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Ahora iba retrasada. Sus compañeras hablaban de posturas y chupetones y de cómo usar los dedos, y discutían si era mejor con preservativo o sin él, mientras que Alice no tenía otro bagaje que el recuerdo insípido de un morreo dado cuando iba a tercero.

– ¡Ali, ¿me oyes?! -gritó más fuerte su padre.

– ¡Qué pesado! Te oigo, sí -contestó ella, irritada, en voz bien alta, para que la oyera.

– A cenar -repitió él.

– ¡Ya voy! -replicó, y musitó para sí-: Plasta.

Soledad sabía que Alice tiraba la comida. Al principio, cuando veía que se dejaba algo en el plato, le decía: «Mi amorcito, cómetelo todo que en mi país los niños se mueren de hambre.»

Hasta que una noche Alice se quedó mirándola y le respondió furiosa:

– No se morirán menos aunque yo me atraque.

Soledad no volvió a decirle nada, pero empezó a servirle menos cantidad. Lo mismo daba: Alice sabía pesar los alimentos con la mirada, seleccionaba sus trescientas calorías de la cena y lo demás lo desechaba como fuera.

Comía con la mano derecha puesta sobre la servilleta, y delante del plato colocaba el vaso del vino, que se hacía llenar pero nunca se bebía, y el del agua, para que formaran una barrera de cristal. Y luego, durante la cena, situaba también estratégicamente el salero y la aceitera. Entonces aguardaba un momento de distracción de sus padres, absortos en la fatigosa operación de masticar, para echar dentro de la servilleta la comida previamente troceada en el plato.

En el curso de una cena solía escamotear tres servilletas llenas en los bolsillos del chándal. Luego, antes de lavarse los dientes, las vaciaba en el retrete, tiraba de la cadena y veía cómo toda aquella pitanza desaparecía por el desagüe. Se pasaba la mano por el vientre y lo sentía satisfactoriamente vacío y limpio como un jarrón de cristal.

– Sol, mujer, ya has hecho otra vez la salsa con nata -se quejó su madre a la criada-. ¿No te he dicho mil veces que me sienta mal? -Y con asco apartó el plato.

Alice se había presentado a la mesa con una toalla enrollada en la cabeza, para justificar el tiempo pasado en el baño con una ducha que en realidad no había tomado.

Mucho había reflexionado sobre si consultarlo o no, porque de todos modos se lo haría: lo deseaba con locura.

– Quiero hacerme un tatuaje en el vientre -anunció. Su padre apartó el vaso del que estaba bebiendo.

– ¿Cómo dices?

– Lo que oyes -contestó Alice, mirándolo con expresión desafiante-. Que quiero hacerme un tatuaje.

Su padre se pasó la servilleta por boca y ojos, como si hubiera visto algo feo y quisiera borrarlo, la dobló luego con esmero, se la puso sobre las rodillas, tomó el tenedor y dijo, procurando mostrar templanza:

– ¡Qué cosas se te ocurren!

– ¿Y qué quieres tatuarte, a ver? -intervino su madre mudando el semblante, aunque más por la salsa con nata que por la pretensión de la hija.

– Una rosa pequeñita, como la que lleva Viola.

– ¿Y esa Viola quién es, si puede saberse? -preguntó su padre en tono levemente irónico.

Alice sacudió la cabeza y miró al centro de la mesa sintiéndose insignificante.

– Una compañera de clase -contestó Fernanda con impertinencia-. Ha hablado de ella un millón de veces… ¿Dónde tienes la cabeza?

El abogado Della Rocca fulminó a su mujer con la mirada, como diciéndole que no se metiera.

– Perdonad si no me intereso mucho por lo que las compañeras de clase de nuestra hija se tatúan en el cuerpo. Sea como sea, tú no te tatúas nada.

Alice echó en la servilleta unos espaguetis más y, mirando de nuevo al centro de la mesa, repuso con voz quebrada que delató cierta inseguridad:

– Ni que pudieras impedírmelo.

– Repite eso -dijo su padre, sin alterar el volumen ni la calma de su voz.

– Digo que no puedes impedírmelo -repitió Alice alzando la vista, pero sin poder sostener la mirada de los profundos y escalofriantes ojos de su padre más de medio segundo.

– ¿Eso crees? Por lo que sé, tienes quince años, luego dependes de tus padres por, el cálculo es fácil de hacer, tres años más -explicó el abogado-. Concluido este período serás libre de, digámoslo así, embellecer tu cuerpo tatuándote flores, calaveras o lo que quieras.

El letrado sonrió, volvió la vista al plato y se llevó a la boca el tenedor lleno de espaguetis muy bien enrollados. Hubo un largo silencio. Alice pasaba los dedos gordo e índice por el ribete de la servilleta. Su madre, no satisfecha con la cena, mordisqueaba un bastoncillo paseando la mirada por el comedor. Su padre aparentaba comer con gusto, masticaba haciendo rotar las mandíbulas y daba los dos primeros mordiscos de cada bocado cerrando los ojos con delectación. Alice decidió no callarse, porque lo detestaba de verdad, porque verlo comer de aquel modo le ponía rígida hasta la pierna sana.

– A ti te importa un comino que yo no guste a nadie; que nunca guste a nadie.

Su padre la miró desconcertado, tras lo cual siguió comiendo como si nada hubiera oído.

– No te importa haber destrozado mi vida -prosiguió Alice.

El abogado Della Rocca se quedó con el tenedor en el aire, miró a su hija consternado y dijo con voz algo trémula:

– No sé qué estás diciendo.

– Lo sabes perfectamente -replicó ella-. Tú tienes la culpa de que me quede así para siempre.

El padre apoyó el tenedor en el borde del plato y se cubrió los ojos con la mano, como abismándose en profundas reflexiones. Al poco se levantó y salió de la estancia. Sus pesados pasos resonaron en el suelo de mármol del pasillo. Fernanda dijo «Ay, Alice», sin compasión ni reproche, sacudiendo la cabeza resignada, y salió también tras su marido.

Alice se quedó mirando su plato casi dos minutos, mientras Soledad, silenciosa como un fantasma, quitaba la mesa. Al final se metió en el bolsillo la servilleta llena de comida y corrió a encerrarse en el baño.

4

Pietro Balossino había renunciado hacía tiempo a penetrar en el oscuro universo de su hijo. Cuando su mirada recaía por descuido en aquellos brazos cubiertos de cicatrices, pensaba en las noches que había pasado en vela registrando la casa en busca de objetos cortantes; noches en que Adele, atiborrada de sedantes, dormía con la boca abierta en el sofá porque no quería seguir compartiendo lecho con él; noches en que el futuro parecía no ir más allá del día siguiente y él contaba las horas por el toque de campanas que sonaban a lo lejos.

El convencimiento de que una mañana encontraría a su hijo boca abajo sobre una almohada ensangrentada se había incrustado tan hondo en su mente que acabó haciéndose a la idea de que él no existía… aunque en aquel momento lo llevase sentado al lado en el coche.

Lo conducía al nuevo colegio. Llovía, pero tan levemente que no hacía ruido.

Semanas antes, la directora del instituto científico E.M. los había convocado a él y Adele a su despacho para, según escribió en la agenda de clase de Mattia, «informarles de cierta situación». Al principio se anduvo por las ramas y se explayó hablando de lo sensible y extraordinariamente inteligente que era el muchacho, que en todas las asignaturas sacaba nueve de media.

El señor Balossino, por motivos formales que sin duda sólo a él importaban, quiso que su hijo estuviera presente. Sentado junto a sus padres, Mattia se pasó todo el tiempo con la vista clavada en las rodillas y apretando los puños, con lo que acabó haciéndose sangre en la palma izquierda: dos días antes Adele, en un momento de distracción, había olvidado revisarle las uñas de esa mano.

Mattia oía a la directora como si hablase de otra persona, y recordó el día en que, cuando iba a quinto, la maestra Rita, después de cinco días seguidos sin decir él palabra, lo hizo sentar en medio del aula y pidió a los demás que se colocaran a su alrededor. Empezó entonces a decir que seguramente Mattia tenía un problema del que no quería hablar con nadie, que era un niño muy inteligente, quizá demasiado para su edad, y pidió a sus compañeros que lo ayudaran, le dieran confianza y se hicieran amigos suyos. Cuando le preguntó a Mattia, que se miraba los pies, si quería decir algo, él habló por fin, para pedir permiso de volver a su sitio.