Cuando entraron en la sala y tuvieron que presentar lo poco que llevaban para poner en la mesa, hubo quien creyó que la culpa era de ellos, por no haber reclamado y exigido más, para eso habían sido nombrados representantes del colectivo. Entonces, el médico explicó lo que había pasado, habló del ciego escribiente, de los modos insolentes del ciego de la pistola, de la pistola también. Los descontentos bajaron el tono, acabaron por concordar, sí señor, la defensa de los intereses de la sala está en buenas manos. Distribuyeron al fin la comida, hubo quien recordó a los impacientes que poco es más que nada, aparte de eso, por la hora que debía de ser, estaría a punto de llegar la comida del mediodía, Lo malo es si nos ocurre lo que al caballo del cuento, que murió cuando ya estaba acostumbrado al ayuno, dijo alguien. Los otros sonrieron pálidamente, y otro añadió, No sería mala idea, si es que el caballo, cuando muere, no sabe que va a morir.

El viejo del ojo vendado había entendido que su radio portátil, tanto por la fragilidad de su estructura como por la información conocida sobre su tiempo de vida útil, quedaba excluida de la lista de valores a entregar como pago de la comida, considerando que el funcionamiento del aparato dependía, en primer lugar, de tener o no tener pilas dentro, y, en segundo lugar, del tiempo que durasen. Por el sonido catarroso de la voz que aún salía de la cajita, era evidente que no debía esperarse mucho de ella. Decidió, pues, el viejo de la venda negra no repetir las audiciones públicas, pensando también que podían aparecer por allí los ciegos de la tercera sala, lado izquierdo y tener una opinión diferente, no por el valor material del aparato, prácticamente nulo a corto plazo, como quedó demostrado, sino por su valor de uso inmediato, que ése es sin duda altísimo, sin hablar ya de la plausible posibilidad de que haya pilas donde, al menos, hay una pistola. Anunció el viejo de la venda negra que oiría las noticias oculto bajo la manta, con la cabeza tapada, y que si hubiera alguna novedad interesante, avisaría de inmediato. La chica de las gafas oscuras le pidió que la dejase oír de vez en cuando un poquito de música, Sólo para no perder el recuerdo, justificó, pero el viejo fue inflexible, argumentando que lo importante era saber lo que estaba pasando fuera, que quien quisiera música la oyera dentro de su propia cabeza, que para algo bueno nos ha de servir la memoria. Tenía razón el viejo de la venda negra, la música de la radio rasguñaba como sólo es capaz de herir un mal recuerdo, y por eso la mantenía en el mínimo volumen sonoro que le era posible, mientras llegaban las noticias. Entonces avivaba un poco el sonido y apuraba el oído para no perder una sílaba. Luego, con palabras suyas, resumía la información y la transmitía a los vecinos más próximos. Así, de cama en cama, iban las noticias circulando por la sala, desfiguradas cada vez que pasaban de un receptor al receptor siguiente, disminuida o agravada la importancia de las informaciones, conforme al grado personal de optimismo o pesimismo propio de cada emisor. Hasta que llegó el momento en que las palabras se callaron y el viejo de la venda negra se encontró sin nada que decir. Y no fue porque la radio se hubiera averiado o se agotaran las pilas, la experiencia de la vida y de las vidas cabalmente demuestra que al tiempo no hay quien lo gobierne, parecía que este aparatito iba a durar poco, y alguien tuvo que callarse antes que él. A lo largo de todo el primer día vivido bajo la garra de los ciegos malvados, el viejo de la venda negra había estado oyendo las noticias y pasándoselas a los otros, rebatiendo por su cuenta la obvia falsedad de lo o amistas vaticinios oficiales, y ahora, avanzada la noche, con la cabeza al fin fuera de la manta, aplicaba el oído a la ronquera en que la débil alimentación eléctrica de la radio convertía la voz del locutor, cuando, de súbito, lo oyó gritar, Estoy ciego, después el ruido de algo que chocaba violentamente contra el micrófono, una secuencia precipitada de rumores confusos, exclamaciones, y, de repente, el silencio. Se había callado la única emisora de radio que se podía captar desde allí dentro. Durante mucho tiempo se mantuvo el viejo de la venda negra con la oreja pegada a la caja ahora inerte, como si esperara el regreso de la voz y el resto de las noticias. Sin embargo, adivinaba, sabía, que la voz no regresaría. El mal blanco no cegó sólo al locutor. Como un reguero de pólvora, había alcanzado, rápida y sucesivamente, a todos cuantos en la emisora se encontraban. Entonces, el viejo de la venda negra dejó caer el aparato al suelo. Los ciegos malvados, si viniesen a la rebatiña, buscando joyas escondidas, encontrarían confirmada la razón, si en tal cosa habían pensado, de por qué no habían incluido las radios portátiles en la lista de objetos de valor. El viejo de la venda negra se cubrió la cabeza con la manta, para poder llorar a gusto.

Poco a poco, bajo la luz amarillenta y sucia de las débiles bombillas, la sala fue hundiéndose en un profundo sueño, reconfortados los cuerpos por las tres refecciones del día, como raramente antes ocurriera. Si siguen así las cosas, acabaremos, una vez más, por llegar a la conclusión de que hasta en los peores males es posible hallar una ración suficiente de bien para que podamos soportar esos males con paciencia, lo que, trasladado a la presente situación, significa que, contrariamente a las primeras e inquietantes previsiones, la concentración de los alimentos en una sola entidad robadora y distribuidora tenía, al fin, sus aspectos positivos, por mucho que se quejaran algunos idealistas que hubieran preferido continuar luchando por la vida con sus propios medios, aunque por esa obstinación tuvieran que pasar algún hambre. Descuidados del día de mañana, olvidando que quien paga por adelantado siempre acaba mal servido, la mayoría de los ciegos, en todas las salas, dormían a pierna suelta. Otros, cansados de buscar sin resultado una salida honrosa a los vejámenes sufridos, fueron también quedándose dormidos, soñando con días mejores que los presentes, más libres si no más hartos. Sólo en la primera sala del lado derecho la mujer del médico estaba en vela. Tumbada en la cama, pensaba en lo que le había contado el marido cuando creyó que entre los ciegos ladrones había uno que veía, alguien que podrían utilizar como espía. Era curioso que no hubieran vuelto a hablar del asunto, como si al médico, lo que hace el hábito, no se le hubiese ocurrido que su propia mujer seguía viendo. Lo pensó ella, pero se calló, no quiso pronunciar palabras obvias, Eso que, irremediablemente, no podrá hacer él, lo podría hacer yo, Qué, preguntaría el médico, fingiendo no entender. Ahora, con los ojos clavados en las tijeras colgadas de la pared, la mujer del médico se preguntaba a sí misma, De qué me sirve ver. Le servía para saber del horror más de lo que hubiera podido imaginar alguna vez, le servía para desear estar ciega, nada más que para eso. Con un movimiento cauteloso se sentó en la cama. Ante ella estaban durmiendo la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico. Se dio cuenta de que las dos camas estaban muy próximas, la chica había empujado la suya, sin duda para estar más cerca del pequeño si él necesitaba consuelo, o que le secaran las lágrimas por la falta de una madre perdida. Cómo no se me ocurrió, pensó, podía haber unido ya nuestras camas, dormiríamos juntos, sin estar con la constante preocupación de que él pueda caerse de la cama. Miró al marido, que dormía pesadamente en un sueño de puro agotamiento. No llegó a decirle que había traído las tijeras, que un día de éstos le arreglaría la barba, es trabajo que hasta un ciego puede hacer, siempre que no acerque demasiado las láminas a la piel. Se dio a sí misma una buena justificación para no hablarle de la tijera, Después vendrían todos los hombres, no haría otra cosa que cortar barbas. Rodó el cuerpo hacia fuera, asentó los pies en el suelo, buscó los zapatos. Cuando iba a calzárselos, se detuvo, los miró fijamente, después movió la cabeza y, sin ruido, los dejó en el suelo. Pasó al corredor entre las camas y fue andando lentamente en dirección a la puerta de la sala. Los pies descalzos sentían la inmundicia pegajosa del suelo, pero ella sabía que fuera, en los pasillos, sería mucho peor. Iba mirando a un lado y a otro, por si encontraba algún ciego despierto, aunque hubiera alguno vigilando, o toda la sala, no tenía importancia, con tal de que no hiciese ruido, y por más que lo hiciese, sabemos a cuánto obligan las necesidades del cuerpo, que no escogen horas, en fin, lo que no quería es que el marido se despertara y notase la ausencia a tiempo aún de preguntarle, Adónde vas, que es, probablemente, la pregunta que más hacen los hombres a sus mujeres, la otra es Dónde has estado. Una de las ciegas estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera, la mirada vacía clavada en la pared de enfrente, sin conseguir alcanzarla. La mujer del médico se detuvo un momento como si dudara tocar aquel hilo invisible que flotaba en el aire, como si un simple contacto pudiera destruirlo irremediablemente. La ciega alzó el brazo, debía de haber percibido una leve vibración en la atmósfera, después lo dejó caer, desinteresada, le bastaba con no poder dormir por culpa de los ronquidos del vecino. La mujer del médico continuó andando, cada vez más deprisa a medida que se aproximaba a la puerta. Antes de seguir en dirección al zaguán, miró a lo largo del corredor que llevaba a las otras salas de este lado, más adelante estaban las letrinas, y al fin la cocina y el refectorio. Había ciegos tumbados junto a las paredes, eran de aquellos que a la llegada no fueron capaces de conquistar una cama, o porque en el asalto se quedaron atrás, o porque les faltaron fuerzas para disputarla y vencer en la lucha. A diez metros, un ciego estaba tumbado encima de una ciega, él aprisionado entre las piernas de ella, lo hacían lo más discretamente que podían, eran de los discretos en público, pero no se necesitaba tener el oído muy apurado para saber en qué se ocupaban, mucho menos cuando uno y otro no pudieron reprimir los jadeos y los gemidos, alguna palabra inarticulada, que son señales de que todo aquello estaba a punto de acabar. La mujer del médico se quedó parada mirándolos, no por envidia, que tenía a su marido y la satisfacción que él le daba, sino por causa de una impresión de otra naturaleza para la que no encontraba nombre, podría ser un sentimiento de simpatía, como si estuviera pensando en decirles, No se preocupen, sigan, también sé yo lo que es eso, podría ser un sentimiento de compasión, Aunque ese instante de goce supremo pudiera duraros la vida entera, nunca los dos que sois podréis llegar a ser uno solo. El ciego y la ciega descansaban ahora, separados ya, uno al lado del otro, pero seguían cogidos de la mano. Eran jóvenes, tal vez novios, fueron al cine y allí se quedaron ciegos, o un azar milagroso los juntó aquí, y, siendo así, cómo se reconocieron, vaya por Dios, por las voces, hombre, por las voces, que no es sólo la voz de la sangre la que no necesita ojos, el amor, que dicen que es ciego, tiene también su palabra que decir. Lo más probable, con todo, es que los hubieran atrapado al mismo tiempo en una redada de ciegos, en ese caso, las manos enlazadas no son de ahora, están así desde el principio.