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– Coño -se le escapó-, ¿qué haces aquí?

Se apartó de Ernesto y se cubrió los pechos con el brazo. Alice los observaba con la cabeza ladeada, sin sorpresa, como a animales en el zoo.

– No puedo dormir -dijo.

Por una misteriosa coincidencia, Soledad se acordó de aquello cuando, al girarse en un momento dado, vio a Alice en la puerta del despacho. Estaba quitando el polvo de la librería. Sacaba de tres en tres los pesados volúmenes de una de las enciclopedias del abogado, encuadernada en verde oscuro con lomo dorado, y los sostenía con el brazo izquierdo, que ya empezaba a cansársele, mientras con la mano derecha pasaba el trapo por los anaqueles de caoba, hasta los rincones más recónditos, pues una vez el amo se había quejado de que sólo limpiaba lo que se veía.

Hacía años que Alice no entraba en el despacho de su padre. Un invisible muro de hostilidad le impedía franquear el umbral. Estaba segura de que apenas pisara el parquet, de hipnótico dibujo geométrico, la madera cedería bajo su peso y ella se precipitaría en un oscuro abismo.

Todo el recinto estaba impregnado del intenso olor de su padre, los folios ordenadamente apilados en la mesa, los cortinones color crema. De pequeña, cuando iba a llamarlo para la cena, Alice entraba de puntillas y siempre dudaba antes de hablar, por el respeto que le imponía la figura de su padre inclinado sobre la mesa, estudiando sus complicados papeles con gafas de montura de plata. Cuando advertía la presencia de su hija, el abogado alzaba despacio la cabeza y fruncía el ceño como preguntándose qué hacía allí. Por fin asentía, esbozaba un amago de sonrisa y decía: «Voy.»

Alice tenía la impresión de seguir oyendo resonar aquella única palabra en el despacho, como si hubiera quedado atrapada entre aquellas cuatro paredes empapeladas y dentro de su cabeza.

– Hola, mi amorcito -le dijo Soledad. Seguía llamándola así pese a que la joven que tenía delante hecha un palillo se parecía poco a la adormilada criatura que en otro tiempo vestía y llevaba al colegio todas las mañanas.

– Hola -contestó Alice.

Soledad la miró unos segundos esperando que dijera algo, pero Alice, nerviosa, desvió la mirada. La criada siguió con lo suyo.

– Sol -dijo al fin Alice.

– ¿Qué?

– Tengo que pedirte una cosa.

Soledad dejó los volúmenes en la mesa y se le acercó.

– Dime, mi amorcito.

– Necesito que me hagas un favor.

– ¿Un favor? Claro, dime.

Alice se enrolló en el dedo el elástico de los pantalones.

– El sábado voy al cumpleaños de mi amiga Viola.

– Ay, pues qué bien -sonrió Soledad.

– Quiero llevar un postre y me gustaría prepararlo yo. ¿Tú me ayudarías?

– Pues claro, mi vida. ¿Qué postre?

– No lo sé, una tarta, o un tiramisú… o esa tarta que haces tú con canela.

– La tarta de mi madre -dijo Soledad no sin orgullo-. Yo te enseño cómo se prepara.

Alice la miró suplicante.

– Entonces, ¿vamos el sábado a hacer la compra, aunque libres?

– Pues claro, mi vida.

Por un momento, Soledad se sintió importante y en aquella joven insegura reconoció a la niña que había criado.

– ¿Y podrías llevarme a otro sitio? -preguntó Alice.

– ¿A qué sitio?

La muchacha vaciló un instante y luego contestó decidida:

– A hacerme un tatuaje.

– Oh, mi amorcito -objetó Soledad con pena-. Ya sabes que tu padre no quiere.

– No tiene por qué saberlo. Y no me lo verá -insistió Alice, gimoteando.

Soledad sacudió la cabeza.

– Va, Sol, por favor -le suplicó Alice-. Si voy sola no me lo harán, se necesita el permiso de los padres.

– ¿Y entonces yo qué puedo hacer?

– Hacerte pasar por mi madre. Sólo tienes que firmar un papel y no te preguntarán nada.

– Da igual, no puede ser. Tu padre me despediría.

Alice se puso de pronto más seria y la miró fijamente.

– Será nuestro secreto, Sol. -Hizo una pausa-. Al fin y al cabo ya tenemos uno, ¿o no?

Soledad la miró desconcertada, sin comprender al pronto.

– Yo sé guardar un secreto -prosiguió Alice, con calma. Se sentía fuerte y despiadada como Viola-. Si no, hace tiempo que te habrían despedido.

La criada sintió una opresión en la garganta y balbució:

– Pero…

– ¿Sí o no? -la apremió Alice.

Soledad humilló los ojos y murmuró:

– Vale.

Se dio media vuelta y empezó a ordenar los libros de la estantería, mientras se le saltaban dos lagrimones.

10

Mattia era deliberadamente muy silencioso en todos sus movimientos. Aunque sabía que el desorden del mundo no puede sino aumentar, que el ruido de fondo crecerá hasta cubrir toda señal coherente, creía que si ejecutaba con cuidado todos sus actos tendría menos culpa en esta lenta desintegración.

Caminaba apoyando primero la punta del pie y luego el talón, descansando el peso en ambos extremos, con lo que reducía al mínimo la superficie de contacto con el suelo. Había aprendido esta técnica hacía años, cuando se levantaba por las noches y registraba en secreto la casa, porque las manos se le secaban tanto que para seguir sintiéndolas suyas nada le parecía mejor que pasar por ellas algún objeto con filo. Con el tiempo, aquel andar raro y sigiloso había acabado siendo su natural caminar.

No era infrecuente que sus padres se lo encontraran repentinamente de frente, cual holograma proyectado desde el suelo, con su mirada ceñuda y la boca siempre cerrada. Un día a su madre se le cayó un plato del susto; Mattia se agachó a recoger los trozos y bastante le costó resistir la atracción de aquellos bordes afilados. Su madre le dio las gracias con embarazo y cuando él desapareció se sentó en el suelo y allí se quedó un buen rato, derrotada.

Mattia giró la llave en la puerta de la casa. Había aprendido que si tiraba del pomo y tapaba con la mano el ojo de la cerradura podía ahogar casi del todo el chasquido del pestillo. Y aún más con la mano vendada.

Se deslizó en el vestíbulo, introdujo la llave por dentro y repitió la operación; no parecía sino que allanara su propia morada.

Su padre ya estaba en casa, había vuelto antes de lo habitual. Cuando oyó que alzaba la voz se detuvo, sin saber si pasar por el salón e interrumpir la discusión de sus padres, o salir de nuevo y no entrar hasta que desde el patio viera que apagaban la luz.

– … que no me parece justo -decía su padre en tono de reproche.

– Claro -replicó Adele-, tú prefieres hacer como si nada, fingir que no pasa nada.

– ¿Pues qué es lo que pasa?

Hubo una pausa. Mattia pudo imaginarse con claridad a su madre abatir la cabeza y apretar los labios, como diciendo contigo es imposible.

– ¿Que qué pasa? -contestó-. Pasa que…

Mattia se detuvo a un paso de la franja de luz que proyectaba la puerta del salón sobre el vestíbulo. Observó la línea de sombra que iba del suelo a las paredes y el techo. Formaba un trapecio, aunque se dijo que era por engaño de la perspectiva.

Su madre suspendía con frecuencia las frases a la mitad, como si mientras las pronunciaba se olvidara del final. Aquellas interrupciones dejaban en sus ojos y en el aire como burbujas de vacío que Mattia se imaginaba haciendo explotar con el dedo.

– Pasa que delante de todos sus compañeros se ha clavado un cuchillo en la mano. Pasa que creíamos que eso se había terminado y hemos vuelto a equivocarnos -contestó su madre.

Mattia comprendió que hablaban de él, pero no se inmutó. Sólo se sintió algo culpable de estar allí escuchando una conversación que no debía.

– Pero ésa no es razón para hablar con los profesores a sus espaldas -replicó el padre, si bien en tono más humilde-. Ya es mayorcito y tiene derecho a estar presente.

– Por Dios, Pietro -replicó la madre, que nunca lo llamaba por su nombre-, la cuestión no es ésa, ¿no lo ves? Y deja de tratarlo como si fuera… -Se interrumpió.