Cogida por sorpresa, Lisia no podía mentir, respondió que soñaba con un ángel, pero que el ángel no le había dicho nada, sólo la miraba, y era una mirada tan tierna y tan dulce que no podrían ser mejores las miradas del paraíso. No te tocó, preguntó María, y Lisia respondió, Madre, los ojos no sirven para eso. Sin saber a ciencia cierta si debía descansar o preocuparse por lo que pasó a su lado, María, en voz aún más baja, dijo, Yo también soñé con un ángel, Y el tuyo habló o estuvo también callado, preguntó Lisia, inocentemente, Habló para decirme que tu hermano Jesús dijo la verdad cuando nos anunció que había visto a Dios, Ay madre, qué mal hicimos entonces al no creer en la palabra de Jesús, y él es tan bueno, que, furioso, hasta podía haberse llevado el dinero de mi dote, y no lo hizo, Ahora vamos a ver cómo lo arreglamos No sabemos dónde está, noticias no dio, bien podía haber ayudado el ángel, que los ángeles lo saben todo, Pues no, no ayudó, sólo me dijo que buscáramos a tu hermano, que ese era nuestro deber, Pero, madre, si es verdad que mi hermano estuvo con el Señor, entonces nuestra vida, en adelante, va a ser diferente, Diferente quizá, pero peor, Por qué, Si nosotros no creíamos a Jesús ni su palabra, cómo puedes esperar que otros le crean, seguro que no querrás que vayamos por las calles y plazas de Nazaret pregonando Jesús vio al Señor Jesús vio al Señor, nos correrían a pedradas, Pero el Señor, puesto que lo eligió, nos defendería, que somos la familia, No estés tan segura, cuando el Señor eligió, nosotros no estábamos allí, para el Señor no hay padres ni hijos, recuerda lo de Abraham, acuérdate de Isaac, Ay, madre, qué aflicción, Lo más prudente, hija, es que guardemos todo esto en nuestros corazones y que hablemos lo menos posible de ello, Entonces, qué haremos, mañana mandaré a Tiago y a José en busca de Jesús, Pero dónde, si Galilea es inmensa, y Samaria, si está por ahí, y Judea, o Idumea, que está en el fin del mundo, Lo más probable es que tu hermano se haya ido al mar, recuerda lo que nos dijo cuando vino, que estuvo con unos pescadores, Y no habrá vuelto al rebaño, Eso se acabó, Cómo lo sabes, Duerme, que aún está lejos la mañana, Puede que volvamos a soñar con nuestros ángeles, Es posible. Si el ángel de Lisia, huido quizá en compañía de su compinche, vino a habitar otra vez sus sueños, no se notó, pero el ángel del anuncio, aunque se haya olvidado de algún detalle, no pudo volver, porque María estuvo siempre con los ojos abiertos en la penumbra de la casa, lo que sabía era más que suficiente, y lo que adivinaba la llenaba de temores.

Nació el día, se enrollaron las esteras y María, ante la familia reunida, hizo saber que habiendo pensado mucho en los últimos tiempos sobre el modo en que habían procedido con Jesús, Empezando por mí, que siendo su madre, debería haber sido más benévola y comprensiva, he llegado a una conclusión muy clara y justa, la de que debemos ir a buscarlo y pedirle que vuelva a casa, pues en él creemos y, queriéndolo el Señor, creeremos en lo que nos dijo, fueron éstas las palabras de María, que no dio fe de estar repitiendo lo que había dicho su hijo José allí presente, en la hora dramática de la repulsa, quién sabe si Jesús no estaría todavía aquí si aquel murmullo discreto, que lo fue, aunque en aquel momento no lo hicimos notar, se hubiera convertido en voz de todos. María no habló del ángel ni del anuncio del ángel, sólo del simple deber de todos para con el primogénito. No se atrevió Tiago a poner en duda los puntos de vista nuevos, a pesar de que, en lo íntimo, seguía firme en su convicción de que el hermano estaba loco o, en el mejor de los casos, y era una eventualidad digna de ser tomada en cuenta, era objeto de una repugnante mistificación de gente impía.

Previendo ya la respuesta, preguntó, Y quién, de los que aquí estamos, irá a buscar a Jesús, tú irás, que eres el que le sigue en edad, y José irá contigo, juntos iréis más seguros, Por dónde empezaremos a buscar, Por el mar de Galilea, estoy segura de que por allí lo encontraréis, Cuándo partimos, Han pasado meses desde que Jesús se fue, no podemos perder ni un día más, Llueve mucho, madre, no es bueno el tiempo para el viaje, Hijo, la ocasión puede siempre crear una necesidad, pero si la necesidad es fuerte, tendrá que ser ella la que haga la ocasión. Los hijos de María se miraron sorprendidos, realmente no estaban habituados a oír de boca de la madre sentencias tan acabadas, todavía son muy jóvenes para saber que la frecuentación de los ángeles produce estos y otros resultados mejores, la prueba, sin que los demás lo sospechen, está en Lisia y la da en este mismo momento, pues no otra cosa significa su lento, soñador movimiento afirmativo de cabeza. Terminó el consejo de familia, Tiago y José fueron a ver si los meteoros del aire estaban en mejor disposición, que, teniendo ellos que ir en busca del hermano con tiempo tan ruin, pudieran al menos salir al campo en una escampada, como fue el caso, parecía que el cielo los hubiera oído, pues justamente del lado del mar de Galilea se estaba abriendo ahora un azul aguado que parecía prometer una tarde aliviada de lluvias. Hechas las despedidas dentro de la casa, discretamente, por entender María que los vecinos no tenían por qué saber más de lo conveniente, partieron al fin los dos hermanos, no por el camino que lleva a Magdala, pues no tenían motivos para pensar que Jesús había seguido aquella dirección, sino por otro, el que directamente y con mayor comodidad, los llevaría a la nueva ciudad de Tiberíades. Iban descalzos porque, con los caminos convertidos en un barrizal, en poco tiempo se les caerían de los pies deshechas las sandalias, ahora a salvo en las alforjas, a la espera de un tiempo más benigno. Dos buenas razones tuvo Tiago para elegir el camino de Tiberíades, siendo la primera su propia curiosidad de aldeano que oyó hablar de palacios, templos y otras grandezas similares en construcción, y la segunda que la ciudad está situada, según oyera contar, entre los extremos norte y sur de esta margen, más o menos hacia la mitad. Como tendrían que ganarse la vida mientras durara la búsqueda, esperaba Tiago que fuese fácil encontrar un trabajo en las obras de la ciudad, pese a lo que decían los judíos devotos de Nazaret, que el lugar era impuro debido a los aires malsanos y a las aguas sulfurosas que se encontraban por allí cerca. No pudieron llegar a Tiberíades aquel mismo día, porque las promesas del cielo no se cumplieron, no había pasado una hora de camino cuando empezó a llover, mucha suerte tuvieron de encontrar una cueva donde felizmente hallaron cobijo y se abrigaron antes de que la lluvia los hubiera empapado.

Durmieron y en la mañana del día siguiente, escarmentados por la experiencia, tardaron en convencerse de que el tiempo había mejorado de verdad y de que podrían llegar a Tiberíades con la ropa del cuerpo más o menos seca. El trabajo que encontraron en las obras fue el de acarrear piedra, que para más no daba el saber del uno y del otro, afortunadamente, al cabo de unos días decidieron que habían ganado lo suciente, no porque el rey Herodes Antipas fuese generoso pagador, sino porque, siendo tan pocas y tan poco urgentes las necesidades, con ellas se podría vivir sin tener que satisfacerlas por completo. En Tiberíades preguntaron si estuvo o pasó un tal Jesús de Nazaret, que es hermano nuestro, de aspecto así y así, de modos así y asado, si anda acompañado eso es lo que no sabemos. Les dijeron que en aquella obra no, y ellos dieron la vuelta por todos los astilleros de la ciudad hasta certificar que Jesús no había estado aquí, cosa que no era de extrañar, pues si el hermano hubiese decidido volver a su iniciado oficio de pescador, seguro que no se iba a quedar, teniendo el mar a la vista, penando entre duras piedras y durísimos capataces. Con el dinero ganado, aunque escaso, la cuestión que ahora tenían que resolver era si debían seguir por las márgenes del lago, pueblo por pueblo, obra por obra, barco por barco, hacia el norte o hacia el sur.