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El Chino titubeó.

– La alternativa es detenerte y conducirte delante del señor Monk, que se encargará de hacerte las preguntas pertinentes. -Evan sabía qué fama tenía Monk, a pesar de que el propio interesado se estaba enterando de ella justo en aquellos momentos.

Paddy se decidió de pronto.

– ¿Qué quiere saber?

– El asesinato de Queen Anne Street. Tú estuviste en la zona la otra noche…

– ¡Aquí… pescado fresco… al buen bacalao! -gritó Paddy-. Sí, estuve -repuso en voz baja cargada de dureza-, pero yo no robé nada y seguro como que me tengo que morir que los corchetes no se la cargaron. -Ignorando por un momento a Evan vendió tres bacalaos grandes a una mujer y se guardó el chelín y los seis peniques que ésta pagó por ellos.

– Lo sé -admitió Evan-. Lo que quiero saber es qué viste.

– Un condenado policía que se paseaba Harley Street arriba y Wimpole Street abajo cada veinte minutos, igual que un reloj -replicó Paddy, mirando primero al pescado que vendía y al momento siguiente a la gente que pasaba-. Usted me arruina la venta, señor mío. La gente se pregunta por qué no compra.

– ¿Qué más? -lo acució Evan-. Cuanto antes me lo digas, más pronto te compraré el pescado y me largaré.

– Un matasanos que salía de la tercera casa de Harley Street y una criada de juerga con su maromo. ¡Pero si aquello estaba como Piccadilly! No me dejaron hacer nada.

– ¿A qué casa ibas? -le preguntó Evan, cogiendo un pescado y examinándolo.

– A la de Queen Anne Street esquina sudoeste con Wimpole Street.

– ¿En qué sitio exacto estuviste esperando? -Evan sintió un curioso alfilerazo de curiosidad, algo así como una excitación mezclada con horror-. ¿Y a qué hora?

– Me pasé allí la mitad de la maldita noche -dijo Paddy, malhumorado-. Desde las diez hasta casi las cuatro. Estaba en el extremo de Queen Anne Street por la parte de Welbeck Street. Desde allí dominaba todo Queen Anne Street hasta Chandos Street. En el otro extremo daban una fiesta… Estaba todo lleno de criados.

– ¿Y por qué no te fuiste con la música a otra parte? ¿Por qué te pasaste rondando toda la noche por aquellos andurriales si la calle estaba tan concurrida?

– ¡Aquí! ¡Bacalao fresco… está vivo… lo mejorcito del mercado! -gritó Paddy por encima de la cabeza de Evan-. ¡Venga, señor! Eso mismo… va a ser uno con seis… aquí tiene. -Su voz volvió a bajar de tono-. Porque sabía un buen sitio, por supuesto… y yo siempre voy preparado. ¡No soy un aficionado, oiga! Me figuraba que al final se marcharían, pero la maldita criada se pasó la mitad de la noche pelando la pava en el patio. ¡Si es que parecía una gata! ¡Si es que ya no hay moral!

– ¿Viste a alguien subiendo o bajando por Queen Anne Street? -A Evan le costaba Dios y ayuda disimular la ansiedad que dejaba traslucir su voz. Quienquiera que fuera la persona que había matado a Octavia Haslett no había pasado por delante de los lacayos y cocheros que estaban de palique en el otro extremo ni tampoco había trepado por la parte de las cocheras: tenía que haber ido por ese otro lado y, suponiendo que Paddy dijera la verdad, él tenía que haberla visto.

Evan sintió que un estremecimiento le recorría todo el cuerpo.

– Por delante de mí no pasó un alma, salvo el matasanos y la criada -repitió Paddy con voz irritada-. Me pasé la condenada noche con los ojos como platos, esperando que se presentase una oportunidad… que no llegó. La casa a la que fue el matasanos tenía todas las luces encendidas y la puerta no paraba de abrirse y cerrarse, de abrirse y cerrarse. No me atrevía a pasar por delante. Y lo único que faltaba era la condenada chica con ese tipo. Por delante de mí no pasó nadie, lo juro por mi vida. Sí, puedo jurarlo. Y que el señor Monk me haga lo que se le antoje: la verdad no podrá cambiarla. El que destripó a esa pobre señora ya estaba dentro de la casa, esto es la fetén. Y que tenga suerte y lo encuentre, aunque yo no puedo ayudarlo. Y ahora llévese un pescado de éstos y págueme el doble por él y váyase de aquí, que me hace polvo el negocio.

Evan cogió el pescado y le pagó tres chelines. Paddy el Chino era un contacto que valía la pena conservar.

«Ya estaba dentro de la casa.» Aquellas palabras seguían resonando en sus oídos. Claro que tendría que hacer comprobaciones con la criada cortejada, pero si conseguía convencerla de que hablara, bajo amenaza de ir con el cuento a su señora en caso de que se pusiera difícil, y lo que decía ella coincidía con lo que había dicho el Chino, querría decir que éste tenía razón: la persona que había matado a Octavia Haslett, quienquiera que fuese, ya estaba en la casa, no era un desconocido al que se sorprendía en el momento de perpetrar un robo sino un asesino que había obrado con premeditación y que después había tratado de disfrazar la fechoría. Evan dio media vuelta, se abrió camino entre el carro de un pescadero y la carretilla de un verdulero y siguió a lo largo de la calle.

Ya imaginaba la cara que pondría Monk cuando se lo contara, y la de Runcorn. El asunto había tomado un cariz completamente diferente, se había puesto muy feo y además muy peligroso.

Capítulo 2

Hester Latterly se incorporó de la chimenea que había limpiado y cargado y echó una mirada a la espaciosa sala destinada a dispensario, atestada de enfermos. Los estrechos camastros, sólo unos palmos separados, se alineaban a ambos lados de la sala débilmente iluminada, con su techo alto y sucio y sus escasas ventanas.

Los adultos estaban mezclados con los niños, los cuerpos cubiertos por mantas grises y aquejados por todo tipo de enfermedades y dolencias.

Por lo menos disponía de carbón suficiente y podía mantener cierto calor en la sala, aunque el polvo de las finas cenizas que se levantaba de la chimenea parecía meterse en todas partes. Las mujeres de las camas más próximas al fuego sufrían de calor excesivo y no paraban de lamentarse del polvo que se les metía entre los vendajes, mientras Hester andaba pasando constantemente un paño por la mesa colocada en el centro de la sala y por las pocas sillas en donde a veces se sentaban los pacientes lo bastante recuperados. Aquél era el departamento del doctor Pomeroy, cirujano, o sea que todos los enfermos estaban esperando una operación o se recuperaban de ella… aunque entre estos últimos más de la mitad sufrían fiebres hospitalarias o gangrenas. En el extremo más alejado un niño volvió a echarse a llorar. Sólo tenía cinco años y sufría de un absceso tuberculoso en la articulación del hombro. Ya llevaba tres meses ingresado y estaba a la espera de que lo operasen, ya que cada vez que lo habían trasladado al quirófano con las piernas temblando, rechinando los dientes y el rostro lívido por el miedo, después de más de dos horas de espera en la sala contigua al quirófano acababan comunicándole que aquel día había que ocuparse de otro caso más urgente y que tenía que volver a acostarse en su cama.

Para indignación de Hester, el doctor Pomeroy nunca les había dado explicaciones, ni a ella ni al niño. Lo que pasaba era que el doctor Pomeroy veía a las enfermeras a través del mismo prisma que la mayoría de médicos: sólo eran necesarias para los trabajos más humildes, como lavar, barrer, fregar, retirar vendas sucias y enrollar, guardar y repartir vendas limpias. Las más veteranas eran útiles también para mantener la disciplina, especialmente la disciplina moral, entre aquellos pacientes recuperados hasta el punto de portarse mal o de ocasionar problemas.

Hester se recompuso la falda y se alisó el delantal, obedeciendo más a la costumbre que con otra finalidad, y se acercó al niño. No podía aliviarle el dolor -ya se había ocupado de administrarle los paliativos necesarios-, pero por lo menos podía ofrecerle el consuelo de un abrazo y alguna palabra amable.

El niño estaba acurrucado sobre el lado izquierdo y mantenía en alto el hombro que le dolía, mientras lloraba en voz baja con la cabeza en la almohada. Su voz era triste y desesperanzada, como si no esperara ya nada ni pudiera soportar por más tiempo el dolor que sufría.