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– Buenos días, señorita… eh… eh… -El médico se las compuso para adoptar un aire de sorpresa, pese a que Hester estaba en el hospital desde hacía más de un mes y los dos habían tenido frecuentes conversaciones, las más de las veces defendiendo puntos de vista opuestos. No era probable que el médico olvidase las conversaciones que habían sostenido. Con todo, no eran de su gusto las enfermeras que hablaban sin esperar a que se les dirigiera la palabra, el hecho tenía la virtud de cogerlo desprevenido cada vez que ocurría.

– Latterly -le apuntó ella y consiguió refrenarse de añadir: «me llamo igual que ayer… exactamente igual», frase que ya tenía en la punta de la lengua. Sin embargo, lo que le preocupaba ahora era el niño.

– Diga, señorita Latterly, ¿qué pasa? -no la miraba, sino que tenía los ojos fijos en la anciana de la cama de enfrente, tendida inmóvil y con la boca abierta.

– John Airdrie sufre muchos dolores y su estado no mejora -dijo no sin cierta cautela, tratando de que el tono de voz no reflejase lo que sentía. Inconscientemente, tenía al niño más cerca-. Me parece que sería muy oportuno que lo operase cuanto antes.

– ¿John Airdrie? -Se volvió a mirarla con el ceño fruncido. Era un hombre bajo, tenía el cabello de color jengibre y llevaba la barba cuidadosamente recortada.

– Sí, el niño -dijo Hester entre dientes-. Tiene un absceso tuberculoso en la articulación del hombro. Hay que extirpárselo.

– ¿De veras? -dijo fríamente-. ¿Dónde sacó el título de médico, señorita Latterly? He podido comprobar en unas cuantas ocasiones que no se priva de darme consejos.

– En Crimea, señor -le replicó Hester inmediatamente y sin bajar los ojos.

– ¿Ah, sí? -dijo el hombre metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones-. ¿Trató usted allí a muchos niños con abscesos tuberculosos, señorita Latterly? Ya sé que la campaña fue muy dura y a lo mejor nos vimos obligados a reclutar niños enfermos de cinco años para que sustituyesen a los hombres en el campo de batalla. -Una sonrisa le vino a los labios y no pudo evitar estropear la ocurrencia con las siguientes palabras-: Pero si además resulta que nos vimos en la necesidad de dejar que las muchachas estudiasen medicina, quiere decir que en realidad lo pasaron mucho peor de lo que nos hacían creer en Inglaterra.

– Me parece que en Inglaterra les hicieron creer muchas cosas que no eran verdad -le replicó ella, acordándose de todas las mentiras piadosas y las ocultaciones que había publicado la prensa para salvar la cara del gobierno y de los mandos del ejército-. Como se demostró después, quedaron muy contentos con nosotras.

Volvía a referirse a Florence Nightingale y los dos lo sabían, no hacía falta decir nombres.

El hombre dio un respingo. Le ofendía que la gente de la calle, carente de información, armase tanto barullo y dispensase tantas adulaciones a una mujer. La medicina era una ciencia que exigía pericia, buen juicio e inteligencia, la gente que no era entendida en la materia no podía interferirse en el conocimiento y las prácticas establecidas.

– Pese a todo, señorita Latterly, tanto la señorita Nightingale como sus colaboradoras, incluida usted, no son otra cosa que aficionadas y seguirán siéndolo siempre. En este país no hay ninguna institución médica que admita a mujeres ni es probable que las admita nunca. ¡Santo Dios! ¡Si las mejores universidades no admiten siquiera a los religiosos no conformistas! Es inimaginable que las mujeres puedan ser médicos nunca. ¿Quién dejaría que lo tratase una mujer, además? Y ahora, guárdese sus opiniones para usted y ocúpese de cumplir con el trabajo para el cual le pagamos. Saque el vendaje a la señora Warburton y tírelo… -En su rostro aparecieron arrugas de indignación mientras ella seguía inmóvil en su sitio-. Y deje a ese niño en la cama. Si quiere tener niños en brazos, cásese y tenga hijos, pero aquí no necesitamos nodrizas. Y tráigame vendas limpias para que pueda curar la herida de la señora Warburton. Después ocúpese de traer un poco de hielo. Parece que tiene fiebre.

Hester estaba tan furiosa que parecía que le habían salido raíces en los pies. Aquel hombre decía cosas monstruosamente inexactas y las decía de una manera paternalista y altanera, pese a lo cual ella no se atrevía a utilizar contra él las armas que poseía. Habría podido decirle que lo consideraba una persona incompetente, egoísta e incapaz, pero esto sólo habría servido para que no hiciera lo que ella quería y para convertirlo en peor enemigo suyo. Y a lo mejor John Airdrie habría sufrido las consecuencias.

Haciendo un esfuerzo extraordinario, se tragó el desdén que sentía hacia aquel hombre y se guardó las palabras que habría querido decirle.

– ¿Cuándo operará al niño? -le repitió Hester fijando en él sus ojos. El hombre se sonrojó ligeramente. En los ojos de aquella mujer había algo que lo desconcertaba.

– Tenía decidido operarlo esta tarde, señorita Latterly. O sea que sus comentarios eran completamente innecesarios -mintió… y aunque Hester sabía que mentía, procuró no demostrarlo.

– Estoy convencida de su buen criterio -mintió ella a su vez.

– Bien, ¿a qué está esperando entonces? -le preguntó él sacándose las manos de los bolsillos-. Acueste a este niño y póngase manos a la obra. ¿O no sabe hacer lo que le he mandado? ¿Su competencia no da para tanto? -El médico se había permitido volver a caer en el sarcasmo, todavía le quedaba bastante trecho por recorrer para recuperar su posición-. Las vendas están en el armario del fondo de la sala, sin duda tiene usted la llave.

Hester estaba demasiado indignada para responderle. Dejó suavemente al niño en la cama y se puso de puntillas.

– ¿No la lleva colgada de la cintura? -preguntó el cirujano.

Hester pasó junto a él con tanta violencia en su andar que las llaves, al balancearse, golpearon el faldón de la chaqueta del médico, pero ella siguió hasta el fondo de la sala dispuesta a sacar las vendas del armario.

Hester había estado de servicio desde la madrugada, por lo que a las cuatro de la tarde estaba emocionalmente exhausta. En el aspecto físico le dolía la espalda y tenía las piernas envaradas, aparte de que sentía pinchazos en los pies y le apretaban las botas. Además, las horquillas con que se sujetaba el pelo se le clavaban en el cráneo. Estaba perdiendo los ánimos para continuar la batalla que había empezado a librar con la matrona para conseguir que reclutasen como enfermeras a un tipo determinado de mujeres. Aspiraba particularmente a que aquel trabajo se convirtiese en una profesión remunerada y respetada, para que así atrajera a mujeres con el carácter y la inteligencia necesarios. La señora Stansfield había convivido siempre con mujeres incultas pero eficientes, que no aspiraban a otra cosa que a fregar, barrer, encender chimeneas y acarrear carbón, además de lavar ropa, retirar heces y demás desechos e ir a buscar vendas limpias, en tanto que las enfermeras veteranas como ella se ocupaban de mantener una rígida disciplina y de elevar el espíritu del personal. A diferencia de Hester, ella no tenía el más mínimo deseo de poner en práctica los conocimientos médicos, de cambiar vendajes y de administrar los medicamentos cuando el médico estaba ausente y, mucho menos de ayudar en las operaciones. En su opinión, aquellas muchachas que habían venido de Crimea se sobrevaloraban en exceso y podían llegar a convertirse en una influencia negativa y muy perjudicial, y así se lo hizo saber.

Pero esta tarde Hester se limitó a desearle buenas noches y se fue, dejándola sorprendida y sin que la conferencia sobre moral y deber llegase a materializarse en palabras. Era algo sumamente desagradable. Mañana sería otro día.

No había mucha distancia entre el dispensario y la casa de huéspedes donde Hester se había instalado. Anteriormente había vivido con su hermano, Charles, y su cuñada, Imogen, pero debido a la precariedad financiera de la familia y a la muerte de sus padres, no era justo esperar de Charles que la tuviese en su casa a pan y cuchillo más allá de los primeros meses después de su regreso de Crimea, de donde había vuelto antes de tiempo para asistir a sus familiares en los momentos de dolor y sufrimiento que estaban viviendo. Una vez resuelto el caso Grey había aceptado la ayuda de lady Callandra Daviot, quien había conseguido para ella el puesto de enfermera que le permitía cubrir sus gastos y poner en práctica los conocimientos que poseía en el campo de la administración y la enfermería.