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Ella salió trotando hacia el baño, feliz como un pájaro, se limpió, canturreó, se miró el vello de las axilas, se miró en el espejo, se preocupó un poco más por la edad que por la muerte, luego volvió trotando y se metió entre las sábanas mientras yo me embutía mis manchados calzoncillos dispuesto a salir e integrarme al alboroto del tráfico afuera en la Tercera Calle y tirar luego hacia el este para ir a mi trabajo.

– Vuelve a la cama, papi -dijo ella.

– iMra, acabo de conseguir un aumento de sueldo.

– No tienes por qué hacer nada. Sólo túmbate a mi lado un ratito.

– Oh, mierda, nena.

– ¡Por favor! Sólo cinco minutos.

– Oh, joder.

Volví a meterme. Ella apartó las sábanas y me agarró las pelotas. Luego me agarró el pene.

– ¡Oh, qué mono es!

Yo pensaba: ¿cuándo cojones podré salir de aquí?

– ¿Te puedo preguntar una cosa?

– Venga.

– ¿Te importa si lo beso?

– No.

Oía y sentía sus besos, luego noté pequeños lametones. Luego me olvidé de todo lo que se refiriese al almacén de bicicletas. Luego la oí romper un periódico. Sentí algo ajustándose a la punta de mi polla.

– Mira -me dijo.

Me senté. Jan había construido un pequeño sombrerito de papel y me lo había colocado en la punta de la polla. Alrededor del glande había enlazado una pequeña cinta amarilla. La cosa se mantenía graciosamente erguida.

– ¡Ay!, ¿a que está muy guapo? -me preguntó.

– ¿El? Eso soy yo.

– Oh, no, no eres tú, es él, tú no tienes nada que ver con él.

– ¿Que no?

– No. ¿Te importa que lo bese otra vez?

– Está bien, está bien, adelante.

Jan quitó el sombrerito y sosteniéndolo con una mano empezó a besar allí donde había estado puesto. Sus ojos me miraban profundamente. El glande entró en su boca. Me caí de espaldas, condenado para siempre.

40

Llegué al almacén de bicicletas a las 10:30 de la mañana. La hora de entrada era a las 8. Era la pausa de media mañana y el vagón del café estaba a la puerta. El personal del almacén estaba allí fuera. Me acerqué y pedí un café doble y una rosquilla con mermelada. Hablé con Carmen, la secretaria del encargado, acerca de las curiosidades de los camiones de carga. Como de costumbre, llevaba un vestido estrechamente ajustado que se amoldaba a su cuerpo como un globo hinchado se amolda al aire que contiene, quizás más aún. Tenía capas y capas de lápiz de labios rojo oscuro y mientras hablaba se mantenía a la mínima distancia posible, mirándome a los ojos y riéndose, frotando partes de su cuerpo contra mí. Carmen era tan agresiva que asustaba, te daban ganas de salir corriendo ante tal presión. Como la mayoría de las mujeres, quería aquello que no tenía, pero Jan me estaba absorbiendo todo el semen y alguna cosa más. Carmen pensó que yo me lo estaba montando de duro sofisticado. Yo me inclinaba hacia atrás comiéndome mi rosquilla y ella se echaba sobre mí. Acabó el descanso y todos entramos al almacén. De repente me imaginé sosteniendo las bragas de Carmen, ligeramente manchadas de caca con uno de mis dedos del pie mientras yacíamos juntos desnudos en la cama en su apartamento de Main Street. El señor Hansen, el encargado, estaba parado en la puerta de su oficina.

– ¡Chinaski! -bramó. Conocí el tono: todo había acabado para mí.

Me acerqué hasta él y me paré enfrente suyo. Estaba vestido con un traje marrón claro de verano recién planchado, corbata ancha (verde), camisa marrón claro y zapatos negro-marrón claro exquisitamente relucientes. De repente me apercibí de los clavos en las suelas de mis gastados zapatos pinchándome en las plantas de los pies. Me faltaban tres botones de la sucia camisa. La cremallera de mis pantalones se había atascado por la mitad. La hebilla de mi cinturón estaba rota.

– ¿Sí? -pregunté.

– Voy a tener que despedirle.

– Bueno.

– Es usted un empleado cojonudo, pero voy a tener que despedirle.

El tío estaba en una situación embarazosa, a mí me daba un poco de corte por él.

– Ha estado llegando al trabajo a las diez y media durante cinco o seis días. ¿Cómo se cree que les sienta esto a los otros empleados? Ellos trabajan una jornada de ocho horas.

– Estoy de acuerdo. Relájese.

– Mire, yo de joven también era un tío duro. Solía aparecer por el trabajo con un ojo morado tres o cuatro veces al mes. Pero todos los días estaba allí, trabajando y apechugando con mi deber. Puntual. Poco a poco me fui abriendo camino.

No contesté.

– ¿Qué es lo que le pasa? ¿Cómo es que de repente ya no puede venir puntual al trabajo?

Tuve una súbita intuición de que podía salvar mi trabajo si le daba una respuesta adecuada.

– Verá, es que me acabo de casar. Ya sabe lo que son estas cosas. Estoy en mi luna de miel. Por las mañanas, empiezo a ponerme mis vestidos, el sol brilla a través de las persianas y ella me arrastra de nuevo al lecho para una última ración de cuello de pavo.

No funcionó.

– Daré orden de que le extiendan su liquidación.

Hansen se volvió hacia su oficina. Entró y oí como le decía algo a Carmen. Tuve otra repentina inspiración y le llamé con unos golpecitos en uno de los paneles de cristal. Hansen levantó la mirada, se acercó y abrió el cristal.

– Oiga -le dije-, yo nunca me lo he hecho con Carmen, de verdad. Es muy bonita, pero no es mi tipo. Hágame el cheque por toda la semana.

Hansen se dio la vueta.

– Hazle el cheque por una semana.

Era sólo martes. Era algo que no me esperaba -pero él y Alabam estaban por aquel entonces sacando cerca de 20.000 pedales del almacén. Carmen se acercó y me entregó el cheque. Se quedó allí y me sonrió con indiferencia mientras Hansen se sentaba al teléfono y llamaba a la oficina de Desempleo del Estado.

41

Todavía conservaba mi coche de treinta y cinco dólares. Los caballos estaban calientes. Nosotros estábamos calientes. Jan y yo no sabíamos nada de caballos, pero confiábamos en la suerte. En aquellos días se corrían ocho carreras en vez de nueve. Nosotros teníamos una fórmula mágica -la llamábamos «Harmatz en la octava». Willie Harmatz era un jockey más que decente, pero tenía problemas de peso, igual que Howard Grant los tiene ahora. Examinando las estadísticas, nos habíamos dado cuenta de que Harmatz con frecuencia conseguía ganar en la última carrera, dando normalmente muy buenos dividendos.

No íbamos allí todos los días. Algunas mañanas estábamos demasiado enfermos por culpa de la bebida como para levantarnos de la cama. Entonces nos levantábamos ya entrada la tarde, bajábamos a la tienda de licores, nos quedábamos allí un rato, luego nos pasábamos una hora o dos en algún bar, escuchábamos la máquina tocadiscos, observábamos a los borrachos, fumábamos, escuchábamos la risa de los muertos… era una agradable forma de vivir.

Teníamos suerte. Parecía que sólo acabáramos en el hipódromo los días adecuados.

– Pero oye -le decía a Jan-, no puede hacerlo otra vez… es imposible.

Y allí llegaba Willie Harmatz, con la vieja carrera de estirón de siempre, remontando en el último momento, atravesando el tupido pelotón, superando la angustiosa distancia… Allí venía el viejo Willie a 16, a 8 a uno, a 9 a dos. Willie seguiría salvándonos cuando todo el resto del mundo se volviese indiferente y se diese por vencido.

El coche de treinta y cinco pavos casi siempre arrancaba, ese no era el problema; el problema era poner las luces. Después de la octava carrera siempre estaba ya muy oscuro. Jan normalmente insistía en llevar una botella de oporto en su bolso. En el hipódromo bebíamos cerveza y si las cosas iban bien, bebíamos en el bar del hipódromo, principalmente escocés con agua. Yo ya tenía una multa por conducir borracho y ahora me veía conduciendo una coche sin luces, sin saber apenas por dónde íbamos.