El aspecto de las calles empeoraba cada hora que iba pasando. La basura parecía multiplicarse durante la noche, era como si desde el exterior de algún país desconocido, donde todavía hubiera vida normal, viniesen sigilosamente a vaciar aquí sus contenedores, si no fuese porque estamos en tierra de ciegos, veríamos avanzar por esta blanca oscuridad los carros y los camiones fantasmas cargados de detritus, sobras, desechos, depósitos químicos, cenizas, aceites quemados, huesos, botellas, vísceras, pilas cansadas, plásticos, montañas de papel, lo que no traen son restos de comida, ni siquiera unas mondas de fruta con las que podríamos engañar el hambre, mientras esperamos esos días mejores que siempre están por llegar. La mañana está en sus comienzos, pero se siente el calor. El hedor que desprende el inmenso basurero es como una nube de gas tóxico. No tardarán en aparecer por ahí unas cuantas epidemias, volvió a decir el médico, no escapará nadie, estamos completamente indefensos, Como dice el refrán, por una parte nos llueve, por otra nos hace viento, dijo la mujer, Ni siquiera eso, la lluvia nos ayudaría a matar la sed, y el viento aliviaría los hedores, al menos en parte. El perro de las lágrimas anda olfateando inquieto, se detuvo a hacer pesquisas en un montón de basura, seguro de que en el fondo se encontraba oculta alguna golosina superior que ahora no consigue encontrar, si estuviera solo, se quedaría aquí, pero la mujer que lloró va ya delante, su deber es ir tras ella, nunca se sabe si no va a tener que enjugar otras lágrimas. Es difícil andar. En algunas calles, sobre todo en las más inclinadas, el caudal de agua de lluvia, transformada en torrente, lanzó coches contra coches, o contra las casas, derribando puertas, rompiendo escaparates, el suelo está cubierto de pedazos de vidrio grueso. Aprisionado entre dos coches se pudre el cuerpo de un hombre. La mujer del médico desvía los ojos. El perro de las lágrimas se aproxima, pero la muerte lo intimida, da dos pasos, de súbito se le encrespó el pelo, un aullido lacerante salió de su garganta, lo malo de este perro es que se ha aproximado tanto a los humanos que va a acabar sufriendo como ellos. Atravesaron una plaza donde había grupos de ciegos que se entretenían oyendo los discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos ni otros parecían ciegos, los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia los que oían, los que oían dirigían la cara atenta a los que hablaban. Se proclamaban allí los principios de los grandes sistemas organizados, la propiedad privada, el librecambio, el mercado, la bolsa, las tasas fiscales, los réditos, la apropiación, la desapropiación, la producción, la distribución, el consumo, el abastecimiento y desabastecimiento, la riqueza y la pobreza, la comunicación, la represión y la delincuencia, las loterías, las instituciones carcelarias, el código penal, el código civil, el régimen de carreteras, el diccionario, el listín de teléfonos, las redes de prostitución, las fábricas de material de guerra, las fuerzas armadas, los cementerios, la policía, el contrabando, las drogas, los tráficos ilícitos permitidos, la investigación farmacéutica, el juego, el precio de los tratamientos médicos y de los servicios funerarios, la justicia, los créditos, los partidos políticos, las elecciones, los parlamentos, los gobiernos, el pensamiento convexo, el cóncavo, el plano, el vertical, el inclinado, el concentrado, el disperso, el huido, la ablación de las cuerdas vocales, la muerte de la palabra. Aquí se habla de organización, dijo la mujer del médico al marido, Ya me he dado cuenta, respondió él, y se calló. Siguieron andando, la mujer del médico consultó un plano de la ciudad que había en una esquina, como un antiguo crucero en una encrucijada. Estaban muy cerca del supermercado, en alguno de estos sitios se había dejado caer, llorando, aquel día en el que se vio perdida, grotescamente derrengada por el peso de las bolsas de plástico afortunadamente llenas, la ayudó un perro que vino a consolar su desconcierto y su angustia, el mismo que viene aquí enseñando los dientes a las jaurías que se acercan demasiado, como si estuviese advirtiéndoles, A mí no me engañan ustedes, lárguense de aquí. Una calle a la izquierda, otra a la derecha, y aparece la puerta del supermercado. Sólo la puerta, es decir, está la puerta, está el edificio todo, pero lo que no se ve es gente entrando y saliendo, aquel hormiguero de personas que a todas horas encontramos en estos establecimientos que viven del concurso de grandes multitudes. La mujer del médico temió lo peor, y le dijo al marido, Hemos llegado demasiado tarde, ya no deben de quedar ahí dentro ni unas migajas de galleta, Por qué dices eso, No veo entrar y salir a nadie, Puede que no hayan descubierto el sótano, Ésa es mi esperanza. Estaban parados en la acera, enfrente del supermercado mientras cambiaban estas frases. A su lado, como si estuviesen esperando que se encendiese en el semáforo la luz verde, había tres ciegos. La mujer del médico no se fijó en la cara que pusieron, de sorpresa inquieta, de una especie de confuso temor, no vio que la boca de uno de ellos se abrió para hablar y luego se cerró, no notó el rápido encogerse de hombros, Lo verás por ti misma, se supone que habrá pensado este ciego. Ya en medio de la calle, atravesándola, la mujer del médico y el marido no pudieron oír la observación del segundo ciego, Por qué habrá dicho ella que no veía, que no veía entrar ni salir a nadie, y la respuesta del tercer ciego, Son maneras de hablar, hace un rato, cuando tropecé, tú me preguntaste si no veía dónde ponía los pies, es lo mismo, todavía no hemos perdido la costumbre de ver, Dios mío, cuántas veces hemos dicho eso ya, exclamó el primer ciego.

La claridad del día iluminaba hasta el fondo el amplio espacio del supermercado. Casi todos los exhibidores estaban derribados, no había más que basura, cristales rotos, embalajes vacíos, Es curioso, dijo la mujer del médico, incluso no habiendo aquí nada de comida, me sorprende que no haya gente viviendo. El médico dijo, Realmente, no parece normal. El perro de las lágrimas soltó un aullido en tono muy bajo. De nuevo tenía el pelo erizado. Dijo la mujer del médico, Hay aquí un olor, Siempre huele mal, dijo el marido, No es eso, es otro olor, a podrido, Algún cadáver que esté por ahí, No veo ninguno, Entonces será una impresión tuya. El perro volvió a gemir. Qué le pasa al perro, preguntó el médico, Está nervioso, Qué hacemos, Vamos a ver, si hay algún cadáver pasamos de largo, a estas alturas los muertos ya no nos asustan, Para mí es más fácil, no los veo. Atravesaron el supermercado hasta la puerta que daba acceso al corredor por donde se llegaba al almacén del sótano. El perro de las lágrimas los siguió, pero se detenía de vez en cuando, gruñía llamándolos, luego el deber le obligaba a seguir andando. Cuando la mujer del médico abrió la puerta, el olor se hizo más intenso, Realmente huele muy mal, dijo el marido, Quédate tú aquí, vuelvo en seguida. Avanzó por el corredor, cada vez más oscuro, y el perro de las lágrimas la siguió como si lo llevasen a rastras. Saturado del hedor a putrefacción, el aire parecía pastoso. A medio camino, la mujer del médico vomitó. Qué habrá pasado aquí, pensó entre dos arcadas, y murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba aproximando a la puerta metálica que daba al sótano. Confundida por la náusea, no había notado que en el fondo se percibía una claridad difusa, muy leve. Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas palpitaban en los intersticios de las dos puertas, la de la escalera y la del montacargas. Un nuevo vómito le retorció el estómago, fue tan violento que la tiró al suelo. El perro de las lágrimas aulló largamente, con un aullido que parecía no acabar jamás, un lamento que resonó en el corredor como la última voz de los muertos que se encontraban en el sótano. El médico la oyó vomitar, las arcadas, la tos, corrió como pudo, tropezó y cayó, se levantó y cayó, al fin apretó un brazo de la mujer, Qué ha pasado, preguntó, trémulo, ella sólo decía, Llévame de aquí, llévame de aquí, por favor, por primera vez desde que le afectó la ceguera era él quien guiaba a la mujer, la guiaba sin saber hacia dónde, hacia cualquier lugar lejos de estas puertas, de las llamas que él no podía ver. Cuando salieron del corredor, los nervios de ella se desataron de golpe, el llanto se convirtió en convulsión, no hay manera de enjugar lágrimas como éstas, sólo el tiempo y la fatiga las podrán reducir, por eso el perro no se acercó, sólo buscaba una mano para lamerla. Qué ha pasado, volvió a preguntar el médico, qué has visto, Están muertos, consiguió decir entre sollozos, Quiénes están muertos, Ellos, y no pudo continuar, Cálmate, me lo contarás cuando puedas. Unos minutos después, ella dijo, Están muertos, Has visto algo, abriste la puerta, preguntó el marido, No, sólo vi que había fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban allí agarrados y danzaban, no se soltaban, Hidrógeno fosforado resultante de la descomposición, Imagino que sí, Qué habrá ocurrido, Seguro que dieron con el sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de comida, era muy fácil resbalar y caer en aquellos escalones, y si cayó uno cayeron todos, probablemente ni consiguieron llegar a donde querían, o si lo consiguieron, con la escalera obstruida no consiguieron volver, Pero tú dijiste que la puerta estaba cerrada, La cerraron seguramente los otros ciegos y convirtieron el sótano en un inmenso sepulcro, y yo tengo la culpa de lo que ocurrió, cuando salí de aquí corriendo con las bolsas sospecharon que se trataba de comida y fueron a buscarla, En cierto modo, todo cuanto comemos es robado de la boca de los otros, y, si les robamos demasiado acabamos causando su muerte, en el fondo, todos somos más o menos asesinos, Flaco consuelo, Lo que no quiero es que empieces a cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles, Sin tu boca inútil, cómo podría vivir, Continuarías viviendo para sustentar a las otras cinco que nos esperan, La cuestión es por cuánto tiempo, No será mucho más, cuando se acabe todo, tendremos que ir por esos campos en busca de comida, recogeremos todos los frutos de los árboles, mataremos todos los animales a los que podamos echar mano, si es que antes no empiezan a devorarnos aquí los perros y los gatos. El perro de las lágrimas no se manifestó, la cosa no iba con él, de algo le servía el haberse convertido en los últimos tiempos en el perro de lágrimas.