Estaban así las cosas cuando llegó orden de los malvados para que les fuese entregado más dinero y objetos valiosos, dado que, decían, la comida proporcionada rebasaba con mucho el valor del pago inicial, que, aseguraban, habían calculado con generosidad. Respondieron desconsoladas las salas que no, que no quedaba en sus bolsillos ni un céntimo, que todos sus bienes fueron puntualmente entregados, y que, argumento éste en verdad vergonzoso, no sería del todo ecuánime cualquier decisión que deliberadamente dejase de lado las diferencias de valor entre las distintas contribuciones, es decir, con palabras sencillas y de fácil entendimiento, no estaba bien que pagaran justos por pecadores, y por tanto, no se debían cortar los alimentos a quienes, probablemente, tendrían todavía un saldo a su favor. Ninguna de las salas, evidentemente, conocía el valor de lo entregado por las restantes, pero cada una imaginaba razones para continuar comiendo cuando a las demás se les hubiese acabado el crédito. Felizmente los conflictos latentes murieron al nacer, porque los malvados fueron terminantes, la orden tenía que ser cumplida por todos, si había diferencias en la valuación de lo recaudado, pertenecían al secreto registro del ciego contable. En las salas, la discusión fue encendida, áspera, algunas veces llegó a la violencia. Sospechaban algunos que otros, egoístas y malintencionados, ocultaron parte de sus valores en el momento de la recogida, y que estuvieron, en consecuencia, comiendo a costa de quienes honestamente se habían despojado de todo en beneficio de la comunidad. Alegaban otros, recuperando para uso personal lo que hasta entonces era argumentación colectiva, que lo que entregaron daría para continuar comiendo durante muchos días, en vez de tener que estar allí sustentando parásitos. La amenaza que los ciegos malvados hicieron al principio, de venir a pasar revista a las salas y castigar a los infractores, acabó siendo ejecutada dentro de cada una, ciegos buenos contra ciegos malos, malvados también. No se encontraron riquezas estupendas, pero fueron descubiertos aún unos cuantos relojes y anillos, más de hombre que de mujer. En cuanto a los castigos de la justicia interna, no pasaron de unos tortazos al azar, unos débiles puñetazos mal dirigidos, lo que más se oyó fueron insultos, alguna frase perteneciente a una antigua retórica acusatoria, por ejemplo, Serías capaz de robar a tu propia madre, imagínense, como si una ignominia así, y otras de mayor consideración, para ser cometidas, tuvieran que esperar al día en que toda la gente se quedara ciega y, por haber perdido la luz de los ojos, perder también el faro del respeto. Los ciegos malvados recibieron el pago con amenazas de duras represalias, que por suerte luego no cumplieron, se pensó que por olvido, cuando lo cierto es que andaban ya con otra idea en la cabeza, como no tardará en saberse. Si hubiesen ejecutado sus amenazas, nuevas injusticias vendrían a agravar la situación, acaso con consecuencias dramáticas inmediatas, porque dos salas, para ocultar el delito de retención de que eran culpables, se presentaron en nombre de otras, cargando a las salas inocentes con culpas que no eran suyas, pues alguna era tan honesta que lo había entregado todo el primer día. Felizmente, para no tener tanto trabajo, el ciego contable había resuelto escriturar aparte, en una sola hoja de papel las distintas nuevas contribuciones, y eso los salvó a todos, tanto inocentes como culpables, porque sin duda la irregularidad fiscal le habría saltado a los ojos si la hubiera llevado a las respectivas cuentas.

Pasada una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así, simplemente, Tráigannos mujeres. Esta inesperada, aunque no del todo insólita, exigencia, causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas, las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les podía ser atribuida. La respuesta fue corta y seca, Si no nos traen mujeres, no comen. Humillados, los emisarios regresaron a las salas con la orden, O van allá, o no nos dan de comer. Las mujeres solas, las que no tenían pareja o no la tenían fija, protestaron inmediatamente, no estaban dispuestas a pagar la comida de los hombres de las otras con lo que tenían entre las piernas, una de ellas tuvo incluso el atrevimiento de decir, olvidando el respeto que a su sexo debía, Yo soy muy señora de ir allí, pero, en todo caso, será en beneficio propio, y si me apetece me quedo a vivir con ellos, así tengo cama y mesa asegurada. Con estas inequívocas palabras lo dijo, pero no pasó a los actos subsecuentes, porque pensó a tiempo lo que sería aguantar sola el furor erótico de veinte machos desbocados que, por la urgencia, parecían estar ciegos de celo. No obstante, esta declaración, así, livianamente proferida en la segunda sala lado derecho, no cayó en saco roto, uno de los emisarios, con especial sentido de la oportunidad, propuso de inmediato que se presentasen voluntarias para el servicio, teniendo en cuenta que lo que se hace por propia voluntad cuesta en general menos que lo que se hace por obligación. Sólo cierta cautela, una última prudencia, le impidió coronar su llamada con el conocido proverbio, Sarna con gusto no pica. Incluso así, las protestas estallaron apenas acabó de hablar, saltaron las furias de todos los lados, sin dolor ni piedad los hombres fueron moralmente arrasados, les llamaron chulos, proxenetas, alcahuetes, vampiros, explotadores, según la cultura, el medio social y el estilo personal de las justamente indignadas mujeres. Algunas de ellas se declararon arrepentidas por haber cedido, por pura generosidad y compasión, a las solicitaciones sexuales de sus compañeros de infortunio, que tan mal se lo agradecían ahora, queriendo empujarlas a la peor de las suertes. Los hombres intentaron justificarse, qué no era eso, que no dramatizasen, qué diablo, que hablando se entiende la gente, fue sólo porque la costumbre manda pedir voluntarios en las situaciones difíciles y peligrosas, como ésta sin duda lo es, Estamos todos en peligro de morir de hambre, vosotras y nosotros. Se calmaron algunas mujeres, así llamadas a razón, pero otra, súbitamente inspirada, lanzó una nueva tea a la hoguera preguntando, irónicamente, Y qué haríais vosotros si ésos en vez de pedir mujeres, hubiesen pedido hombres, qué haríais, a ver, decidlo para que lo oigamos. Las mujeres estaban exultantes, A ver, qué haríais, gritaban a coro, entusiasmadas por tener a los hombres acorralados contra la pared, cogidos en su propia trampa lógica, de la que no podrían escapar, ahora querían ver hasta dónde llegaba la tan pregonada coherencia masculina, Aquí no hay maricas, se atrevió a protestar un hombre, Ni putas, replicó la mujer que había hecho la pregunta provocadora, y aunque las haya, puede que no estén dispuestas a serlo para vosotros. Incomodados, los hombres se encogieron, conscientes de que sólo habría una respuesta capaz de dar satisfacción a las vengativas hembras, Si ellos pidieran hombres, iríamos, pero ninguno tuvo el valor suficiente para pronunciar estas palabras desinhibidas, y tan perturbados quedaron que ni tuvieron en cuenta que no habría gran peligro en pronunciarlas, dado que aquellos hijos de puta no querían desahogarse con hombres, sino con mujeres.

Ahora bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que, para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan desgraciada, tan desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé qué mi orgullo de hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir, ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso exclusivo que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de ejercer tu autoridad, que aquí no te sirve de nada, estás tan ciego como yo, Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión de ellos se diría que estaban haciéndole la misma pregunta, a no ser que buscasen una respuesta a la pregunta que las tijeras devolvían, Qué quieres hacer conmigo.