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– ¿Tiene razón Velma, Buck? ¿No te fiabas de que fuera a decir no por su cuenta?

Buck suspiró. Fue un suspiro de derrota.

– No.

No había nada más que decir. Buck había creído que podría perdonar y olvidar, pero lo cierto era que nunca volvería a confiar en Velma.

– No quiero estar solo ahora mismo -dijo Buck-. ¿Te importa venir hasta Frio conmigo? Podemos buscar algún sitio agradable para tumbarnos junto al río y contar las estrellas. Sólo un rato -prometió.

Tate sabía que, probablemente, Adam estaría esperándola, pero Buck había prometido no retrasarse demasiado. Además, el comportamiento de Adam durante los pasados días sugería que ya no le importaba lo que hiciera.

– De acuerdo, Buck. Vamos. Creo que también me vendrá bien tener un rato para pensar.

Encontraron un lugar bajó un enorme ciprés y se tumbaron en la hierba a escuchar el rumor del viento entre las ramas. Trataron de encontrar las constelaciones y la estrella polar en el inmenso cielo negro azulado que los cubría. El sonido del agua deslizándose entre las rocas fue como un bálsamo para sus atribuladas almas.

Hablaron sobre nada y sobre todo. Sobre los sueños y esperanzas de la infancia. Y sobre las realidades de la vida de adultos. Sobre deseos que nunca se hacían realidad. Hablaron hasta que los ojos se les cerraron.

Y se quedaron dormidos.

Tate se despertó primero. Un mosquito estaba zumbando junto a su oído. Se dio una palmada y cuando volvió a oírlo se irguió bruscamente. Y se dio cuenta de dónde estaba. Y vio quién estaba tumbado junto a ella. Y comprobó la hora que era.

Zarandeó a Buck y dijo:

– ¡Despierta! Ya está amaneciendo. Nos hemos quedado dormidos. ¡Tenemos que volver a casa!

Mientras volvían al rancho, Tate sólo pensaba en cómo entrar en la casa sin que Adam la viera. Podía imaginar lo que pensaría si la veía con restos de hierba en la falda y la blusa totalmente arrugada, como si hubiera dormido con ella, cosa que había hecho. Adam nunca creería que había sido una tarde totalmente inocente.

En cuanto Buck detuvo la camioneta, Tate salió y subió las escaleras del porche delantero, una elección mejor que la cocina si esperaba evitar a Adam. Pero se detuvo en seco cuando éste le abrió la puerta, apartándose para dejarla pasar.

– ¡Nos hemos quedado dormidos! -balbuceó, mordiéndose la lengua de inmediato-. Escucha, Adam, puedo explicarlo todo. Buck y yo nos hemos quedado dormidos… ¡pero no estábamos durmiendo juntos!

– Yo tampoco te habría dejado dormir -dijo Adam, arrastrando la voz-. Sobre todo teniendo otras cosas mucho más interesantes que hacer contigo.

– Quiero decir que no ha habido sexo -dijo Tate, irritada por el tono sarcástico de Adam.

– ¿En serio? -era evidente que no la creía.

– ¡Te estoy diciendo la verdad!

– ¿Qué te hace pensar que me importa con quién hayas pasado la noche o lo que hayas hecho? -preguntó Adam con una voz que podría haber cortado el acero.

– Te aseguro que no ha habido nada sexual entre Buck y yo esta noche -insistió Tate.

Adam quería creerla. Pero no podía concebir que Buck hubiera estado toda la noche con ella sin tocarla. El no habría tenido fuerza de voluntad para contenerse. Abrió la boca y las palabras surgieron de ella antes de que tuviera tiempo de arrepentirse.

– Te hice una oferta, nena, y la hice en serio. Si buscas más experiencia en la cama, estaré encantado de ofrecértela.

Los ojos de Tate se agrandaron al darse cuenta de lo que significaban en realidad las palabras de Adam. ¡Estaba celoso! ¡Se preocupaba por ella! Si al menos hubiera alguna forma de lograr que lo reconociera… Aunque había algo que tal vez podría funcionar. Era una idea escandalosa, pero estaba dispuesta a llevarla adelante.

Tate se sentó en el sofá de cuero y se quitó una de las botas. Al ver que Adam no decía nada, se quitó la otra. Luego se levantó y empezó a bajarse la cremallera del lateral de la falda.

– ¿Qué haces? -preguntó él finalmente.

– Voy a aceptar tu oferta.

– ¿Qué? ¿Hablas en serio?

– ¡Totalmente! ¿Tú no? -Tate miró a Adam, pestañeando provocadoramente, y tuvo la satisfacción de ver cómo se ruborizaba.

– No sabes lo que haces -dijo él.

– Sé exactamente lo que estoy haciendo.

La falda cayó al suelo y Tate se quedó con unas pequeñas braguitas y una blusa a punto de caer de su hombro.

Adam tragó con esfuerzo. Sabía que debía detenerla, pero se sentía incapaz de hacerlo.

– María va a…

– Sabes que María no está. El domingo es su día libre.

Tate tomó el borde de su blusa con las manos y se la sacó por encima de la cabeza.

Adam se quedó sin aliento. Nunca la había visto en sujetador, si es que se podía llamar así a la pequeña prenda que sostenía sus senos como ofreciéndolos al paladar de un hombre hambriento.

Tate vio el pulso acelerado en la garganta de Adam cuando abandonó el círculo de la falda caída y caminó hacia él. Su mano estaba cálida cuando la tomó.

– ¿Tu habitación o la mía? -preguntó.

– La mía -dijo él con voz ronca.

Adam se dejó llevar a la habitación como si no tuviera voluntad propia. De hecho, se sentía como si estuviera viviendo una fantasía.

– Ya estamos -dijo Tate y cerró la puerta de la habitación a sus espaldas-. Nunca me han hecho el amor por la mañana -añadió-. ¿Debe hacerse de alguna forma especial?

¿Qué varón saludable podría haber resistido aquella clase de invitación?

Adam tomó a Tate en brazos. Desde ese momento, ella se vio envuelta en un remolino de pasión que la dejó sin aliento y jadeando. Pero en esa ocasión era él el que guiaba y ella la que lo seguía.

Sus labios se buscaron. Sus carnes se encontraron. Tate fue consciente de texturas suaves y duras, sedosas y crujientes, rígidas y flexibles, mientras Adam la introducía en las delicias del sexo a la cálida luz del sol naciente. Esa vez no hubo dolor, sólo júbilo mientras unían sus cuerpos, haciéndolos uno. Cuando todo terminó, permanecieron tumbados sobre las sábanas, abrazados de una forma que hablaba a voces del verdadero estado de sus corazones.

Tate era consciente de que Adam no había dicho una palabra desde que habían entrado en la habitación. Y ella no quería romper el embrujo, de manera que permaneció en silencio. Pero al cabo de un rato, por la inquieta forma en que empezó a moverse Adam, tirando de la sábana y cambiando de postura una y otra vez, fue evidente que quería liberar algo de su pecho.

– No quiero que vuelvas a salir con Buck -dijo finalmente.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo? ¿Así de sencillo?

– No quiero a Buck -dijo Tate-. Te quiero a ti.

Adam gruñó satisfecho y la tomó entre sus brazos, estrechándola con tal fuerza que Tate protestó, sonriendo.

– ¡No voy a ir a ninguna parte!

– Apenas puedo creer que estés aquí. Que quieras estar aquí -dijo Adam-. He estado a punto de volverme loco la semana pasada.

– Yo también -admitió Tate-. Pero todo va bien ahora, ¿Verdad, Adam? Me amas, ¿verdad? -Tate siguió hablando sin esperar su respuesta-. Podemos casarnos y crear una familia. ¡Cuánto me gustará tener un hijito con tus ojos azules y…!

Adam se sentó abruptamente en el borde de la cama.

Tate apoyó una mano en su espalda y él se apartó.

– ¿Qué sucede, Adam?

El la miró por encima del hombro con ojos tan desolados como un desierto.

– Creía haber dejado claro que no te estaba ofreciendo casarte conmigo.

– Pero me quieres, ¿no?

En lugar de responder a la pregunta, Adam dijo:

– Ya estuve casado una vez, durante ocho años. Todo terminó en un amargo divorcio. No tengo deseo de repetir la experiencia.

Tate no se habría quedado más asombrada si Adam le hubiera dicho que había pasado ocho años en la carcel por asesinato.

– ¿Por qué no me habías dicho nada antes?

– No era asunto tuyo.

– ¡Pues ahora sí lo es! -replicó Tate, dolida por la franqueza de Adam-. Que un matrimonio fracasara no significa que tenga que fracasar el segundo.