El principio de Arquímedes (1984)
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Cuando los dos gemelos eran pequeños y Michela hacía alguna de las suyas, por ejemplo lanzarse por la escalera con el tacatá o meterse un guisante en la nariz -que luego había que sacarle en urgencias con unas pinzas especiales-, su padre siempre se dirigía a Mattia, el primero que nació, y le decía: «Mamá tenía el útero demasiado estrecho para los dos», o: «A saber la que armasteis ahí dentro. Seguro que de tanto patear a tu hermana la desgraciaste.» Y se echaba a reír, aunque la cosa no tenía ninguna gracia; y aupaba a Michela y le restregaba la barba por la carita.
En esas ocasiones, Mattia los miraba alzando la vista y riendo también, y oía las palabras de su padre como si se le filtrasen por ósmosis, sin entender bien lo que significaban. Dejaba que se depositaran en sus entrañas, donde parecían, formar una capa espesa y viscosa, como de poso de vino añejo.
La risa de su padre se convirtió en sonrisa tensa cuando vio que, con veintisiete meses, Michela no decía una sola palabra, ni siquiera mamá, caca, yaya o ajo. Sólo daba grititos inarticulados, grititos que parecían clamar en el desierto y que su padre no oía sin estremecerse.
Cuando tenía cinco años y medio, una logopeda de gruesas gafas le puso delante una tabla rectangular de aglomerado en la que había cuatro huecos de distinta forma -una estrella, un círculo, un cuadrado y un triángulo-, y otras tantas piezas de color que debía encajar en los correspondientes huecos.
Michela se quedó mirando aquello maravillada.
– A ver, Michela, ¿dónde va la estrella? -le preguntó la logopeda.
La pequeña bajó los ojos y observó las piezas del juego sin tocar ninguna. La doctora cogió la estrella y se la puso en la mano.
– ¿Ésta dónde va, Michela?
Michela miraba a todas partes y a ninguna. Se llevó la estrella a la boca y empezó a mordisquear una punta. La logopeda se la retiró y le repitió la pregunta por tercera vez.
– Michela, va, haz lo que te dice la doctora -gruñó su padre, incapaz de seguir sentado donde le habían dicho que se sentara.
– Por favor, señor Balossino -le dijo la doctora, conciliadora-, a los niños hay que darles tiempo.
Michela se tomó el suyo. Un minuto. Al término del cual, emitiendo un agudo chillido, que lo mismo podía ser de alegría que de desesperación, colocó resueltamente la estrella en el hueco cuadrado.
Si Mattia no hubiera comprendido por sí solo que a su hermana le pasaba algo, ya se habrían encargado de hacérselo ver sus compañeros de clase, por ejemplo Simona Volterra, que cuando iban a primero y la maestra le dijo: «Simona, este mes te sentarás con Michela», ella se negó cruzando los brazos y contestó: «Yo con ésa no me pongo.»
Aquel día Mattia dejó que la tal Simona y la maestra discutieran un rato, y al final dijo: «No se preocupe, yo me siento con mi hermana.» Y todo el mundo pareció aliviado: la misma Michela, la tal Simona, la maestra… Todos menos él.
Los dos gemelos se sentaban en primera fila. Michela se pasaba todo el tiempo coloreando dibujos, lo que hacía esmeradamente pero saliéndose de los contornos; aplicaba los colores sin ton ni son, azul para la piel de los niños, rojo para el cielo, amarillo para los árboles; cogía el lápiz como si fuera una batidora, empuñándolo, y apretaba tanto que cada dos por tres rasgaba el papel.
Y mientras, a su lado, Mattia aprendía a leer y escribir y a hacer las cuatro operaciones aritméticas -fue el primero de la clase en aprender a dividir con resto-; su mente funcionaba como un engranaje perfecto, del mismo modo misterioso como la de su hermana funcionaba de manera tan defectuosa.
Había veces en que Michela empezaba a removerse en la silla y agitar desesperadamente los brazos, como una mariposa atrapada; los ojos se le ensombrecían y la maestra se quedaba mirándola asustada, aunque con la vaga esperanza de que aquella retrasada se fuera de verdad volando para siempre. En las filas de atrás alguno se reía, otro le decía chitón.
Mattia se levantaba al fin, retirando en peso la silla para no arrastrarla, y se colocaba detrás de su hermana, que volvía la cabeza a un lado y otro y seguía agitando los brazos, para entonces tan rápido que parecían ir a desprendérsele. Le cogía las manos, le plegaba delicadamente los brazos sobre el pecho y le susurraba al oído:
– Ea, ya no tienes alas.
Michela tardaba unos segundos en dejar de moverse; se quedaba un rato con la mirada perdida y por fin, como si tal cosa, volvía a sus pintarrajos. Mattia se sentaba de nuevo en su sitio, avergonzado, con la cabeza gacha y las orejas rojas, y la maestra reanudaba la lección.
En tercero, los gemelos seguían sin haber sido invitados nunca a un cumpleaños. Consciente de ello, su madre quiso poner remedio al asunto y un día, durante la comida, propuso organizar una fiesta para el cumpleaños de sus hijos. El señor Balossino rechazó la propuesta: «Por Dios, Adele, bastante penoso es ya así.» Mattia dio un suspiro de alivio y Michela dejó caer por décima vez el tenedor. No volvió a hablarse del asunto.
Hasta que una mañana de enero Riccardo Pelotti, el pelirrojo con labios de babuino, se acercó a la mesa de Mattia y le dijo de corrido, mirando a la pizarra:
– Que dice mi madre que te invite a mi cumpleaños, y a ella también. -Y señaló a Michela, que en ese momento pasaba la mano por la superficie de la mesa con gran aplicación, como si alisara una sábana.
Mattia sintió tal emoción que la cara empezó a hormiguearle.
– Gracias -contestó, aunque Riccardo, cumplido el encargo, ya se alejaba.
Enterada, su madre se puso nerviosa y se llevó a los dos a comprarles ropa a una tienda de Benetton. Fueron también a tres tiendas de juguetes, aunque le costaba decidirse.
– ¿Qué le gusta a Riccardo? ¿Esto le gustará? -le preguntó a Mattia con un puzzle de mil quinientas piezas en la mano.
– ¡Y yo qué sé! -contestaba él.
– ¿No es amigo tuyo? Tú sabrás los juegos que le gustan.
Mattia pensaba que Riccardo no era amigo suyo y que su madre no lo entendería. Y no respondía sino encogiéndose de hombros.
Al fin Adele optó por una astronave Lego, el juguete más grande y caro de la sección.
– Eso es demasiado, mamá -protestó Mattia.
– ¡Qué va!… Es el regalo de los dos. ¿O es que queréis quedar mal?
Que de todos modos quedarían mal, con regalo o sin él, Mattia lo sabía de sobra; con Michela era imposible otra cosa. Como sabía también que Riccardo los había invitado porque se lo mandaron sus padres. Y seguro que Michela se le pegaría todo el rato, se pondría perdida de naranjada y al final, cuando se cansara, empezaría a lloriquear como hacía siempre.
Por primera vez pensó que sería mejor quedarse en casa. O bueno, que sería mejor que Michela se quedara en casa.
– Mamá -dijo, inseguro.
Adele estaba buscando el monedero en el bolso.
– ¿Qué?
Mattia tomó aliento.
– ¿De verdad Michela tiene que ir a la fiesta?
Adele se quedó quieta y clavó los ojos en los de su hijo. La cajera los observaba indiferente, con la mano tendida y abierta por encima de la cinta transportadora, esperando el dinero. Michela revolvía los paquetes de caramelos del expositor.
A Mattia se le encendieron las mejillas, como preparándose a recibir una bofetada que no llegó.
– Pues claro -contestó sin más su madre, zanjando la cuestión.
A casa de Riccardo podían ir solos. A pie eran apenas diez minutos. A las tres en punto Adele plantó a los gemelos en la puerta de la calle.
– Hala, que llegáis tarde. Y acordaos de dar las gracias a sus padres. Y tú cuida de tu hermana, sabes que no puede comer porquerías.
Mattia asintió. Adele los besó en la mejilla, más a Michela, a la que arregló el pelo bajo la diadema, y les deseó que se divirtieran.