La calle donde vivía la chica de las gafas oscuras parecía aún más abandonada. En la puerta de la casa estaba el cuerpo de una mujer. Muerta, medio comida por los animales asilvestrados, menos mal que hoy el perro de las lágrimas no quiso venir, hubiera sido necesario disuadirlo de meter el diente en esta carroña. Es la vecina del primero, dijo la mujer del médico, Quién, dónde, preguntó el marido, Aquí mismo, la vecina del primer piso, se nota el hedor, Pobre mujer, dijo la chica de las gafas oscuras, por qué habrá salido a la calle, ella nunca lo hacía, Tal vez se dio cuenta de que estaba llegando la muerte, quizá no haya podido soportar la idea de quedarse sola en casa, pudriéndose, dijo el médico. Ahora no podremos entrar, no tengo las llaves, Salvo que hayan vuelto tus padres y estén esperándote, dijo el médico, No lo creo, Tienes razón al no creerlo, dijo la mujer del médico, las llaves están aquí. En la concavidad de la mano muerta, medio abierta, posada en el suelo, aparecían, brillantes, luminosas, unas llaves. Tal vez sean las de ella, dijo la chica de las gafas oscuras, No lo creo, no tenía ningún motivo para llevar sus llaves a donde pensaba morir, Pero yo, ciega como estoy, no las podría ver, si fue ésa su idea, devolvérmelas, para que pudiera entrar en casa, No sabemos qué pensamientos tuvo cuando decidió traerse las llaves, quizá pensó que recuperarías la vista, quizá pensó que hubo algo poco natural, demasiado fácil, en la manera de movernos cuando estuvimos aquí, quizá me haya oído decir que la escalera estaba oscura, que apenas se podía ver, o nada de eso, sólo delirio, demencia, como si, con la razón perdida, le hubiera entrado la obsesión de entregarte las llaves, lo único que sabemos es que la vida se le escapó al poner los pies fuera de casa. La mujer del médico recogió las llaves, las entregó a la chica de las gafas oscuras, luego preguntó, Y qué hacemos ahora, vamos a dejarla aquí, No podemos enterrarla en la calle, no tenemos con qué levantar los adoquines, dijo el médico, Atrás, en el huerto, Habría que subirla hasta el segundo, y luego bajarla por la escalera de socorro, Es la única manera, Tendremos fuerzas para tanto, preguntó la chica de las gafas oscuras, La cuestión no es si tendremos fuerzas o si no las tendremos, la cuestión es si vamos a permitirnos dejar aquí a esta mujer, Eso, no, dijo el médico, Entonces habrá que sacar fuerzas de flaqueza. Realmente, las sacaron, pero fue un esfuerzo horroroso subir el cadáver por las escaleras, y no por lo que pesaba, ya poco de natural, y ahora aún menos después de lo que de él se habían beneficiado los perros y los gatos, sino porque el cuerpo estaba rígido, inflexible, costaba darle la vuelta en las curvas de la estrecha escalera, en una ascensión tan corta tuvieron que descansar cuatro veces. Ni el ruido, ni las voces, ni el olor a descomposición hicieron aparecer en los rellanos a los otros moradores de la casa, Tal como pensaba, mis padres no están aquí, dijo la chica de las gafas oscuras. Cuando al fin llegaron a la puerta, estaban agotados, y tenían aún que atravesar la casa hacia la parte trasera, bajar la escalera de socorro, pero allí, con ayuda de los santos, que siendo cuesta abajo acuden todos, la carga se llevó mejor, podían dar con facilidad la vuelta en los rellanos al ser la escalera a cielo abierto, sólo hubo que tener cuidado en que no se les fuera de las manos el cuerpo de la pobre criatura, la caída lo dejaría sin remedio, por no hablar de los dolores, que después de la muerte son peores.

El patio trasero estaba como una selva jamás explorada, las últimas lluvias hicieron crecer abundantemente la hierba y las plantas bravas que trae el viento, no faltará comida fresca a los conejos que andaban saltando por allí, las gallinas se gobiernan incluso en régimen de sequía. Estaban sentados en el suelo, jadeantes, el esfuerzo los había dejado baldados, al lado el cadáver descansaba con ellos, protegido por la mujer del médico, que ahuyentaba a las gallinas y a los conejos, éstos sólo curiosos, con la nariz temblándoles, ellas ya con el pico en bayoneta, dispuestas a todo. Dijo la mujer del médico, Antes de salir a la calle se acordó de abrir la puerta de la conejera, no quiso que los animales murieran de hambre, Bien cierto es que lo difícil no es vivir con las personas, lo difícil es comprenderlas, dijo el médico. La chica de las gafas oscuras se estaba limpiando las manos sucias con un puñado de hierbas que había arrancado, la culpa era suya, agarró el cadáver por donde no debía, eso pasa por andar sin ojos. Dijo el médico, Lo que necesitamos ahora es un azadón, o una pala, aquí se puede observar cómo el auténtico eterno retorno es el de las palabras, ahora regresan éstas, dichas por las mismas razones, primero fue el hombre que robó el automóvil, ahora va a ser la vieja que restituyó las llaves, después de enterrados no se notarán las diferencias, salvo si alguna memoria las ha guardado. La mujer del médico subió a la casa de la chica de las gafas oscuras a por una sábana limpia, tuvo que elegir entre las que se encontraban menos sucias, cuando bajó estaban de banquete las gallinas, los conejos sólo mordisqueaban la hierba fresca. Cubierto y envuelto el cadáver, la mujer fue a buscar la pala o el azadón. Encontró ambas cosas en un cobertizo donde también había otras herramientas. Yo me ocupo de esto, dijo, la tierra está húmeda, se cava bien, vosotros descansad. Escogió un sitio en el que no había raíces de esas que hay que cortar con golpes sucesivos de azadón, que nadie piense que es tarea fácil, las raíces tienen sus mañas, saben aprovechar la blandura de la tierra para esquivar el golpe y amortiguar el efecto mortífero de la guillotina. Ni la mujer del médico, ni el marido, ni la chica de las gafas oscuras, ella por estar entregada a su trabajo, ellos porque de nada les servían los ojos, se dieron cuenta de la aparición de los ciegos en los balcones circundantes, no muchos, no en todos, debía de haberlos atraído el ruido del azadón, que es inevitable hasta estando la tierra blanda, sin olvidar que hay siempre una piedrecilla escondida que responde con sonoridad al golpe. Eran hombres y mujeres que parecían fluidos como espectros, podían ser fantasmas asistiendo por curiosidad a un entierro, sólo para recordar cómo había sido en su caso. La mujer del médico los vio, al fin, cuando, terminada la tumba, aplomó los riñones doloridos y se llevó el brazo a la frente para secar el sudor. Entonces, urgida por un impulso irresistible, sin haberlo pensado antes, gritó para aquellos ciegos y para todos los ciegos del mundo, Resurgirá, repárese en que no dijo Resucitará, el caso no era para tanto, aunque el diccionario esté ahí para afirmar, prometer o insinuar que se trata de perfectos y exactos sinónimos. Los ciegos se asustaron y se metieron en sus casas, no entendían por qué fue dicha tal palabra, además no estaban preparados para una revelación así, se veía que no frecuentaban la plaza de las anunciaciones mágicas, a cuya relación, para quedar completa, sólo faltaba añadir la cabeza de la mantis y el suicidio del alacrán. El médico preguntó, Por qué has dicho resurgirá, para quién hablabas, Para unos ciegos que aparecieron en los balcones, me asusté y debo de haberles asustado, Y por qué esa palabra, No lo sé, apareció en mi cabeza y la dije, Sólo te faltaba ir a predicar a la plaza por donde pasamos, Sí, un sermón sobre el diente de conejo y el pico de gallina, ven a ayudarme ahora, por aquí, eso es, cógele los pies, yo la levanto por este lado, cuidado, no te vayas a caer dentro de la fosa, eso es, así, bájala lentamente, más, más, he hecho la fosa un poco honda por las gallinas, cuando se ponen a escarbar nunca se sabe adónde pueden llegar, ya está. Se sirvió de la pala para llenar la fosa de tierra, la apretó bien, compuso el montículo que siempre sobra de la tierra que ha vuelto a la tierra, como si nunca hubiera hecho otra cosa en su vida. Finalmente, arrancó una rama del rosal que crecía en un extremo del patio y la plantó en la base de la sepultura, del lado de la cabeza. Resurgirá, preguntó la chica de las gafas oscuras, Ella no, respondió la mujer del médico, más necesidad tendrían los que están vivos de resurgir de sí mismos, y no lo hacen, Estamos ya medio muertos, respondió el médico, Todavía estamos medio vivos, contestó la mujer. Guardó en el alpendre la pala y el azadón, echó un vistazo al patio trasero para asegurarse de que todo estaba en orden, Qué orden, se preguntó a sí misma, y a sí misma se dio respuesta, El orden que quiere a los muertos en su lugar de muertos y a los vivos en su lugar de vivos, mientras gallinas y conejos alimentan a unos y se alimentan de otros, Me gustaría dejarles una señal, una advertencia cualquiera a mis padres, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo para que sepan que estoy viva, No quiero matar tus ilusiones, dijo el médico, pero primero tendrían que encontrar la casa, y eso es poco probable, piensa que nunca habríamos conseguido llegar aquí si no tuviéramos a alguien que nos guíe, Tiene razón, ni siquiera sé si están aún vivos, pero si no les dejo una señal, cualquier cosa, me sentiré como si los hubiera abandonado, Qué puede ser, preguntó la mujer del médico, Algo que ellos puedan reconocer por el tacto, dijo la chica de las gafas oscuras, lo malo es que ya no llevo nada de los otros tiempos en el cuerpo. La mujer del médico la miraba, estaba sentada en el primer peldaño de la escalera de socorro, con las manos abandonadas en las rodillas, angustiado su hermoso rostro, el pelo suelto sobre los hombros, Ya sé qué señal puedes dejarles, dijo. Subió rápidamente la escalera, entró de nuevo en la casa y regresó con unas tijeras y un pedazo de cordel, Qué idea es la tuya, preguntó la chica de las gafas oscuras, inquieta, al sentir el rechinar de las tijeras cortándole el cabello, Si tus padres vuelven, encontrarán colgado del tirador de la puerta un mechón de pelo, de quién iba a ser sino de su hija, preguntó la mujer del médico, Me vas a hacer llorar, dijo la chica de las gafas oscuras, e inmediatamente rompió en lágrimas, con la cabeza caída sobre los brazos cruzados en las rodillas fue desahogando su pena, la añoranza, la conmoción por la ocurrencia de la mujer del médico, luego se dio cuenta, sin saber por qué caminos del sentimiento había llegado hasta allí, de que también lloraba por la vieja del primero, la comedora de carne cruda, la bruja horrible, la que con su mano muerta le había restituido las llaves de su casa. Y entonces la mujer del médico dijo, Qué tiempos éstos, vemos cómo se invierte el orden de las cosas, un símbolo que casi siempre fue de muerte se convierte en señal de vida, Hay manos capaces de ésos y de mayores prodigios, dijo el médico, La necesidad puede mucho, querido, dijo la mujer, y basta ya de filosofías y de taumaturgias, démonos la mano y vamos a la vida. Fue la propia chica de las gafas oscuras quien colgó del tirador de la puerta el mechón de cabellos, Crees que mis padres se darán cuenta, preguntó, El tirador de la puerta es la mano tendida de una casa, respondió la mujer del médico, y con esta frase de efecto podríamos decir que dieron por terminada la visita.