vez en cuando cambiaba de pabellón y utilizaba Gibraltar como base. Según pudo establecerse más tarde, su nombre era “Chergui”, y lo mandaba un antiguo oficial de la Armada británica, un tal Slyne, también conocido por capitán Mizen, o Misián.

En aquellas aguas, el corsario gozaba de una triple ventaja. Por una parte tenía más andar que el bergantín, al que las averías sufridas en la arboladura y en la jarcia limitaban la velocidad. También navegaba con el viento a favor, forzando el barlovento de su presa para interponerse entre ella y la costa. Pero lo más decisivo era que se trataba de un barco de guerra de porte superior al “Dei Gloria”, con una numerosa tripulación de combate y al menos doce cañones frente a los diez del bergantín, éstos de menor calibre y servidos por marineros mercantes. Aun así, la desigual caza se prolongó durante el resto del día y la noche. Según todos los indicios, al no poder ganar el resguardo de Águilas por cortarle esa derrota el “Chergui”, el capitán del “Dei Gloria” intentó alcanzar Mazarrón o Cartagena, buscando la protección de la artillería de sus fuertes, o la fortuna de un barco de guerra español que lo socorriese. Pero lo cierto es que al amanecer el bergantín había perdido un mastelero, tenía al corsario encima, y no le quedaba otra opción que arriar bandera o entablar combate.

El capitán Elezcano era un marino duro. En vez de rendirse, el “Dei Gloria” abrió fuego en cuanto el corsario se puso a tiro. El duelo artillero tuvo lugar pocas millas al sudoeste del cabo Tiñoso: fue breve y violento, casi penol a penol, y la tripulación del bergantín, pese a no ser gente de guerra, se batió muy resuelta. Algún disparo afortunado hizo que a bordo del “Chergui” se declarase un incendio; pero el “Dei Gloria” había perdido el palo trinquete, y el corsario buscó el abordaje. Sus cañones causaron grandes daños en el bergantín, que con muchos muertos y heridos hacía agua sin remedio. En ese momento, por uno de los azares que se dan en el mar, el incendio hizo que el “Chergui”, casi abarloado a su presa y con los hombres listos para saltar desde la borda, volara de proa a popa. La explosión mató a todos sus tripulantes y derribó el otro palo del bergantín, acelerando su hundimiento. Y aún humeantes sobre el mar los restos del corsario, el “Dei Gloria” se fue al fondo como una piedra.

– Como una piedra -repitió Tánger.

Había contado la historia de forma precisa, sin inflexiones ni adornos. Su tono, pensó Coy, era tan neutro como el de un informativo de la tele. No pasaba por alto el hecho de que ella hubiera seguido sin vacilar el hilo de la narración, relatando los detalles sin una sola duda, ni siquiera al mencionar fechas. Incluso la descripción de la persecución del “Dei Gloria” era técnicamente correcta. Así que estaba claro: por el motivo que fuese, tenía esa lección bien aprendida.

– No hubo supervivientes del corsario -prosiguió. En cuanto al “Dei Gloria”, el agua estaba fría y la costa lejos. Sólo un pilotín de quince años pudo nadar hasta un esquife echado al agua antes del combate… Quedó a la deriva, empujado al sudeste por el viento y las corrientes, y fue rescatado un día más tarde, cinco o seis millas al sur de Cartagena.

Tánger hizo una pausa para buscar una cajetilla de Players como la de Barcelona. Coy vio que deshacía minuciosamente el envoltorio y se ponía un cigarrillo en la boca. Le ofreció el tabaco y él negó con un gesto.

– Conducido a Cartagena -ella se inclinaba para encender su cigarrillo con una cajita de fósforos, protegiendo la llama en el hueco de las manos-, el superviviente contó lo ocurrido a las autoridades de marina. Pero no fue mucho más lo que pudo averiguarse: estaba afectado por el combate y el naufragio; y al día siguiente, cuando iba a ser interrogado de nuevo, el chico desapareció… De cualquier modo, había dado claves importantes para esclarecer lo sucedido. Precisó además el lugar del hundimiento, pues el capitán del “Dei Gloria” había ordenado situarse con las primeras luces, y el mismo muchacho fue encargado de anotar la posición en el libro de bitácora. Incluso llevaba en el bolsillo de la casaca, y pudo mostrarlo, el papel donde había tomado a lápiz los datos de latitud y longitud… También dijo que las cartas usadas a bordo, sobre las que el piloto del barco había efectuado los cálculos desde que estuvieron a la vista de la costa española, eran las de Urrutia.

Se detuvo de nuevo mientras expulsaba el humo, una mano aguantando el codo del otro brazo, erguido para sostener entre los dedos el cigarrillo. Lo hizo como si pretendiera dar tiempo a Coy para calcular el alcance de aquella última referencia, hecha en tono tan desapasionado como el resto. Y él se tocó la nariz, sin decir nada. Así que era eso, pensaba, lo que había detrás de aquella historia:

un barco hundido y un mapa. Luego movió la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír en voz alta, no por incredulidad -esos cuentos podían tener dentro tanta verdad como quimera, sin que la una excluyese la otra-, sino de puro y simple placer. La sensación era casi física:

un mar, un misterio. Una mujer hermosa contándolo como si nada, y él allí sentado, escuchando. Lo de menos era que la historia del “Dei Gloria” fuera o no lo que ella creyese que era. Para Coy se trataba de otra cosa: un sentimiento que lo enternecía por dentro, igual que si de pronto aquella mujer extraña hubiese alzado un extremo del velo; un hueco por el que asomaba algo de la materia singular con que se tejen ciertos sueños. Eso tal vez tenía mucho que ver con ella y con sus intenciones, que desconocía; pero sobre todo tenía mucho que ver con él. Con lo que hace que ciertos hombres pongan un pie ante otro y recorran los caminos que llevan al mar, y allí deambulen por los puertos mientras sueñan con ponerse a salvo tras el horizonte. Por eso Coy sonrió sin decir nada, y vio que ella entornaba un poco más los ojos, como si la molestara el humo de su propio cigarrillo; pero supo que lo que la desconcertaba era justamente aquella sonrisa. Él no era un intelectual, ni un seductor, y carecía de las palabras adecuadas. También era consciente de su físico tosco, sus manos rudas y sus maneras. Pero se habría levantado en ese momento, yendo hasta ella para tocarle el rostro, para besarle los ojos, la boca, las manos, de no suponer que el gesto sería pésimamente interpretado. Para tumbarla sobre la alfombra, acercar los labios a su oído y darle las gracias en voz baja por haberlo hecho sonreír como cuando era pequeño. Por ser una mujer hermosa y fascinarlo de aquel modo. Por recordarle que siempre existía un barco hundido, una isla, un refugio, una aventura, un lugar en alguna parte al otro lado del mar, en la línea difusa que mezcla los sueños con el horizonte.

– Esta mañana -dijo ella- comentaste que conocías bien esa costa… ¿Es cierto?

Lo miraba interrogante, inmóvil, todavía una mano sosteniendo un codo y el cigarrillo entre dos dedos, en alto. Quisiera saber, pensó él, cómo se recorta ese pelo para que le quede tan asimétrico y tan perfecto a la vez. Quisiera saber cómo diablos lo hace.

– ¿Es ésa la primera de las tres preguntas?

– Sí.

Alzó un poco los hombros.

– Claro que es cierto. Cuando era niño me bañaba en sus calas, y después navegué ese litoral cientos de veces, barajándolo muy de cerca y también mar adentro.