Si el ciego encargado de escriturar las ganancias ilícitas de la sala de los malvados hubiese decidido, por efecto de una iluminación esclarecedora de su dudoso espíritu, pasarse a este lado con sus tableros de escribir, su papel grueso y su punzón, sin duda andaría ahora ocupado en redactar la instructiva y lamentable crónica de la magra pitanza y de los muchos sufrimientos de estos nuevos y expoliados compañeros. Empezaría por decir que en el lugar de donde había venido, no sólo los usurpadores expulsaron de la sala a los ciegos honrados, para quedar dueños y señores de todo el espacio, sino que, encima, prohibieron a los ocupantes de las otras dos salas del ala izquierda el acceso y uso de sus respectivas instalaciones sanitarias, como son llamadas. Comentaría que el resultado inmediato de la infame prepotencia había sido el que toda aquella afligida gente acudiera a las letrinas de este lado, con consecuencias fáciles de imaginar por quien no haya olvidado el estado en que todo esto se encontraba antes. Haría constar que no se puede andar por el cercado interior sin tropezar con ciegos aliviando sus urgencias y retorciéndose con la angustia de diarreas que habían prometido mucho y al fin se resolvían en nada, y, siendo un espíritu observador, no dejaría de registrar la patente contradicción entre lo poco que se ingería y lo mucho que se evacuaba, quedando así demostrado que la célebre relación de causa y efecto, tantas veces citada, no es siempre de fiar, al menos desde un punto de vista cuantitativo. También diría que, mientras a estas horas la sala de los malvados deberá estar abarrotada de cajas de comida, aquí los desgraciados no tardarán en verse obligados a recoger las migajas del suelo inmundo.

No se olvidaría el ciego escribano de condenar, en su doble cualidad de parte en el proceso y de cronista de él, el procedimiento criminal de los ciegos opresores, que prefieren dejar que se pudra la comida antes de darla a quienes de ella tan precisados están, pues si es cierto que algunos de aquellos alimentos pueden durar unas semanas sin perder su virtud, otros, en particular los que vienen cocinados, si no son consumidos de inmediato, acaban en poco tiempo ácidos y cubiertos de moho, impresentables, pues, para seres humanos, si es que todavía éstos lo son. Cambiando de asunto, pero no de tema, escribiría el cronista, con gran pena en su corazón, que las enfermedades de aquí no son sólo del tracto digestivo, sea por carencia de ingestión suficiente, sea por mórbida descomposición de lo ingerido, que para este lugar no han venido sólo personas saludables, aunque ciegas, incluso algunas de éstas, que parecían traer salud para dar y vender, están ahora, como las otras, sin poderse levantar de sus pobres camastros, derrumbadas por unas gripes fortísimas que entraron no se sabe cómo. Y no se encuentra en ninguna parte de las cinco salas una aspirina que pueda bajar esta fiebre y aliviar este dolor de cabeza, que en poco tiempo se acabó lo que había, rebuscando hasta en el forro de los bolsos de las señoras. Renunciaría el cronista, por circunspección, a hacer un relato discriminativo de otros males que están afligiendo a muchas de las casi trescientas personas puestas en tan inhumana cuarentena, pero no podría dejar de mencionar, al menos, dos casos de cáncer bastante avanzados, que no quisieron las autoridades tener contemplaciones humanitarias a la hora de cazar a los ciegos y traerlos aquí, dijeron incluso que la ley cuando nace es igual para todos, y que la democracia es incompatible con tratos de favor. Médicos, entre tanta gente, así lo quiso la mala suerte, hay sólo uno, y para colmo oculista, el que menos falta nos hace. Llegado a este punto, el ciego cronista, cansado de describir tanta miseria y tanto dolor, dejaría caer sobre la mesa el punzón metálico, buscaría con mano trémula el mendrugo de pan duro que había dejado a un lado mientras cumplía con sus obligaciones de escribano, pero no lo encontraría, porque otro ciego, de tanto le puede valer el olfato para esta necesidad, se lo había robado. Entonces, renegando de su gesto fraternal, del abnegado impulso que lo había traído a este lado, decidió el ciego cronista que lo mejor, si aún estaba a tiempo, era volver a la tercera sala lado izquierdo, donde al menos, por mucho que se le revuelva el espíritu de santa indignación ante la injusticia de aquellos malvados, no pasará hambre.

De esto realmente se trata. Cada vez que los encargados de ir a buscar comida vuelven a las salas con lo poco que les fue entregado, estallan, furiosas, las protestas. Hay siempre alguien que propone una acción colectiva organizada, una masiva manifestación, presentando como argumento en su apoyo la tantas veces comprobada fuerza expansiva del número, sublimada en la afirmación dialéctica de que las voluntades, en general apenas adicionables unas a otras, también son muy capaces, en ciertas circunstancias, de multiplicarse entre sí hasta el infinito. No obstante, los ánimos se calmaban pronto, bastaba con que alguien, más prudente, con la simple y objetiva intención de ponderar las ventajas y los riesgos de la acción propuesta, recordase a los entusiastas los efectos mortales que suelen tener las pistolas, Quienes vayan delante saben lo que les espera, decían, en cuanto a los de atrás, lo mejor es no imaginar qué sucederá en el caso bastante probable de que nos asustemos al primer disparo, seremos más los que moriremos aplastados que a tiros. Como solución intermedia, se decidió en una de las salas, y de esa decisión pasaron noticia a las otras, que mandarían a buscar la comida, no a los ya escarmentados emisarios de costumbre, sino a un grupo nutrido de ellos, manera de decir ésta obviamente impropia, unas diez o doce personas, que tratarían de expresar, coralmente, el descontento de todos. Pidieron voluntarios, pero, tal vez por efecto de las conocidas advertencias de los cautelosos, en ninguna sala fueron tantos los que se presentaron para la misión. Gracias a Dios, esta evidente muestra de flaqueza moral dejó de tener cualquier importancia, e incluso de ser motivo de vergüenza, cuando, dando la razón a la voz de la prudencia, se tuvo conocimiento del resultado de la expedición organizada por la sala autora de la idea. Los ocho valerosos que se presentaron fueron inmediatamente corridos a garrotazos, y si bien es verdad que sólo fue disparada una bala, no es menos cierto que ésta no llevaba la puntería tan alta como las primeras, la prueba está en que los reclamantes juraron después haberla oído silbar cerquísima de sus cabezas. Si hubo aquí intención asesina, tal vez lo vengamos a saber después, concédase por ahora al tirador el beneficio de la duda, es decir, que aquel disparo no pasó de ser un aviso, aunque más en serio, o que el jefe de los malvados se equivocó acerca de la altura de los manifestantes, por imaginarlos más bajos, o quizá, suposición inquietante, el equívoco fue imaginarlos más altos de lo que realmente eran, caso en el que la intención de matar tendría que ser inevitablemente considerada. Dejando ahora de lado estas menudas cuestiones, y atendiendo a los intereses generales, que son los que cuentan, se celebró como una auténtica providencia, aunque haya sido sólo casualidad, que los reclamantes se hubieran anunciado como delegados de la sala número tal. Así sólo ella tuvo que ayunar por castigo durante tres días, y con mucha suerte, que podían haberles privado de víveres para siempre, como es justo que ocurra con quien osa morder la mano que le da de comer. No tuvieron, pues, más remedio los de la sala insurrecta, durante esos tres días, que andar de puerta en puerta implorando la limosna de un mendrugo por las almas del purgatorio, y si es posible, adornado con algún condumio, no murieron de hambre, es verdad, pero tuvieron que oír lo que no quisieron, Con ideas de ésas bien pueden cambiar de oficio, Si hubiéramos hecho caso de lo que decíais, en qué situación estaríamos ahora, pero lo peor fue cuando les dijeron, Tened paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír, mejor los insultos. Y cuando los tres días de castigo acabaron y parecía que iba a nacer un día nuevo, se vio que el castigo de la infeliz sala donde se albergaban los cuarenta ciegos insurrectos no había acabado, pues, la comida, que hasta entonces apenas llegaba para veinte, pasó a ser tan poca que ni diez conseguían calmar el hambre. Se puede uno imaginar la revuelta, la indignación, y también, duela a quien duela, que hechos son hechos, el miedo de las salas restantes, que se veían asaltadas por los necesitados, divididas, ellas, entre el deber clásico de humana solidaridad y la observancia del viejo y no menos clásico precepto de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.