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Concentrado en la labor, Mattia llevaba al menos media hora sin levantar la vista. La biología no le gustaba, pero cumplía su deber con la misma aplicación que ponía en las demás asignaturas. La materia orgánica, vulnerable e imperfecta, le resultaba del todo ajena. El olor vital que rezumaba aquel trozo de carne cruda apenas le causaba un leve fastidio.

Con unas pinzas tomó un sutil filamento blanco y lo depositó en la platina del microscopio, aplicó el ojo y enfocó. Fue apuntándolo todo en un cuaderno cuadriculado e hizo un dibujo de la imagen.

Denis dio un profundo suspiro y, armándose de valor como si tuviera que zambullirse de espaldas, le preguntó:

– Matti, ¿tú tienes algún secreto?

Mattia pareció hacer oídos sordos, pero el escalpelo con que estaba cortando otra sección de músculo se le escapó y cayó tintineando sobre el tablero metálico. Lo recogió con un lento ademán.

Denis aguardó unos segundos; Mattia se había quedado inmóvil con el instrumento suspendido a un par de centímetros de la carne.

– A mí puedes contármelo. -Ahora que se había lanzado, ahora que había dado un paso en la intimidad fascinante del compañero, la cara le palpitaba de emoción y no estaba dispuesto a desistir-. Yo también tengo uno.

Mattia seccionó el músculo de un tajo limpio, como si hubiera querido rematarlo, y dijo en voz baja:

– Yo no tengo ningún secreto.

– Si me dices el tuyo, yo te digo el mío -insistió Denis. Acercó el taburete y notó que Mattia se ponía tenso.

– Hay que terminar el experimento -dijo éste con voz átona, mirando inexpresivo el trozo de carne-, o no podremos completar la ficha.

– A mí la ficha me da lo mismo -repuso Denis-. Dime qué te has hecho en las manos.

Mattia inspiró tres veces. En el aire flotaban levísimas moléculas de etanol y algunas le penetraron en la nariz; notó con grato picor cómo ascendían por el tabique nasal y le llegaban a los ojos.

– ¿De verdad quieres saber lo que me he hecho en las manos? -preguntó, volviendo la cara hacia Denis pero mirando los frascos de formol alineados tras él, en los que se conservaban fetos y miembros de animales. El otro asintió temblando-. Pues mira.

Empuñó el escalpelo, introdujo la punta entre los dedos índice y medio y la corrió hasta la muñeca.

7

El jueves, Viola la esperó en la puerta del colegio. Cruzaba la verja cuando la paró tirándole de la manga y llamándola por su nombre; sobresaltada, Alice pensó al punto en lo del caramelo y sintió náuseas y mareo. Cuando las cuatro pavas la tomaban con una, le hacían la vida imposible.

– La de mates va a preguntarme, no sé nada y no quiero entrar -le dijo Viola.

Alice se quedó mirándola sin comprender; la otra no parecía hostil, pero no se fiaba. Intentó desprenderse.

– ¿Damos una vuelta tú y yo solas? -propuso Viola-. Sí, tú y yo solas. -Alice miró a un lado y otro aterrada-. Venga, vamos, que no nos vean aquí -la apremió.

– Es que… -quiso objetar, pero Viola, sin escucharla, le tiró con más fuerza de la manga.

Tuvo que seguirla, corriendo a trompicones, hasta la parada del autobús.

Se sentaron juntas. Alice se arrimó todo lo que pudo a la ventanilla para dejar sitio a Viola y quedó a la espera de que algo, algo terrible, ocurriera de un momento a otro. Viola, por su parte, estaba radiante. Sacó un pintalabios del bolso y empezó a aplicárselo, luego se lo ofreció a ella, que rehusó moviendo la cabeza. Atrás dejaban el colegio.

– Mi padre me va a matar -murmuró; le temblaban las piernas.

Viola dio un suspiro y dijo:

– ¡Va! Trae tu hoja de ausencias. -Estudió la firma de su padre y añadió-: Chupado; yo te firmo.

Le mostró su propia hoja y fue indicándole todas las firmas que había falsificado los días en que hacía novillos.

– Además -concluyó-, mañana a primera hora toca doña Follini, y no ve.

Y comenzó a hablarle de las clases, de que las matemáticas no le interesaban porque pensaba estudiar derecho. A Alice le costaba atender. Pensaba en lo que le había hecho el día anterior en el vestuario y no se explicaba aquella repentina confianza.

Se apearon en la plaza y echaron a caminar por los pórticos. De pronto Viola entró en una tienda de ropa con escaparates fluorescentes en la que Alice nunca había estado. Se comportaba como si fueran amigas de toda la vida. Quiso que se probaran prendas y todas las elegía ella. Cuando Viola le preguntó la talla, ella contestó avergonzada la treinta y ocho. Las dependientas las miraban recelosas, pero Viola no hacía caso. Se cambiaban en el mismo probador y Alice pudo comparar ambos cuerpos. Al final no compraron nada.

Luego fueron a un bar y Viola pidió dos cafés, sin preguntarle qué quería tomar. Alice estaba aturdida y no entendía nada, pero una dicha nueva e inesperada empezaba a abrirse paso en su alma. Acabó olvidándose de su padre y de las clases. Estaba sentada en un bar con Viola Bai y aquel momento les pertenecía sólo a ellas.

Viola fumó tres cigarrillos y quiso que ella también fumara. Cada vez que su nueva amiga rompía a toser, Viola reía mostrando unos dientes perfectos. La sometió a un breve interrogatorio acerca de los novios que no había tenido y los besos que no había dado. Alice contestaba humillando la mirada. «¡No me digas que nunca has tenido novio! ¿De veras?» Alice asentía moviendo la cabeza. «¡Increíble! ¡Qué desgracia! -exclamaba Viola-. Hay que hacer algo, no querrás morir virgen, ¿verdad?»

Así que al día siguiente, en el recreo de las diez, se dieron una vuelta por el colegio en busca de un novio para Alice. Viola se deshizo de Giada y las otras diciéndoles que tenían cosas que hacer, y las dos salieron del aula cogidas de la mano.

Ya lo había planeado todo. Sería en su fiesta de cumpleaños, al sábado siguiente. Sólo faltaba encontrar al tío adecuado. Mientras cruzaban el pasillo le iba señalando chicos y decía «Mira qué culo», «No está mal», «Ése sabe hacerlo».

Alice sonreía nerviosa y no se decidía por ninguno. En su imaginación se representaba con gran inquietud el momento en que un chico le metiera las manos por la camiseta y descubriera que, bajo aquella ropa que tan bien le sentaba, no había más que molla y carne fofa.

Estaban acodadas en la barandilla de la escalera de emergencia, en el segundo piso, viendo a los chicos jugar al fútbol en el patio con un balón amarillo medio desinflado.

– ¿Y Trivero? -le preguntó Viola.

– No sé quién es.

– ¿No sabes quién es? Va a quinto. Iba a remo con mi hermana. Se dicen cosas interesantes de él.

– ¿Qué cosas?

Viola hizo un ademán ambiguo y se echó a reír sonoramente, complacida del efecto desconcertante de sus alusiones. Alice se ruborizó abruptamente y al mismo tiempo tuvo la maravillosa certeza de que su soledad había por fin concluido.

Fueron a la planta baja y pasaron por el sitio de las máquinas expendedoras de bebidas y tentempiés. Los estudiantes formaban colas caóticas y hacían tintinear monedas en los bolsillos de los vaqueros.

– Va, tienes que decidirte -dijo Viola.

Apurada, Alice miró alrededor girando sobre sí misma, y al final, señalando a dos chicos que había aparte, cerca de la ventana, juntos pero sin hablarse ni mirarse, dijo:

– Aquél no me parece mal.

– ¿Cuál? ¿El de la venda o el otro?

– El de la venda.

Viola se quedó mirándola con unos ojos abiertos que parecían océanos.

– No seas loca, ¿tú sabes lo que ha hecho ése?

Alice negó con la cabeza.

– Se clavó un cuchillo en la mano, adrede, aquí en el colegio.

Alice se encogió de hombros.

– Pues a mí me parece interesante.

– ¿Interesante? Es un psicópata. Ése es capaz de descuartizarte y meterte en el congelador.

Alice sonrió, pero sin dejar de mirar al chico del corte en la mano: tenía la cabeza gacha en una actitud que le daban ganas de acercarse, levantarle la cara y decirle: «Mírame, que estoy aquí.»